Un extraño recorrido a medianoche
Los niños decidieron seguir el rastro a medianoche. Así estarían seguros de que los hombres dormían. Resolvieron dormir unas horas primero, para no estar demasiado cansados.
—Yo permaneceré despierta y os despertaré a medianoche si queréis —dijo Jill—. Tengo reloj. Si dejamos la lámpara encendida, no me dormiré.
—No. No es necesario. Yo me despertaré a las doce —repuso Andy, que era una de esas personas inteligentes que pueden despertarse a la hora que quieren—. Podemos dormir todos.
De manera que se arrebujaron en sus mantas, apoyaron las cabezas en los almohadones que trajeron del bote y pronto estuvieron dormidos y soñando.
A medianoche, tal como dijo, Andy se despertó y encendió su linterna. ¡Casi las doce! Sacudió a Tom para despertarle.
—¡Ooooh! —exclamó Tom despertándose sobresaltado.
—¡Chisss! ¡No despiertes a las niñas! —susurró Andy—. Es hora de marchar. ¡Levántate!
—Dame la linterna de Jill —susurró Tom—. Ya sabes que la mía no funciona y debo llevar una linterna.
Andy le entregó una. Luego los niños salieron de la cueva. La colina estaba oscura y barrida por el viento, hacía frío y el cielo estaba cubierto de nubes.
—Ahora a seguir el rastro —dijo Andy dirigiendo el haz de su linterna hacia el suelo y cubriéndola con su mano para que no diera demasiada luz.
Pronto dieron con el rastro de conchas rosadas, que brillaban bajo la luz de la linterna. Los niños avanzaban por las rocas siguiendo las conchas con facilidad. Había una zona donde el rastro se interrumpía y se equivocaron, pero pronto retrocedieron de nuevo hasta el rastro y encontraron el camino a seguir.
—Todos debimos dejar de tirarlas al mismo tiempo —observó Tom considerando extraño aquel fallo—. Pero no ha sido gran cosa. Vamos.
Siguieron avanzando primero a la izquierda y luego subiendo, y entonces el rostro de conchas desapareció de pronto.
—Aquí es donde debimos penetrar en el interior —dijo Andy iluminando las rocas que se elevaban ante él. Pero no había la menor señal. La pared de roca se alzaba compacta. No había ninguna entrada al interior de la colina.
—¡Qué extraño! —exclamó Andy—. Tal vez el rastro siga después de todo. Puede que hayamos llegado a otro claro donde ninguno de nosotros arrojó conchas. Iré a comprobarlo. Tú quédate aquí y enciende tu linterna de cuando en cuando, para indicarme el camino de regreso, si es que no consigo encontrar más conchas.
No tardó en regresar.
—No veo más —anunció—. Aquí debe ser por donde entramos en el interior. ¿Pero cómo diantre puede nadie atravesar una roca sólida?
Volvió a iluminar con su linterna toda la pared rocosa descubriendo una grieta de unos tres centímetros de ancho que parecía penetrar en la colina.
—¡Es curioso! —exclamó Andy, iluminando con su linterna la grieta de arriba abajo—. Mira, Tom… esta grieta parece ser el único medio de entrada en la colina, ¿pero cómo puede entrar nadie por una abertura así? Nosotros, desde luego, no.
Los niños trataron de localizar otro sitio por donde poder entrar, pero al no hallarlo se vieron obligados a regresar al mismo lugar una vez más. Andy recordó algo.
—¿Recuerdas aquel ruido extraño que oímos? —preguntó a Tom—. Una especie de chirrido. Me pregunto si alguna de estas rocas se moverá… ya sabes, como la piedra de la entrada de la cueva del cuento Alí Baba y los Cuarenta Ladrones. ¡Ábrete, Sésamo!
—¿Pero cómo podríamos mover una roca tan pesada como ésta?
Andy se acercó de nuevo a la grieta iluminándola de cerca y en toda su extensión con su linterna… y en la parte de abajo encontró algo que casi le hace gritar.
