¡Prisioneros!
Los cuatro niños fueron obligados a avanzar por aquellos hombres. Tenían miedo de caer, pero les guiaron por los sitios más difíciles. Les daba la impresión de que iban subiendo. ¡Cómo deseaban que les viera el padre de Andy si llevaba sus prismáticos!
Andy hizo cuanto pudo por recordar el camino por donde iban.
«Subiendo siempre… primero hacia la izquierda, luego un trozo recto… luego subiendo un poco más donde tuvieron que ayudarnos… después otra vez a la izquierda, hacia el interior. Supongo que ahora estamos detrás de grandes rocas de forma que nadie pueda vernos desde el mar».
Andy hacía también otra cosa que esperaba no llamase la atención de sus secuestradores. Iba dejando caer puñaditos de sal de cuando en cuando. Había hecho un agujero en un bolsillo y de trecho en trecho dejaba caer un poco de sal.
Deseaba poder encontrar el camino hasta el escondite de sus secuestradores, si conseguía la libertad y tenía oportunidad. Esperaba poder seguir el pequeño rastro de sal que iba dejando.
«Si por lo menos no lloviera —pensaba el muchacho—. Si llueve la sal se derretirá y no quedará ni rastro. Bueno, esperemos lo mejor».
Al cabo de unos diez minutos de caminar dando tumbos, los hombres ordenaron a los niños que se detuvieran. Hubo una pausa. Andy aguzó la vista y trató de quitarse la venda, pero le dieron un fuerte papirotazo en una oreja.
Oyó un ruido chirriante que le intrigó. Luego les empujaron otra vez y a través de sus vendajes les pareció que estaban a oscuras.
«Debemos estar en mitad de la isla… en una especie de cueva o pasadizo», pensó Andy mientras los hombres les obligaban de nuevo a seguir avanzando. Subían otra vez y como Andy tanteara cautelosamente con sus manos, comprobó que a ambos lados tenía paredes de roca. ¡Sí, se hallaban en un pasadizo en el interior de la isla!
Al final se detuvieron.
—Aquí estaréis seguros por el momento —dijo la voz ronca del hombre patizambo mientras les quitaba el vendaje rojo que tapaba sus ojos.
Parpadearon. Se encontraban en un lugar de techo alto frente a una gran puerta abierta. Andy advirtió algo brillante a sus espaldas y se volvió en redondo.
Se hallaban en una cueva de alto techo que se abría a la luz del sol. El mar se veía a lo lejos moviéndose suavemente. Desde allí al mar la roca estaba cortada a pico… era un tajo terrible.
Se oyó un portazo y la pesada puerta de madera se cerró tras ellos. Los niños oyeron que corrían el cerrojo. ¡Estaban encerrados… pero en qué prisión tan extraña!
—Es una cueva grande, con una puerta al fondo… y un terrible desnivel cortado a pico en el exterior —dijo Jill asomándose para retroceder al punto—. Cielos… no volveré a asomarme. Me produce un vértigo espantoso. Es imposible escapar por ahí.
—¿Se ve el bote del padre de Andy? —preguntó Tom casi aturdido por la cegadora luz exterior, después de haber llevado los ojos vendados tanto tiempo.
Todos miraron con ansiedad, pero no había otra cosa que ver que una peligrosa y traidora playa de rocas, donde las olas se convertían en espuma batida.
—Se dice que nadie puede pasar de un cierto punto en un bote, si es que se pretende dar la vuelta a la isla —dijo Andy—. No creo que nadie haya dado jamás la vuelta completa a la isla. No es posible aproximarse por el otro lado… es demasiado peligroso. Ahora debemos estar casi en el otro lado, yo diría. Dudo que mi padre pueda llegar tan lejos.
—Entonces apuesto a que esos hombres lo sabían —observó Tom con pesar—. Sabían que desde aquí no podríamos hacer señales porque no veríamos la barca de tu padre. ¡Salvajes!
—Espero que no nos tengan aquí mucho tiempo —dijo Andy—. No creo que vayan a dejarnos aquí encerrados sin alimentos, mantas, ni nada.
—Esta aventura es tan mala como la del año pasado —comentó Jill—. ¡Bueno… casi tan mala!
Los cuatro niños se sentaron en el suelo. Al cabo de un rato Andy se puso en pie para acercarse a la puerta. Probó abrirla, pero, naturalmente, estaba bien cerrada.
—Lo sabía. Pero pensé que debía probarlo —explicó Andy—. Quisiera saber cuánto tiempo nos tendrán aquí. Supongo que hasta que mi padre regrese a casa. Y también dónde han hundido al pobre Andy. No puedo creer que reposa en el fondo del mar.
—Con peces nadando en la cabina y cangrejos caminando por las literas —dijo—. ¡Qué horror!
No ocurrió nada durante las tres horas siguientes. Los niños contemplaban el mar con la esperanza de divisar un bote o un barco al que poder hacer señales, pero no apareció nada a la vista. Sólo las gaviotas planeaban en círculos allí cerca, llamándose unas a otras con sus voces chillonas. Los niños las observaron porque no tenían nada que hacer.
Luego oyeron el ruido de la puerta al abrirse y se volvieron en seguida. ¿Quién sería?
Era Bandy, que les llevaba un gran jarro de agua y un plato con pan y carne. Nada más.
—¡No os merecéis nada! —les dijo con su voz cascada—. ¡Sois unos entrometidos y un estorbo! ¡Comed esto y gracias!
—Bandy, ¿cuánto tiempo vamos a estar aquí? —preguntó Andy—. ¿Y qué han hecho con mi bote? ¿Lo han hundido?
—¿Por qué? ¿Es que piensas tratar de escapar en él? —preguntó Bandy con una sonrisa desagradable—. Debes renunciar a toda esperanza. Está bien hundido.
