Capítulo IX

¿Dónde está Tom?

Entretanto, ¿qué hacían Andy, Jill y Mary? Lo habían pasado muy bien, aunque no con tantas emociones como el pobre Tom. Bajaron por el acantilado, con gran alarma de las aves marinas que incubaban, y en una ocasión cayeron al mar algunas docenas de huevos despeñados por el repentino sobresalto de los pájaros. ¡Jill casi tomó la determinación de no volver a subir jamás al acantilado! No podía soportar la vista de tantos huevos destrozados.

Por fin llegaron al pie del acantilado. Allí había algunos remansos entre las rocas llenos de las más bonitas anémonas de mar que los niños vieron en su vida.

—¡Mirad… aquí hay una anémona roja cuyos tentáculos son casi tan grandes como los pétalos de una peonía! —exclamó Jill—. Yo diría que se alimenta de langostinos y cangrejos… y que las gambas son algo demasiado pequeño para ella.

Los tres exploraron los hoyos a conciencia, estorbando a varios cangrejos de gran tamaño.

—¡Cuidado! —gritó Andy—. Un mordisco de un bicho tan grande no debe de ser muy agradable.

Hacía calor en la base del acantilado. Allí el viento no era tan fuerte como en lo alto y el sol apretaba. Mary miró hacia lo alto del acantilado.

—Apuesto a que Tom vuelve a tener hambre —dijo—. Yo también tengo apetito… pero supongo que será mejor que aguarde a que baje Tom. Vendrá en cuanto sienta apetito.

—No creo que le lleve mucho tiempo tomar algunas instantáneas —comentó Andy—. Me sorprende que no esté aquí ya. Tal vez esté observando los pájaros. A veces constituyen un espectáculo apasionante.

—Vamos a sentarnos junto a ese río —propuso Mary—. Allí comeremos algo mientras esperamos a Tom. Es un lugar agradable para comer. Mirad cómo salta la espuma al aire donde el río se une al mar sobre las rocas.

—Sí. Vamos a buscar algo que comer —repuso Jill—. La verdad es que tengo mucho apetito. Podemos llamar a Tom cuando le veamos bajar por el acantilado.

Se acercaron al lugar donde habían anclado el bote en aquel remanso profundo. En la cabina había multitud de provisiones, que llevaron consigo. Estuvieron revolviendo, pues les resultaba difícil escoger lo que querían llevarse.

—Sardinas, pan con mantequilla, carne en conserva, huevos duros… y ciruelas pasas —dijo Jill.

—No… peras en conserva —intervino Mary—. Son las mejores. Aquí hay una lata grande. ¿Y dónde están las coca-colas? Mamá nos puso muchas esta vez. Oh, aquí están.

Lo llevaron todo a una roca alta que dominaba el lugar donde el mar y el río se encontraban. Algunas veces la espuma llegaba hasta su roca, pero eso no les importaba… ¡formaba parte de la diversión el esquivarla cuando saltaba!

Prepararon la comida y luego miraron hacia el acantilado para ver si bajaba Tom. Pero ni rastro.

—¿Qué puede estar haciendo? —exclamó Jill impaciente—. Tarda mucho.

—Bueno… aguardaremos cinco minutos más y luego empezaremos a comer —resolvió Mary—. ¡Y si no le queda nada, tendrá que ir a buscarse más él mismo!

Esperaron cinco minutos, pero Tom no apareció. Andy estaba un poco preocupado, pero no dijo nada. Abrieron la lata de sardinas, extendieron la mantequilla sobre el pan y comenzaron aquella deliciosa comida. ¡Al final no quedaba gran cosa… y Tom seguía sin aparecer!

—Andy, ¿no crees que Tom habrá tenido alguna dificultad allá arriba? —le preguntó Jill de pronto—. Es tan raro que no se presente a la hora de las comidas…

—Pues… eso mismo me he estado preguntando —replicó Andy—. Creo que será mejor volver al acantilado y hacerle bajar. Puede que se haya dormido.

—¡Qué pesado es! —exclamó Andy—. ¡Pobre Andy… tener que subir otra vez!

