La cueva escondida
Tom avanzó por el pasadizo serpenteante. Se percibió un olor raro, que no le agradaba. Esperaba que su linterna no se apagara de repente. ¡Suerte que las pilas eran nuevas! Hubiera sido horrible hallarse a oscuras y solo en el interior del acantilado.
El túnel zigzagueante, descendiendo. Era estrecho en su mayor parte y algunas veces el techo era tan bajo que Tom tuvo que agachar la cabeza para no golpearse. Otras, era tan alto que la linterna de Tom no iluminaba otra cosa que oscuridad. Todo era muy extraño.
«Me divertiría más si los otros estuviesen aquí —pensó tratando de conservar el ánimo—. Espero que este túnel conduzca a alguna parte. Casi desearía encontrar al hombre que silbaba, por lo menos tendría alguien con quien hablar».
Pero no encontró a nadie. El túnel continuaba y continuaba, siempre descendiendo. ¡Y de pronto percibió un olor curioso y familiar!
Tom olfateó el aire.
«Huele a humo de tabaco —pensó—. ¡Cielos! Entonces debe haber alguien cerca… alguien que está fumando un cigarrillo o en pipa. Será mejor que vaya con cuidado».
Anduvo lo más silenciosamente posible, velando la luz de su linterna con la mano. De pronto la apagó, pues vio una luz en la distancia. El túnel debía llegar a otra cueva, pensó… y en esa cueva había luz, lo cual significaba que allí había gente.
Se acercó más. Ahora podía oír voces… voces masculinas. Una de ellas era la voz ronca del hombre de las piernas peludas. Claro que Tom ignoraba cuál era su aspecto, puesto que sólo había visto sus piernas, pero reconoció aquella voz ronca, a pesar de que sólo le oyó pronunciar unas pocas palabras en el acantilado.
El corazón del niño comenzó a latir con fuerza. Se alegraba, desde luego, de que hubiese gente cerca… pero algo le decía que no iba a ser bien recibido. ¿Serían contrabandistas?
Se dirigió de puntillas hasta el final del túnel y atisbo con cautela. En la cueva se hallaban dos hombres… uno de ellos era evidentemente el de las piernas peludas, ya que las llevaba desnudas y Tom pudo ver sus enormes pies. Estuvo observando a los dos hombres, preguntándose si les enfurecería o no su repentina aparición.
Tuvo la impresión de que no iban a darle la bienvenida. El hombre peludo no era el gigante que los niños imaginaran…, sino un sujeto de aspecto curioso, de cuerpo rechoncho y fornido, brazos desnudos cubiertos de vello, una enorme cabeza casi sin cuello y una barba roja.
El otro hombre parecía un pescador vulgar, pero llevaba algo que rara vez usan los pescadores… un par de gafas, que contrastaban extrañamente con su rostro muy bronceado.
Los hombres charlaban sentados encima de unas cajas de embalaje. Tom no pudo entender lo que decían. Contempló la cueva con asombro, ya que en sus paredes se amontonaban cajas de embalaje y canastos. Tom no supo imaginar lo que habría en su interior. Aquello era a todas luces un depósito de alguna clase. ¿Pero por qué? ¿Y de dónde procedían todas aquellas cajas?
En un rincón de la cueva había un colchón. Entonces uno de aquellos hombres, o los dos, dormían allí. ¡Qué lugar tan extraño para vivir! Tom estaba intrigadísimo por todo aquello. Pero tenía el convencimiento de una cosa… de que aquellos hombres no celebrarían su presencia allí. Lo que estuvieran haciendo era algo secreto y privado, algo que deseaban mantener oculto.
«No me atrevo a pedirles ayuda —pensó desesperado—. Sencillamente, no me atrevo. No me gusta la mirada de ese hombre de las piernas velludas. Me parece que no le importaría arrojarme por el acantilado, lo mismo que arrojaba y aplastaba los huevos de los pájaros».
Aguzó el oído para oír lo que decían, pero no pudo entender ni una palabra. Tal vez hablasen en idioma extranjero. Cierto que el hombre que vestía de pescador, el que llevaba lentes, parecía extranjero. Todo era de lo más extraordinario.
Tom preguntóse si era posible que se tratase de un sueño muy real. Entonces volvió a oler a tabaco y comprendió que no era así. ¡Las cosas no huelen tanto en sueños!
Uno de los hombres miró su reloj y se puso en pie haciendo un gesto a su compañero con la cabeza. Los dos se dirigieron a un agujero del suelo que Tom no podía distinguir con claridad desde donde estaba, y bajaron por él. ¡Por lo menos desaparecieron por completo!
Tom aguardó unos momentos y luego acercóse al agujero y miró abajo. No había nada que ver. Los hombres se habían marchado y Tom no se sintió inclinado a seguirles. En primer lugar porque no veía la forma de bajar por el agujero, pues no había peldaños ni agarraderos ni nada que pudiera servir de ayuda.
Miró a su alrededor. Apenas podía distinguir las paredes de la cueva, ya que estaban cubiertas de montones de cajas de todos tamaños. ¿Qué habría en su interior?
Los hombres habían dejado una lámpara encendida sobre una caja en mitad de la cueva. ¿Acaso significaba que iban a regresar pronto? Tal vez sí. Tom consideró prudente que no le encontrasen allí a su regreso.
¿Pero dónde podía ir? Continuó en la cueva, pensando… y oyó un rumor apagado, que parecía provenir de la parte izquierda de la gran cueva.
