Capítulo XIV

La búsqueda de los niños

Sin atreverse a respirar, los cuatro niños observaron cómo el hombre caminaba por las rocas en dirección al Andy. Era un hombre alto, fornido, muy moreno y con barba negra.

—¿Le conoces, Andy? —susurró Tom. Andy denegó con la cabeza.

—No. No es de nuestro barrio. Mira… va a subir al bote.

Una voz llegó hasta los niños.

—Está gritando para que salgamos —dijo Mary—. Cree que estamos allí.

El hombre permanecía en cubierta aguardando, pero al no responderle nadie, bajó hasta la cabina y abrió la puerta. Miró hacia abajo viendo que allí no había nadie. También pudo convencerse que el bote estaba tan vacío en enseres como de tripulación.

—Ha descubierto que hemos sacado todas las cosas del bote —dijo Andy.

El hombre penetró en la cabina y cuando volvió a salir se quedó en cubierta mirando a su alrededor como si esperase divisar a los niños por alguna parte.

—Mirad… ahora llega otro hombre —susurró Tom—. Mirad… viene por el recodo de la cala donde apareció el primero. ¡Qué hombrecillo más curioso!

Era patizambo y caminaba como si montase a caballo. Llevaba botas de goma, pantalones tejanos y un impermeable negro ondeando al viento. Era bajito y rechoncho y al acercarse gritó algo al otro hombre. Su voz la llevó el viento hasta los niños.

—Ahora están hablando de nuestra desaparición —observó Tom regocijado—. ¿Tú crees que vendrán a buscarnos aquí, Andy? Estamos bien escondidos.

Los hombres seguían hablando. El patizambo echó un vistazo al bote y se asomó a la cabina. Andy se puso rojo de furor al ver a aquellos extraños en su bote. Le habría gustado bajar y echarlos.

Pero de hacerlo hubiera descubierto su escondite, de modo que permaneció quieto, rojo hasta las orejas, y Jill le puso la mano sobre el hombro para consolarle. Comprendía lo que sentía. Andy estaba tan orgulloso de su bote, y lo quería tanto…

Los hombres se separaron para caminar en direcciones opuestas. Era evidente que buscaban a los niños. Estuvieron registrando la cala y de cuando en cuando gritaban, aunque los niños no entendieron sus palabras.

—Supongo que nos llamarán para que salgamos —dijo Tom—. ¡Como si fuésemos tan tontos! Apuesto a que no nos encuentran.

Los hombres fueron subiendo examinando todas las rocas. Había un par de sitios donde los niños podrían haberse escondido.

Ahora oyeron que los hombres se gritaban el uno al otro.

—¿Dónde están esos pillastres? —gritó el hombre patizambo—. ¡Aguarda a que los encuentre! ¡Hacerme perder el tiempo de esta manera!

Los niños permanecían muy quietos. No les agradaba la proximidad del hombre patizambo. Tenía unas pobladas cejas que casi le cubrían los ojos y una cicatriz que le cruzaba una mejilla. El hombre moreno era bien parecido y hablaba con acento extranjero. Parecía enojado mientras proseguía la búsqueda.

—Será mejor que vayamos al fondo de la cueva —dijo Andy—. Si suben más podrían vernos.

Se retiraron al fondo de la cueva, desde donde veían un poco de mar a través de la angosta entrada. Estaban muy quietos, pues oían acercarse a los hombres.

—¡Por aquí tiene que haber una cueva! —oyeron gritar al hombre patizambo—. Recuerdo que una vez se metió mi perro. Tal vez estén ahí.

—Miraremos —replicó el hombre moreno, y sus pasos se aproximaron.

Los niños vieron sus pies al pasar por delante de la cueva. Sus corazones casi dejaron de latir de miedo. Mas los pies se perdieron de vista. ¡Bien!

Luego vieron pasar también los pies de otro hombre, pero antes de acabar de pasar, se detuvieron.

—Estoy seguro de que esa cueva estaba aquí —dijo con su voz ronca—. ¡Aguarda… ésta es! —su pie dio contra la entrada de la cueva. Luego se agachó para mirar el interior, cosa que le resultó bastante incómoda, pero naturalmente no pudo descubrir nada, porque el interior de la cueva se hallaba a oscuras.

Jill hipó de miedo. Tom le tapó la boca con la mano en seguida para impedírselo. ¿Es que iba a delatarles? Jill también se llevó la mano a la boca. Realmente no había podido evitar aquel hipo.

—No pueden estar aquí —dijo la voz del hombre moreno—. No es posible que nadie se meta ahí. Mire, hay una cueva más arribo. Tal vez se hayan escondido allí.

Y con enorme alivio de los niños el hombre patizambo comenzó a alejarse. Respiraron con más facilidad, pero sin ánimo para moverse. Oyeron más gritos y voces, luego todo quedó en silencio.

—¿Será prudente asomarnos? —preguntó Tom, que estaba deseando saber lo que ocurría.

—No —repuso Andy—. Tal vez estén tranquilamente sentados esperando a que salgamos. No te muevas, Tom.

Continuaron inmóviles y callados, moviéndose únicamente cuando se les dormía un brazo o una pierna. Luego volvieron a oír voces. El hombre moreno parecía impaciente y exasperado.

—Te digo, Bandy, que es importante que encontremos a esos niños. Si alguien viene a buscarlos les harán señales… y saben demasiado. Debemos encontrarlos. Es imposible que se hayan escondido tan bien.

—Puedes ver por ti mismo que no están aquí —dijo el otro de mal talante—. Se han llevado todas sus cosas y tal vez hayan ido al otro lado.

—Espero que no —replicó el otro—. Allí tendrían complicaciones. No… no han ido tan lejos, Bandy. No podrían llevar tantas cosas tan lejos.