—¡Mira, Tom, una barra de hierro! La han puesto así para usarla como palanca, estoy seguro. Bueno, lo intentaré.
Y cogiendo la fuerte barra de hierro la introdujo en la grieta. Presionando con fuerza y, ¡asombraos!, parte de la roca se deslizó a un lado con un extraño chirrido. Era evidente que estaba tan bien equilibrada sobre su base que podía moverse apenas tocándola. Andy la iluminó con su linterna, pero su aspecto era temible.
—¡Vaya! ¿Quién iba a pensar en una cosa así? —dijo Andy en un susurro—. Ahora me siento como Alí Baba. No cerremos la puerta por si acaso no se abre por dentro. No quiero que nos quedemos encerrados.
Dejaron la roca como estaba y la barra de hierro en el suelo y penetraron en la colina. Un largo túnel se abría ante ellos. Después de haberlo seguido un rato se bifurcó en dos. Un lado se dirigía hacia arriba y el otro hacia abajo. ¿Cuál debían seguir?
—Yo iría hacia arriba —expuso Andy—. Tal vez nos conduzca a la luz de lo alto de la isla y podríamos echarle un vistazo.
Los niños subieron por el túnel utilizando sus linternas, pero apagándolas inmediatamente cada vez que creían oír algo. Mas el interior de la colina rocosa estaba oscuro y silencioso. ¡Resultaba fantástico estar allí a medianoche sin saber lo que iban a ver u oír!
El túnel volvió a bifurcarse en dos. Un lado seguía al mismo nivel y el otro continuaba subiendo. Andy y Tom siguieron por el primero y llegaron ante una puerta de madera con cerrojos y pestillo.
—Apuesto a que ésta es la puerta de la cueva donde nos encerraron ayer —dijo Andy—. Vamos a comprobarlo, ¿te parece?
Abrieron la puerta sigilosamente. Sí… era la misma cueva. Volviendo sobre sus pasos siguieron el túnel ascendente.
De pronto brilló una luz ante ellos.
—¡Quieto! —siseó Andy—. No te muevas y escucha. Pero no había nada que oír. De manera que avanzaron con cautela hacia la luz y llegaron a una enorme cueva iluminada por una gran lámpara de barco que colgaba de un gancho de hierro clavado en el techo rocoso. Se hallaba amueblada convenientemente, con dos o tres colchones, una mesa, sillas y armarios, a todas luces llenos. Sobre una estufa encendida hervía el contenido una cafetera.
En la mesa estaba preparada la comida… y muy buena por cierto, cosa que abrió el apetito de Tom. En una fuente se veían unas lonchas de jamón rosado y una lata de lengua abierta. En un plato vieron una rica tarta de ciruela y una lata de melocotón en almíbar.
—¡Mira eso! —exclamó Tom mientras la boca se le hacía agua—. ¡Necesito comer una loncha de ese jamón!
—Ten cuidado. La comida está dispuesta para alguien y la cafetera ya hierve, de manera que el que lo haya preparado no puede andar muy lejos —susurró Andy—. Volverá pronto. Y no quiero que nos pesque.
—¿No podríamos entrar un momento y coger un poco de jamón? —suplicó Tom—. Tenemos tiempo.
—Bueno, date prisa entonces —replicó Andy entrando con Tom. Los niños cogieron cuatro lonchas de jamón y media barra de pan. Andy cortó un enorme pedazo de pastel y se lo metieron todo en los bolsillos. Iban a salir corriendo de la cueva cuando oyeron que alguien se acercaba.
Ese alguien cantaba una canción marinera. Era la voz ronca de Bandy.
—¡De prisa! ¡Escóndete! —dijo Andy mirando a su alrededor—. ¡Dentro del arcón, de prisa!