—Oh, no me importa —repuso Andy—. Ahora vosotras quedaos aquí hasta que volvamos. Se está bien, hace sol y el viento no molesta mucho. Iré lo más aprisa que pueda.

Y se marchó. Pronto tas niñas pudieron verle como un punto lejano, trepando por el costado del acantilado, mientras los pájaros, sorprendidos, revoloteaban alrededor de su cabeza.

—Apuesto a que regañará a Tom —observó Jill tendiéndose de espaldas sobre la roca templada por el sol—. ¡Y verás lo que le digo yo cuando vuelva!

Andy trepaba con seguridad y al fin llegó al lugar donde habían descansado y comido. Allí no había nadie, naturalmente… ¿pero qué era aquello que veía al fondo? ¡Otra vez la cámara de Tom! De manera que no estaba retratando a los pájaros. Bueno, ¿qué es lo que estaba haciendo entonces… y dónde se había metido? Andy comenzó a asustarse.

Dejó la cámara donde estaba y dio la vuelta al acantilado por el saliente estrecho que conducía a la cascada. Ahora no era un chorrito, sino que surgía como una gran catarata.

Andy fue directamente hacia allí. Un pensamiento terrible le embargó. ¿Podría haber sido lo bastante tonto como para tratar de introducirse en el agujero del acantilado a través de la cascada? ¡Seguro… seguro que no!

«De todas formas yo se lo prohibí —pensó Andy, pero no pudo por menos de presentir que Tom le había desobedecido, como siempre que deseaba algo con fuerza—. ¿Habría penetrado en el interior y al aumentar de volumen la corriente le arrojaría fuera otra vez?».

Andy permaneció junto a la cascada sabiendo que nada podía hacer por Tom, si realmente estaba allí dentro. El niño tendría que aguardar a que la cascada disminuyera su volumen de nuevo… o buscar otro medio para salir. ¿Y qué otra salida había? Ninguna que Andy pudiese ver.

Andy permaneció bastante rato allí sentado. Luego, pensando que no debía dejar a las niñas solas por más tiempo, se levantó para marcharse, sintiéndose desgraciado.

Mientras se alejaba de la cascada su ruido disminuyó.

El muchacho se volvió, viendo que había menguado otra vez hasta no ser más que un pequeño surtidor. ¡Qué cosa más extraña! Volvióse para alejarse otra vez, y entonces se detuvo y los ojos casi se le salen de las órbitas.

Por la abertura de la cascada asomó una enorme pierna velluda y luego otra. Andy sabía perfectamente que eran las mismas piernas que vieron en otra ocasión. Sin saber por qué, Andy tuvo miedo y corrió por el repecho del acantilado para quedar fuera de la vista de aquel hombre cuando acabara de salir del agujero.

Fue descendiendo con rapidez y pasó por el lugar donde se hallaba la cámara de Tom sin acordarse. Se encontraba precisamente debajo de ese punto, descendiendo una parte del acantilado bastante difícil, cuando oyó aquella voz no lejos de él, sobre su cabeza. Luego vio caer algo colgado de una larga correa rojiza. Cayó hacia abajo, pero las aves marinas y el viento formaban tal estrépito que Andy no oyó el ruido que producía aquel objeto al chocar contra las rocas.

Se agarró a las rocas con el pulso agitado, preguntándose si aquel hombre iba tras él, o si le había visto. Mas al parecer no era así, ya que nadie pisó el camino del acantilado y todo permaneció en silencio, exceptuando el ruido del mar, el viento y los pájaros.

Andy, con la cabeza hecha un torbellino, descendió el resto del acantilado lo más aprisa que pudo. Sabía que las niñas podían verle y estarían ansiosas por comprobar si Tom le seguía. ¿Qué le había ocurrido a Tom? Era terriblemente inquietante.

Se acercó a las niñas, que permanecían sentadas en la roca, muy pálidas y asustadas.

