Capítulo XVII

Un rastro que seguir

Tom, Jill y Mary consideraron muy emocionante disponer de un rastro de sal que seguir.

—Ahora podremos dirigirnos al interior de la isla y observar lo que están haciendo esos hombres —dijo Mary saliendo de la cueva—. Vamos. Empecemos ahora mismo. ¡Cielos, será mejor que nos demos prisa! Mirad qué nubes más negras.

Andy las observó con alarma. Eran nubes de lluvia.

—¡Sopla, sopla, sopla! —exclamó.

—¿Estás hablando con el viento, o sólo estás contrariado? —le preguntó Jill.

—Estoy contrariado —repuso Andy sintiendo la primera gota de lluvia en su mejilla—. La lluvia borrará todo el rastro de sal. ¿No es suficiente para estar contrariado?

—Bueno, entonces empecemos antes de que se disuelva —dijo Tom, y comenzaron a avanzar por las rocas. Encontraron un montoncito de sal sobre una roca y al verlo exclamaron:

—¡Aquí hay uno! Pasamos por aquí. ¡Y aquí hay otro! Vamos, se ven muy bien los granos blancos.

Siguieron el rastro de sal subiendo por las rocas y luego torcieron a la izquierda. Entonces comenzó a llover en serio, y en un abrir y cerrar de ojos toda la sal desapareció. Andy estaba apesadumbrado.

—Qué mala suerte. ¿Por qué no seguiríamos el rastro en seguida en vez de detenernos a comer? ¿Y por qué no se me ocurriría algo más sólido que la sal? Pero tenía tanta prisa que fue lo único que me vino a la memoria. ¡Maldición!

—No importa, Andy —le dijo Jill—. Fue una idea estupenda. A mí jamás se me hubiera ocurrido.

—Bueno, ¿no podríamos hacerlo otra vez si esos hombres nos vuelven a llevar a aquella cueva? —preguntó Tom—. Apuesto a que tu padre no renunciará tan pronto a buscarnos, Andy. Apuesto a que vuelve mañana. De ser así, esos hombres volverán a encerrarnos. Bandy lo dijo.

—Sí. Cabe la posibilidad de que papá vuelva mañana por aquí —replicó Andy—. Incluso es posible que vengan sus amigos en sus barcas para registrarlo todo. Entonces podremos volver a probar mi idea.

—Pero no con sal —intervino Jill—. Se disuelve demasiado fácilmente… o podría volar si empieza a soplar viento. Pensemos en otra cosa.

—Tiene que ser algo que no llame la atención de esos hombres —dijo Mary—. ¿Qué podría ser?

A nadie se le ocurrió nada durante un rato. Luego Tom tuvo una inspiración.

—¡Ya sé! ¿Recordáis esas pequeñas conchas rosadas que hay en la cueva? Bien, ¿qué os parece si las recogemos y nos llenamos los bolsillos? Nadie lo notaría y… son cosa tan corriente junto al mar. Podríamos irlas dejando caer de cuando en cuando al caminar, y sería un buen rastro.

—Sí… y no desaparecerían si lloviese —añadió Jill.

—Buena idea, Tom —le dijo Andy—. Eso haremos. Ahora las recogeremos, para tenerlas preparadas por si acaso esos hombres vuelven a llevarnos a la cueva mañana.

De manera que recogieron las pequeñas conchas rosadas de la cueva, donde las había a docenas, y las guardaron en sus bolsillos. No importaba en absoluto que los hombres registraran sus bolsillos y encontraran las conchas… porque los niños siempre las coleccionan. Tom estaba muy satisfecho con su idea.

Iba oscureciendo.

—Será mejor que volvamos a la cueva —propuso Andy—. Encenderemos la estufa y pasaremos una agradable velada. Ahora hace bastante frío. Nos hemos mojado con ese chaparrón, aunque no ha durado mucho. Será estupendo poder calentarnos y secarnos… y preparemos un poco de té con galletas para la cena, si es que Tom no se las ha comido todas.

