Tom desobedece
—Me gustaría volver a bajar y explorar las rocas del pie del acantilado —dijo Jill cuando regresaban de la cascada—. Quisiera ir al lugar donde el río subterráneo sale del acantilado. Parece interesante.
—Sí, vamos —exclamó Mary—. Será agradable librarse del viento por un rato. Hoy hace bastante frío aquí.
—De acuerdo. Bajemos entonces —se avino Andy—. ¿Vienes, Tom?
Pero Tom tenía otras ideas y respondió:
—No… creo que no iré con vosotros. Intentaré sacar algunas fotos de los pájaros ahora que estoy aquí arriba y he vuelto a recuperar mi cámara. Me reuniré con vosotros más tarde. Intentaré hacer las fotos solo… los pájaros no se estarían quietos estando todos por aquí.
—¡Bueno… no tardes mucho! —gritó Jill comenzando a descender por el repecho del acantilado detrás de Andy—. ¡Y por amor de Dios no olvides tu cámara esta vez, Tom!
Tom se sentó contemplando las gaviotas y otras oves marinas que planeaban en la corriente de aire que soplaba en lo alto del acantilado. Eran magníficas. Tom deseó tener también unas grandes alas blancas y poder extenderlas para ir planeando y trazando círculos contra la fuerte brisa. Debía ser una sensación maravillosa, pensó.
Podía oír las voces de los otros en alas del viento mientras iban descendiendo despacio. Luego las gaviotas comenzaron de pronto a chillar todas, como tenían por costumbre, y ya no pudo oír nada más.
«Será mejor que saque algunas fotografías antes de tratar de explorar el agujero de la cascada», pensó Tom.
De manera que se arrastró por el repecho y aguardó a que las aves marinas que se habían alborotado volvieran a incubar sus huevos.
Hizo algunas fotografías considerándolas muy buenas. Luego dejó su cámara al fondo de la cueva donde hablan comido y se dirigió a la parte del acantilado donde se hallaba la cascada.
El corazón le latía con fuerza. Sabía que Andy se hubiera enfadado de saber que iba a desobedecer sus órdenes.
«Pero al fin y al cabo, tengo trece años y soy capaz de cuidar de mí mismo —pensó Tom—. Me sorprende que Andy no haya sentido la tentación de ir a inspeccionar ese agujero. ¡Caramba, cómo van a mirarme los otros cuando sepan que he entrado en esa abertura y descubierto el lugar donde se escondió ese hombre el otro día!».
Llegó a la cascada, que no era más que un hilillo de agua. Al parecer no había ningún peligro de que brotara aquel torrente de agua, como el otro día.
Tom atisbó cautelosamente por la abertura de donde salía el agua. Se deslizaba sobre un lecho rocoso y había ido formando una especie de canal con su paso. Hasta donde Tom podía ver había un repecho saliente sobre el agua. Cualquiera podría caminar por él manteniéndose seguro y seco.
Buscó en su bolsillo. Sí, allí estaba su linterna, envuelta en varios dobleces de plástico delgado, para que la espuma o las salpicaduras del agua del mar no la mojasen. La necesitaría en cuanto penetrase en el agujero de la cascada.
Se subió al agujero de la roca. Era alto, pero estrecho. El agua le mojó al entrar, pero no le importó. Fue avanzando con cuidado por el agua hasta el borde rocoso que había en ella.
Ahora estaba a salvo del agua… a menos, naturalmente, que la corriente creciera por alguna razón y llenara la abertura por completo, como hiciera la primera vez que los niños la habían visto. Tom se estremeció un poco al recordarlo. ¡No sería agradable para él que ocurriera! Lo mejor sería avanzar un poco y así se sentiría más seguro.
Encendió la linterna y miró el oscuro túnel por donde venía el agua. Fluía por el canal rocoso que ella misma había horadado durante tantos años, y junto a ella estaba el repecho rocoso a continuación del que Tom ocupaba en aquel momento.
Sólo exploraré un trocito —pensó el niño, muy excitado—. Nada más para ver si encuentro el escondite de aquel hombre. Puede que encuentre algo que me diga dónde está… resulta tan extraño que un hombre viva en un lugar tan desolado. ¡Tal vez se oculte de la policía!
Comenzó a avanzar por el estrecho pasillo. El techo del extraño túnel era bajo y no resultaba muy cómodo tener que andar agachado. Tom cogió su linterna con los dientes para poder tener las dos manos libres y apoyarse en la roca para avanzar.
El repecho continuaba unos pocos metros y luego se inclinaba un poco, de manera que el agua pasaba por encima de él. ¡Qué fastidio! ¿No iba a poder seguir adelante? Tom se quitó la linterna de la boca para iluminar a su alrededor. Vio por delante, y no muy lejos, que el túnel parecía ensancharse… formando una cueva tal vez. ¡Tenía que averiguarlo, aunque ello significara mojarse!
Esta vez tuvo que avanzar por el agua del repecho y se mojó mucho, pero ahora estaba muy excitado y ni siquiera notó el frío. Fue avanzando agachado y descubrió que, de pronto, el estrecho túnel terminaba y más allá había una gran cueva, en el mismo corazón del acantilado. ¡Qué extraordinario!
A lo largo del suelo de la cueva, casi al nivel del suelo rocoso, discurría el arroyo que luego penetraba en el túnel de roca y más tarde se convertía en cascada. Resultaba extraño ver el agua silenciosa discurriendo en la oscuridad, procedente de Dios sabe dónde.
Tom fue iluminando toda la cueva con su linterna. Aquél era un buen escondite. Allí era seguramente donde se ocultó el hombre, pero no había el menor rastro de él.