—No he podido encontrar a Tom —les dijo Andy—. Creo que el muy tonto se ha metido por el agujero de la cascada… y Dios sabe lo que le habrá ocurrido. Tú tenías razón, Jill, al decir que el hombre de las piernas velludas se escondía en ese agujero. Le he visto salir de allí estando yo muy cerca.

—¡Andy… mira! —exclamó Mary en voz baja y asustada señalando algo encima de una roca no lejos de ellos—. ¡Mira! Eso cayó hace poco, dándonos un susto terrible. Se estrelló contra esa roca y… oh, Andy… es la cámara fotográfica de Tom.

Mary se echó a llorar. El ver estrellarse la cámara tan cerca haciéndose mil pedazos la había sobresaltado. Y ahora Andy regresaba sin Tom.

—Andy, ¿qué vamos a hacer con respecto a Tom? —preguntó Jill—. No puede haberse ido solo a explorar…

—Tom se comporta como un tonto algunas veces —replicó Andy—. ¿Por qué le dejaría solo? Me temo que le haya atrapado ese hombre. Aquí ocurre algo extraño. No quiero verme mezclado en ello. Quiero regresar a casa. ¡Basta de aventuras! Ya tuve bastantes el año pasado.

—Pero, Andy… Andy… no podemos volver a casa sin Tom —dijo Mary llorando otra vez—. No podemos dejarle aquí solo.

—Será mejor que os lleve a casa y vuelva aquí con mi padre para que busque a Tom y descubra lo que está ocurriendo —repuso Andy, que estaba muy pálido. No le había agradado ver aquella cámara hecha pedazos. ¡Que genio debía tener aquel hombre velludo para lanzar una cámara tan bonita como aquélla por el acantilado para que se hiciera pedazos! Andy recordó que aquel hombre había aplastado también los huevos de las aves y no le agradó la idea de tenerlo tan cerca con aquellas dos niñas pequeñas a su cargo.

Se puso en pie.

—Recoged las cosas y volved al bote —les ordenó—. Debemos marcharnos.

—No —negóse Mary—. Yo no me voy. ¡No pienso abandonar a Tom aunque tú lo hagas!

—No seas tonta —replicó Andy—. No le abandonamos. Volveremos con mi padre para que lo busque. Vamos. No discutas. Yo soy el que manda aquí.

Jill comenzó a recoger las cosas, pero Mary continuó en sus trece. Andy la obligó a levantarse sacudiéndola por los hombros.

—¡Haz lo que te digo! ¿No ves lo preocupado que estoy? Ha sido la desobediencia de Tom la que le ha conducido a esto… ¡No quiero tener más problemas! ¡Tú vendrás con Jill y conmigo, ahora mismo!

Mary comenzó a ayudar a Jill a recoger los restos de su merienda mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Jill, casi llorando también, dirigió una última mirada al río subterráneo que surgía con tanta fuerza del pie del acantilado. Y entonces se quedó quieta, con los ojos desorbitados y la boca abierta para gritar. Pero no pudo emitir ningún sonido.

Extendió el brazo para señalar hacia delante. Los otros miraron. Rodando a más y mejor y lanzando a un lado y a otro como un pelele, en mitad de la corriente se veía un extraño objeto oscuro.

—¡Andy! ¡Es Tom… pobre, pobre Tom! —exclamó Jill sollozando—. Es demasiado tarde para salvarle. El río le ha arrastrado.

Muy pálido bajo su tez bronceada, Andy contempló el cuerpo mientras era arrastrado hacia las rocas en el lugar donde el río se unía con el mar. Luego vio que unos brazos cansados izaban un cuerpo exhausto hasta un lugar seguro.

—¡Está bien! —gritó Andy tan fuerte que las niñas se asustaron—. Está perfectamente. Eh, Tom, diablo, ¿dónde has estado? ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Los tres corrieron hacia las rocas donde se encontraba Tom, resbalando y tropezando. El muchacho alzó la cabeza y les sonrió débilmente.

—¡Hola! —dijo—. ¡Cuánto me alegra veros! ¡Lamento decir que estamos metidos en una aventura emocionante! Aguardad a que os lo cuente todo. ¿Tenéis algo que comer? ¡Tengo un apetito feroz!