—Naturalmente que no —dijo Tom, indignado—. He comido igual cantidad que tú.

Subieron hasta la cueva y entraron arrastrándose. Andy encendió la lámpara y la estufa para poder hervir el agua. Habían llenado la cafetera con agua de lluvia, que para su comodidad había en un hoyo cercano, no lejos de la cueva.

Cierto que la cueva resultaba acogedora y pronto estuvo caldeada y con el aire enrarecido, pero a los niños no les importaba eso porque estaban húmedos y fríos.

—Esto es agradable —anunció Jill envolviéndose en una manta—. Sé que han ocurrido cosas horribles y me espanta pensar que la gente estará preocupada por nosotros, pero no puedo por menos de disfrutar en esta cueva, sintiéndome caliente y seca y disponiendo de galletas para comer.

Todos pensaban lo mismo, aunque Andy parecía serio y pensativo. Jill supuso que no cesaba de pensar en su bote. Ahora había perdido su pronta sonrisa y su buen humor. Le dio una galleta más porque le daba lástima.

Aquella noche durmieron en la cueva y nadie montó guardia, porque no les pareció necesario. No creían que aquellos hombres fuesen a hacerles daño y todos necesitaban una noche de descanso.

Durmieron profundamente sin que nada les estorbase. Al despertar, el sol estaba bastante alto y Andy se sorprendió.

—¡Esta mañana nos hemos dormido! —exclamó—. Voy a lavarme la cara y las manos en ese hoyo de ahí, pues me siento sucio.

Todos le imitaron. Jill sacó un peine y se arreglaron el cabello. ¡Habían empezado a parecer salvajes, según Mary!

Hicieron un pobre desayuno consistente en pan duro, mantequilla y mermelada. No querían abrir ninguna más de sus preciosas latas, por si acaso aquellos hombres les alimentaban mal. No les gustaron el pan y la carne que les dieran el día anterior.

—¡Andy! Esos hombres vuelven otra vez —exclamó Tom de pronto. Estaba sentado fuera de la entrada—. ¡Y oh, cielos, mira esto! Una… dos… tres… cuatro… cinco barcas. ¡Vaya, tu padre ha traído media flota para buscarnos!

—Hagamos señales, de prisa —replicó Andy. Pero los botes estaban demasiado lejos para verles y en aquel preciso momento los hombres llegaron a la cueva. Eran los tres del día anterior, con los pañuelos rojos en las manos para vendar los ojos a los niños.

—Acordaos de las conchas —advirtióles Andy en voz baja.

—Salid todos —ordenó la voz del hombre moreno. Tom había vuelto a entrar en la cueva, de manera que ahora estaban todos dentro.

—Salgamos sin resistencia —dijo Andy a los otros—. No quiero que vuelvan a llenar la cueva de humo. Fue espantoso. Estuve tosiendo todo el día igual que vosotros.

Salieron de la cueva y se pusieron de pie. Los hombres les vendaron los ojos a toda prisa y una vez más les empujaron por las rocas y avanzaron dando tumbos como antes. Fueron hacia la izquierda, hacia arriba y otra vez se detuvieron oyendo aquel extraño sonido chirriante.

Luego penetraron en un lugar oscuro, comprendiendo que se hallaban en el interior de la colina rocosa. Al cabo de poco rato volvían a estar en la misma cueva dé la otra vez mirando al mar desde aquella altura y oyeron que la puerta de madera se cerraba a sus espaldas.

—He dejado caer mis… —comenzó a decir Jill con vehemencia, pero se interrumpió con un gemido cuando Tom y Andy le propinaron sendos papirotazos con sus dedos.

—¡No! ¿Por qué hacéis eso?

Andy le indicó la puerta con un gesto.

—Tú no sabes si hay alguien detrás escuchando lo que decimos —le susurró—. No digas nada hasta que te haga una seña con la cabeza.