Andy se volvió con el corazón destrozado. Había esperado contra toda esperanza que su precioso bote no hubiera sido hundido realmente.
—¿No nos van a soltar ahora? —preguntó Tom—. Supongo que nos han encerrado porque ha venido el padre de Andy. ¡Cobardes!
—¿Quieres que te dé un tirón de orejas? —exclamó Bandy entrando en la cueva con los ojos fijos en Tom.
—Cállate, Tom —le aconsejó Andy—. Es inútil provocarle. Esto es muy aburrido, Bandy. ¿No podríamos hacer algo? Y las rocas resultan muy duras como asiento.
—Os está bien empleado. Los niños que meten sus narices en lo que no les importa se merecen lo que vosotros tenéis —repuso Bandy, que al parecer disfrutaba siendo desagradable—. Tal vez permanezcáis aquí semanas. Ja, ja… ¿qué os parece la idea?
—Yo creo, Bandy, que si hacen una cosa así, después lo lamentarán, cuando todo esto se sepa —dijo Andy con voz tranquila—. Serán severamente castigados.
—¡Bah! —exclamó Bandy con rudeza antes de marcharse. Cerró la puerta con estrépito y le oyeron repetir: ¡Bah!, desde el otro lado.
La comida hizo que se sintiesen algo mejor, aunque el pan era atrasado y duro y la carne sabía un poco a rancio, pero no se sintieron muy alegres al contemplar el mar y el cielo a través de la abertura, pensando que podían permanecer allí encerrados durante semanas.
Jill y Mary parecían tan preocupadas que Andy trató de animarlas.
—Sólo lo ha dicho para fastidiarnos —les dijo—. Ha querido asustarnos. Nos soltarán en cuanto se vaya la barca de mi padre. No os preocupéis, niñas.
Aquel día no vieron ni rastro del padre de Andy. Ellos ignoraban que él y su tío habían estado navegando de un lado a otro buscando a los niños y el bote desaparecido. No les vieron llegar al acantilado de los Pájaros y anclar allí para trepar por el acantilado. Ni tampoco les vieron regresar una vez y otra al peñón del Contrabandista buscando una cala donde pudiera hallarse el Andy.
Hacia las cinco, cuando todos volvían a sentir apetito, oyeron que descorrían el cerrojo. Esta vez fue el hombre moreno quien entró. Les habló con su voz profunda y volvieron a advertir su ligero acento extranjero, comprendiendo que no era inglés.
—Ahora podéis salir. El barco que os ha estado buscando se ha dado por vencido y se ha marchado, pero os advierto que si vuelve otra vez tendréis que venir a esta cueva, donde permaneceréis encerrados hasta que el bote vuelva a marcharse.
—Algún día tendremos que salir de esta isla —replicó Andy—. ¿Por qué todo este misterio? ¿Qué es lo que están haciendo y qué tratan de ocultar?
—¡Los niños no hacen preguntas peligrosas! —exclamó el hombre con los ojos brillantes de furor—. Cuando nosotros hayamos terminado aquí podréis marcharos, pero no antes. Ahora volveremos a vendaros los ojos para regresar a las rocas que ya conocéis.
De manera que, otra vez con los pañuelos rojos fuertemente atados alrededor de los ojos, fueron conducidos fuera de la cueva por Bandy y el hombre moreno. Bajaron hasta salir al aire libre. Les llevaron algo más lejos por las rocas y luego les quitaron la venda de los ojos.
Parpadearon.
—¡Estamos cerca de la cueva! —exclamó Tom—. Bien. Vamos allí y comamos algo. Estoy hambriento.
Andy vigiló para ver por dónde se iban los hombres, que doblaron un recodo de las rocas y se perdieron de vista.
—Si por lo menos supiera a dónde van y lo que hacen —dijo en voz baja—. ¿Qué ocurre aquí? Bueno… buscaré el camino hacia el interior de la isla y descubriré lo que ocurre antes de que crezca mucho más.
—¿Pero cómo? —preguntó Tom—. Nos vendaron los ojos. Jamás encontraremos el camino.
—Pienso buscarlo —replicó Andy—, pero no hasta que haya comido algo. Quiero que primero que esos hombres se hayan quitado de en medio.
Fueron a su cueva. Era casi como volver a casa al entrar por aquella angosta abertura. Jill y Mary estaban encantadas de verse allí otra vez. Contemplaron su despensa con apetito.
—¿Qué comeremos? Creo que podemos hacer un extraordinario y comer algo bueno —propuso Jill—. ¿Qué os parece una lata de lengua… si calentásemos una lata de guisantes para acompañarla? Tenemos una. ¿Y de postre una lata de pina tropical?
—Con leche condensada —agregó Mary—. Y haremos también cacao… en cantidades industriales.
—Bien, daos prisa, por amor de Dios —dijo Tom—. ¡Tengo más hambre que nunca al oíros hablar así!
Hicieron una comida deliciosa, comiendo todo lo que habían preparado y bebiendo hasta la última gota de cacao. Cuando Mary guardó los tazones echó de menos el paquete de sal.
—¿Dónde está la sal? —exclamó sorprendida.
—Yo la cogí —dijo Andy—. Y te diré para qué. Hice un agujero en mi bolsillo y mientras íbamos con los ojos vendados fui dejando caer puñaditos de sal… de manera que ya veis, podré encontrar el camino hacia el interior de la isla siguiendo el rastro de sal.
—¡Oh, Andy… qué maravillosa idea! —exclamó Tom—. Vamos a ver si encontramos el rastro. ¡Vamos en seguida! Creo que has sido muy inteligente. Iremos a espiar a esos hombres esta misma noche.