Alzaron la tapa de un enorme arcón y se metieron dentro, bajando la tapa sin hacer ruido en el preciso momento en que Bandy entraba en la cueva iluminada. Seguía cantando cuando quitó la cafetera de la estufa.
Se preparó té y luego sentóse a la mesa mirando el jamón.
—¿Adónde ha ido a parar la mitad del jamón? ¿Y dónde está mi pan? Si ese cerdo cochino de Stumpy ha estado aquí otra vez para llevarse mi cena voy a romperle las narices.
Bandy gruñía y refunfuñaba. Luego, al ver que habían cortado un pedazo de pastel de ciruelas se puso en pie furioso.
—¡Mi pastel también! ¡Ya le enseñaré yo! Le tiraré de las orejas hasta que no sepa si está de pie o sentado. Le… le…
Desapareció por el túnel descendente. Andy y Tom apenas podían contener la risa. ¡Pobre Stumpy! Negaría hasta la saciedad que él no había cogido la cena de Bandy, pero Bandy no lo creería.
—Salgamos de aquí mientras tengamos oportunidad —dijo Andy saliendo del arcón—. Será mejor que continuemos subiendo o nos tropezaremos con Bandy. Vamos, Tom.
Tom se detuvo para coger unos trozos más de jamón y otro poco de pastel y luego corrió tras Andy para salir al túnel, que remontaron preguntándose a donde les conduciría.
Tuvieron que volver a encender sus linternas. Encontraron unos toscos escalones en un pasadizo empinado. Parecía como si aquello no tuviera fin. Tom, jadeando, se sentó a descansar.
—¡Andy, tengo que descansar! Lo necesito. Estos peldaños son muy empinados.
Andy sentóse a su lado jadeando también y apagó su linterna. En la oscuridad sonreía pensando en Bandy, que acusaría a Stumpy, quienquiera que fuese, de robar su cena. Se comieron el jamón, el pan y el pastel, quedando ambos muy satisfechos.
Después de descansar reemprendieron la marcha. De pronto los peldaños se interrumpieron y llegaron a una especie de plataforma. El viento sopló sobre ellos con gran fuerza.
—Estamos en lo alto del peñón del Contrabandista, en la misma cima… donde brillaba la luz —comentó Andy—. ¡Vaya… qué fuerza tiene el viento!
—Mira… aquí está el reflector que deben haber utilizado para hacer señales —dijo Tom iluminando con su linterna un enorme reflector que, naturalmente, ahora estaba apagado—. Fíjate, Andy, sus reflejos deben divisarse a mucha distancia… para avisar a los barcos que aguardan para poder entrar con el contrabando.
—¡Caramba! —exclamó Andy—. Tienes razón. Éste es muy elevado y los barcos pueden distinguir las señales desde muchos kilómetros de distancia.
De pronto agarró el brazo de Tom.
—Escucha, ¿no son pasos y un silbido? Tal vez Bandy suba para efectuar las señales. Métete debajo de la plataforma donde está el reflector. No deben vernos.
Se escondieron debajo de la plataforma de madera en que se hallaba el gran reflector. Entonces llegó Bandy y comenzó a manipularlo. Al cabo de un par de minutos su brillante luz atravesó la negrura de la noche. La lámpara parpadeaba haciendo señales a alguien.
Bandy estuvo haciendo señales por espacio de diez minutos. Luego apagó la luz y volvió a bajar los escalones. Los niños no se atrevieron a seguirle. Bajaron unos pocos y al encontrar un rincón escondido en la pared rocosa, se tumbaron allí; a los pocos minutos estaban dormidos.
Despertaron al amanecer, temblando y llenos de agujetas, enojados por haberse dormido. Andy salió a la ventilada plataforma y miró a su alrededor, descubriendo una vista maravillosa. ¡Vaya, si podía contemplar todo lo que rodeaba la isla!
Observó el lago, que no viera hasta entonces, y lanzó un fuerte grito.
—¡Mira, Tom, mira abajo! ¿Qué te parece?