Un inmenso silencio reinaba en el corazón del alto acantilado. Por la estrecha entrada no penetraba el rumor de los pájaros, ni ninguna ráfaga de viento alteraba la quietud de la atmósfera. Era como vivir en un extraño sueño.
«Ojalá estuvieran aquí los otros —pensó Tom—. Me gustaría que la vieran conmigo. Iré a buscarlos. Pero primero iluminaré con mi linterna toda la cueva para tratar de descubrir siquiera un pequeño indicio de la presencia del hombre silbador… una colilla… o tal vez una cerilla».
Dirigió su linterna a todas partes. La cueva tenía un techo alto y el suelo desigual y sus paredes eran brillantes. El agua que discurría silenciosa por el centro parecía venir de la entrada de otra cueva más pequeña que había al fondo… pero a Tom no le apetecía adentrarse en aquella oscuridad.
Algo brillaba en el suelo cerca del agua. Tom dirigió su linterna hacia allí, preguntándose qué sería. Se agachó para cogerlo.
Era un pequeño botón de nácar, de esos que se cosen en las camisas del hombre. Pero era rojo en vez de blanco. Tom lo observó con atención. Ah… estaba seguro de que alguien utilizaba el agujero de la cascada y de que había entrado en aquella cueva. Pero era evidente que no vivía allí, porque no había el menor rastro de comestibles, ni ninguna cama. Quienquiera que hubiese estado allí, o que lo hubiera utilizado como escondite, debía haberse internado más. ¡Quizá todo el acantilado estuviese surcado de cuevas y túneles! Tom recordó el río subterráneo que surgía turbulento al pie de las rocas. Debía ir bajando por canales serpenteantes desde alguna parte.
Ojalá Andy hubiese estado allí. No sabía si seguir adelante o no. Tenía miedo de ser atropado por el hombre silbador… o cualquier otro. El hombre que silbaba tal vez no fuese el único en el acantilado. Quizá hubiese alguno más.
«No sé… creo que lo mejor será regresar con los otros —se dijo Tom para sus adentros—. Me asusta un poco estar aquí solo… y si sigo adelante tal vez me pierda. Regresaré».
Iluminó la cueva con su linterna una vez más… y de pronto observó que el arroyo que discurría por el canal del suelo de la cueva había crecido. Ahora había inundado el suelo rocoso y casi llegaba al lugar donde estaba Tom.
«¡Mirad eso! —se dijo Tom con sorpresa mientras observaba el agua—. ¿Por qué habrá crecido así? ¡Canastos!, está inundado todo el suelo de esta cueva».
Y así era. El agua aumentaba de nivel cubriendo el suelo. Comenzó a producir ruido y Tom se alarmó.
«¡Cielos! ¡Ya sé lo que está ocurriendo! ¡El torrente de agua debe haber sido incrementado de pronto por alguna razón… y viene hacia aquí… y hará que la catarata vuelva a ser enorme! ¡Si no me marcho ahora, seré arrastrado por la corriente y lanzado al abismo por la catarata!».
No era un pensamiento agradable y Tom corrió por el suelo encharcado de la cueva hasta el estrecho túnel por donde el agua iba a buscar el aire libre. ¡Pero ya el estrecho túnel estaba lleno de agua! El repecho rocoso por donde había caminado apenas si se divisaba, ya que el nivel del agua lo cubría. ¡Dentro de pocos minutos el agujero de la estrecha abertura quedaría completamente bloqueado por el repentino aumento del caudal de la corriente!
«No me atrevo a salir ahora —pensó Tom—. No me atrevo, la verdad. O me ahogaría o sería lanzado por la catarata».
El agua cubría ya todo el suelo de la cueva y a Tom le llegaba hasta la rodilla. Se asustó. ¿Sería mejor ir a la cueva más al interior, la que iluminara su linterna cuando buscaba el lugar de donde venía el agua? Tal vez sí. Ahora ya no estaba seguro en aquella cueva. Sólo Dios sabía hasta dónde iba a subir el agua, y no había ningún sitio para subirse y aguardar a que el agua volviera a decrecer.
«Ojalá no me hubiese metido aquí —pensó con desaliento—. Ahora tal vez haya de permanecer varias horas prisionero y los otros padecerán por mí. ¡Qué estúpido soy!».
Se dirigió al lugar más apartado de la cueva por donde entraba el agua por un túnel bastante alto, procedente de otra cueva más al interior. Tom avanzó por el agua, que ya le llegaba a la cintura. Tendría que ir vadeando hasta llegar a la otra cueva.
No estaba muy lejos… sólo a unos cuantos metros. El agua también inundaba el suelo de esta cueva… pero ante su sorpresa y contento, Tom vio unos toscos escalones tallados en la pared del fondo de esta nueva cueva. Dirigió su antorcha hacia allí. Sí, aquellos escalones conducían a una abertura en el techo de la cueva. Si conseguía subir hasta allí estaría a salvo del creciente caudal de agua. ¡Bien!
«Quisiera saber si estos escalones conducirán a otra cueva —pensó el muchacho—. Todo esto es sorprendente. ¿Quién hubiera imaginado la existencia de estas cuevas unidas entre sí en el corazón de este enorme acantilado?».
Fue subiendo los toscos escalones. En el techo había una abertura y unos soportes de hierro clavados en la roca facilitaban la ascensión. Tom volvió a coger su linterna con los dientes y se introdujo por la abertura, que daba a un túnel oscuro y silencioso que, zigzagueando, conducía Dios sabe dónde.
«Bueno… supongo que lo mejor es seguir adelante —pensó Tom tratando de mostrar mucho más valor del que sentía—. ¡Tiene que llevar a alguna parte!».