Los hombres se hallaban ahora muy cerca de la cueva y los niños oyeron que de pronto el hombre moreno lanzaba una exclamación.

—¡Mira! —dijo—. ¿Qué es esto? ¡Gotas de aceite! ¿Quién puede haberlo derramado sino esos niños? Sacaron la lámpara de la cabina… y la estufa, ya que no estaba allí. De manera que el aceite debe ser de una de esas dos cosas.

—¡Maldición! —exclamó Andy entre dientes. Recordaba haber inclinado un poco la estufa al pasar por encima de una roca bastante peligrosa.

—Me parece que han de estar en esa cueva a pesar de todo —dijo el hombre patizambo—. Sí, eso es aceite, desde luego. Encenderé una cerilla y miraremos bien dentro de la cueva.

—Ahora nos verán —susurró Andy—. Vosotros dejadme a mí. Yo lo arreglaré.

Pronto las piernas del hombre patizambo aparecieron de nuevo ante la cueva. Luego el hombre se arrodilló para mirar con dificultad por la baja abertura de la cueva. Encendió una cerilla y al mirar el interior lanzó un grito.

—¡Eh! Aquí están todos, tan quietos como ratones en el nido. ¡Vamos, salid de aquí!

Los niños no dijeron nada. La cerilla se apagó. El hombre encendió otra y esta vez el hombre moreno se arrodilló para mirar al interior con la cabeza casi pegada al suelo. También vio a los niños y les habló casi con autoridad.

—¡Vamos, fuera! No queremos haceros daño, pero deseamos veros fuera de aquí. Vamos.

—No vamos a salir —anunció Andy.

Hubo un silencio y luego el patinazo comenzó a perder la paciencia. Estuvo refunfuñando un poco y luego comenzó a gritar:

—Escuchad, atajo de… atajo de…

—Basta, Bandy —dijo el hombre moreno. Luego gritó dentro de la cueva:

—¿Cuántos sois?

—Cuatro —respondió Andy—. Y permítame advertirle que el primero que se atreva a entrar aquí recibirá un golpe en la cabeza con la estufa.

—Ésa no es forma de hablar —dijo el hombre moreno tras una pausa—. No queremos haceros ningún daño. Os llevaremos a un lugar mucho más confortable.

—No podríamos estar más cómodos de lo que estamos, gracias —replicó Andy en tono cortés.

—¿Vais a salir o entro a buscaros? —exclamó Bandy de pronto.

—Entre, si quiere —replicó Andy—. Si introduce primero los pies le enviaremos fuera más que de prisa de un buen empujón. Y si asoma primero la cabeza, lo sentiremos por usted. ¡Le aguarda la estufa!

—Déjalos, Bandy —dijo el hombre moreno poniéndose en pie—. ¡Estos mocosos estúpidos! Será peor para ellos cuando salgan. Podemos hacerles salir en cuanto queramos.

—¿Cómo? —preguntó Bandy.

—Es muy sencillo. Ya lo verás —repuso el otro, y los niños se preguntaron a qué se refería.

—Bueno, les haremos salir en cuanto veamos algo —accedió Bandy levantándose también—. Será mejor que me dé órdenes, jefe.

—Dejémosles por esta noche —dijo el hombre moreno echando a andar—. Podemos hacer otras cosas.

Pronto se hizo de nuevo el silencio. Ahora en la cueva iba oscureciendo, ya que el sol se acababa de ocultar. Los niños continuaron inmóviles algún tiempo, pero no pudieron oír nada. Por fin, Andy se acercó a la entrada para asomarse al exterior.

—No puedo divisar la cala —dijo—. Está demasiado oscuro. Tampoco veo a esos hombres. ¡Salvajes! ¿Cómo suponen que conseguirán sacarnos de aquí?

—¿Verdad que no pensabas arrojar la estufa a la cabeza de ese hombre? —preguntó Jill, horrorizada ante la idea.

—No —replicó Andy—. Pero creo que esa amenaza les mantendrá alejados hasta mañana y para entonces espero que mi padre llegue con tío Ned en su barca. Entonces saldremos y gritaremos con todas nuestras fuerzas.

—Eso es lo que temen esos hombres que hagamos —dijo Tom. Bostezó—. Tengo sueño. Uno de nosotros ha de montar guardia durante la noche, Andy. No quiero que nadie pueda sorprendernos.

—Jill y yo nos turnaremos esta noche —ofrecióse Mary—. Vosotros no habéis dormido mucho esta noche pasada. ¿No podríamos poner un montón de latas en la entrada de forma que si alguien intenta entrar las tire, advirtiendo al que esté de guardia?

—Muy bueno idea, Mary —aprobó Andy—. La haremos ahora mismo. Tengo tanto sueño como Tom. Tú puedes hacer la última guardia, yo la siguiente, luego Jill, y Tom hará la última. ¿Dónde están las latas? No veo nada en esta oscuridad.

Mary encendió la lámpara y al punto la cueva se iluminó con una cálida luz amarilla. Estaban cómodos y calientes allí. Los niños se envolvieron en sus mantas, colocando un almohadón debajo de su cabeza. Mary se mantuvo sentada, orgulloso de hacer la primera guardia. Había amontonado las latas ante la entrada y nadie podría entrar sin que le oyese.

Andy apagó la lámpara y la oscuridad invadió la cueva una vez más. Jill cogió a Mary de la mano.

—Te daré la mano para hacerte compañía mientras montas la guardia —le susurró—. ¡Buenos noches!

Se hizo el silencio en la cueva, oyéndose sólo la respiración de los tres niños dormidos. Mary permanecía sentada y tensa, conteniendo el aliento al menor ruido. ¡Deseaba que no acudiese nadie mientras durase su guardia!