«Parece el rumor de una corriente de agua —pensó—. ¿Qué puede ser?».
Había un gran montón de cajas a la izquierda de la cueva. Tom se acercó para examinar la pared que se hallaba detrás. Había un agujero, casi redondo, a la altura de la cintura de Tom. El rumor provenía de allí.
Tom introdujo su linterna por el agujero y la encendió, descubriendo algo extraño. ¡Por allí discurría un río subterráneo rápido y caudaloso!
«¡Vaya… debe ser el río que sale al pie del acantilado! —pensó—. ¡Caramba… si pudiera seguirlo pronto estaría lejos de este lugar!».
Estuvo contemplando el río con la luz de su linterna. El torrente oscuro y caudaloso avanzaba de prisa. Tom se preguntaba a qué distancia estaría del pie del acantilado. Después de todo, el túnel serpenteante que siguió siempre iba en dirección descendente… y puede que ahora estuviese casi al nivel de la base del acantilado, y este río le llevase rápidamente a la cala exterior y a la luz del sol.
Volvió al centro de la cueva, mirando a su alrededor con la esperanza de descubrir otra linterna para llevársela, pues estaba seguro que la suya no le duraría mucho. No quería emprender otra larga jornada sin estar seguro de tener suficiente luz.
Antes de que pudiere ver nada que se pareciera a una linterna ocurrió algo inesperado. Oyó cómo alguien trepaba al agujero de la cueva por donde desaparecieran los hombres… y, ante los ojos alarmados de Tom, asomó por el agujero la cabeza barbuda del hombre velludo.
Tom se le quedó mirando de hito en hito como petrificado… y el hombre también miraba a Tom como si no pudiese dar crédito a sus ojos. ¡Un niño! ¡Un niño en su cueva! ¿Estaría soñando?
Tom tragó saliva y quiso decir algo, pero no se le ocurrió nada. El rostro barbudo que asomaba por el agujero del suelo abrió más los ojos y la boca también para decir:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Tom no podía moverse. Sus pies parecían haber echado raíces en el suelo y quedóse contemplando cómo aquel hombre rechoncho de cuello corto salía del agujero y se le acercaba. Estaba asustado y retrocedió de pronto, recuperando la facultad de moverse.
Con gesto decidido se acercó a la caja sobre la que se hallaba la lámpara encendida, volcándola, quedando la cueva sumida en la mayor oscuridad.
El hombre barbudo comenzó a murmurar algo y a tantear como si estuviese buscando otra lámpara o una vela. Tom comprendió que era su única oportunidad de escapar. Se dirigió al montón de cajas de la izquierda hasta encontrar el agujero que daba al río subterráneo.
Salió por el agujero en un abrir y cerrar de ojos. Esperaba que hubiese un repecho, una roca o algo a lo que poder agarrarse mientras encendía su linterna para estudiar la clase de camino que había escogido para escapar. ¡Pero no había ninguna roca, ni repecho… sólo el agua fría de la corriente!
Tom cayó en el agua y contuvo el aliento al notar su frialdad. Luego comenzó a nadar con todas sus fuerzas, temiendo que el hombre de la barba le siguiese.
La corriente del río lo arrastró rápidamente. Tom se dejó llevar, manteniéndose a flote con facilidad, aunque temblando de frío. Pensó en su linterna con pesar. Estaba en su bolsillo, pero no envuelta en plástico, y ahora ya no le serviría. Si aquel río subterráneo le llevaba a cualquier otro lugar del interior del acantilado se encontraría en la más completa oscuridad.
«¡Perdido para siempre! —pensó con tristeza—. Oh, ¿por qué habré desobedecido a Andy? Jamás saldré de este apuro, jamás. ¡Canastos, qué fría está el agua!».
El río le siguió arrastrando con su incesante rumor. Al parecer, discurría por un canal profundo de la roca. Tom no pudo comprobar si atravesaban alguna cueva, ni siquiera si el río pasaba por zonas de rocas o arena. Se limitaba a dejarse llevar, tratando de mantener el equilibrio y no ir dando tumbos como un tronco de árbol. Una vez su pie tropezó con una roca saliente, recibiendo un golpe tremendo. Pero no había nadie allí que pudiera oír su grito. Se mordió el labio de dolor y a partir de aquel momento estuvo temiendo volver a chocar contra otra cosa.
Se hallaba muy cansado y tenía frío. Y entonces, cuando pensaba que no podría continuar ni un momento más, vio una luz brillante, una mancha de luz grande y esplendorosa que le llenó de alegría.
«¡La luz del sol! —exclamó—. ¡Eso es el sol! Debo estar llegando al lugar donde el río emerge del acantilado. ¡He logrado escapar!».
¡Si, era el sol! ¡Hurra! De pronto Tom se sintió tan débil que no pudo conservar el equilibrio por más tiempo, y la corriente lo arrastró haciéndole dar vueltas y más vueltas. Tragó agua y la escupió tratando de nadar lo mejor posible para mantener la cabeza y los hombros fuera de la corriente.
Fue arrastrado al lugar donde se encontraban el mar y el río. Una gran ola lo arrastró, por suerte, hacia una roca a la que pudo subirse quedando fuera del alcance del agua.
No podía moverse. Permaneció tendido de espaldas recobrando el aliento, temblando de frío, mientras precisamente debajo de él el río y el mar libraban su eterna batalla, en su encuentro mutuo, lanzando nubes de espuma que caían sobre el pobre y agotado Tom.