Todos guardaron silencio un rato. Luego, cuando Andy se hubo asegurado de que sus secuestradores se habían marchado, inclinó la cabeza.

—Pero de todas formas habla bajo —le dijo.

—He dejado caer mis conchas durante todo el camino —susurró Jill—. No me ha quedado ni una. Se me acabaron al llegar aquí.

—Yo también he ido tirando todas las mías —dijo Mary—. Tenía mucho miedo de que se dieran cuenta esos hombres. ¿Tiraste las tuyas, Tom?

—Claro —fue la respuesta de Tom—. Yo oía el ruido que hacían al caer y pensaba que los hombres se darían cuenta.

—Tienes muy buen oído —dijo Andy—. Nadie más oiría caer una concha de ese tamaño. A mí todavía me quedan cuatro. Tenía miedo de tirarlas todas antes de llegar aquí y eso hubiese sido enloquecedor.

—Bueno, parece que lo hemos hecho bien —prosiguió Tom en el mismo susurro empleado por todos—. Ahora podremos seguir el rastro hasta aquí con bastante facilidad. Podremos entrar sigilosamente en la colina y descubrir muchas cosas.

—Creo que deberemos hacerlo de noche —dijo Andy—. Los hombres andarán por ahí de día… pero de noche me imagino que dormirán… excepto el que hace señales con esa luz desde lo alto de la colina.

—¡Oooooh! ¿De noche? —exclamó Jill bastante asustada—. No me gustaría.

—Bueno, sólo iremos Tom y yo —replicó Andy—. Os dejaremos durmiendo cómodamente en la cueva y regresaremos antes del amanecer. Nos llevaremos también vuestras linternas… para tener bastante luz.

—Me pregunto si esas barcas de pesca estarán navegando por aquí buscándonos por todas partes —dijo Tom—. Ojalá hubiésemos dejado algo por ahí, para que si desembarcan en la isla vean y sepan que estamos aquí.

—Ya lo había pensado —replicó Andy—. Pero puedes estar seguro de que esos hombres hubieran quitado de en medio cualquier cosa que pudiera delatar nuestra presencia. Mi padre no encontrará nada. Tendrá que regresar hoy con todos los demás e informar de que no ha encontrado nada. Ojalá pudiésemos enviar un mensaje a vuestra madre. Estará muy preocupada.

—Sí que lo estará —dijo Jill—. ¡Nunca, nunca volverá a dejarnos salir en tu bote, Andy! El año pasado naufragamos por una tormenta y nuestra terrible aventura duró semanas… y este año nos capturan los contrabandistas… si es que son contrabandistas.

—Bueno, no pudimos evitarlo —observó Andy—. ¿Cómo íbamos a saber que estaba ocurriendo todo esto en el acantilado de los Pájaros y en el peñón del Contrabandista?

Una vez más Bandy les llevó pan seco y comida. Esta vez era jamón que sabía mucho mejor, y luego, antes que el día anterior los soltaron, pero les vendaron los ojos lo mismo y les condujeron por las rocas hasta su cueva.

—Creo que ahora vuestros amigos renunciarán a seguir buscándoos —dijo el hombre moreno con voz desagradable—. De manera que tendréis libertad para correr por la isla, pero veréis que estas rocas son demasiado empinadas, lo que hace imposible el llegar al otro lado, de manera que no lo intentéis. Podríais caeros y heriros y en ese caso no os ayudaríamos.

—¡Vaya una clase de gente que sois! —exclamó Andy.

Bandy pareció querer tirarle de las orejas, pero no lo hizo. Los hombres se fueron dejándoles solos.

En cuanto se perdieron de vista, Jill corrió por las rocas camino arriba, regresando con el rostro rojo de excitación.

—El rastro de conchas se ve fácilmente. Podréis seguirlo muy bien, Tom y Andy. Están encima de las rocas. He podido seguirlo un buen trecho.

—Bien, entonces espero que esos hombres no lo descubran —dijo Andy—. Esta noche iremos de exploración, Tom. ¡Será emocionante!