Capítulo VI

Navegando otra vez

Los días siguientes, como Andy pronosticara, fueron húmedos y desapacibles, pero la pesca fue buena, y los niños, con impermeables y botas de goma sobre sus tejanos lo pasaron en grande ayudando a sacar el pescado. Andy trabajaba de firme. Las redadas eran espléndidas y su padre estaba satisfecho.

—Puede que me conceda dos o tres días de fiesta —les dijo Andy—. Cuando vuelva el buen tiempo nos llevaremos el Andy otra vez. Es lo que más me gusta.

El padre de Andy fue a cenar con ellos una noche. A la madre de los niños le agradaba aquel hombre silencioso de rostro severo y le obsequió con una cena espléndida. Los niños la compartieron charlando por los codos.

—¡Le van a ocasionar dolor de cabeza! —dijo mamá al padre de Andy.

—¡Oh, no chillan más que las gaviotas! —repuso el pescador con un guiño.

—¡Pero nosotros somos mucho más útiles que las gaviotas! —exclamó Mary—. Esta semana le hemos ayudado mucho. ¡Usted lo dijo!

—Lo habéis hecho —asintió el pescador—. Andy os ha enseñado un buen montón de cosas. Sois muy buenos chicos. No sois entrometidos ni os hacéis daño, como les ocurre a la mayoría, que son pequeñas calamidades.

Aquél era un hermoso y largo discurso del padre de Andy. Los niños estaban encantados. Jill aprovechó su buen humor.

—¿Podrá dejar a Andy libre un par de días? —le preguntó—. Queremos volver a salir solos en el Andy.

—Le concederé dos días de fiesta —repuso el pescador sacando su pipa—. ¿Puedo fumar, señora?

—Gracias, papá —dijo Andy.

—¡Entonces iremos al peñón del Contrabandista! —exclamó Tom—. ¡Hurra!

—¿Dónde está eso? —preguntó su madre al punto.

—Oh, es un lugar que vimos el otro día cuando íbamos al acantilado de los Pájaros —repuso Tom sin darle importancia—. Mamá, como Andy tendrá dos días libres, ¿no podríamos pasar todo el tiempo a bordo del bote? Me gustaría ir al acantilado de los Pájaros y tener tiempo para sacar algunas instantáneas… si consigo encontrar mi cámara… y luego queremos ir al peñón del Contrabandista. Parece atrayente.

—¡Pasar la noche fuera, no! Ya sabéis que no me gusta.

—Pero Andy estará con nosotros. Y nos cuidará, ¿verdad? —dijo Tom dirigiéndose al padre de Andy, que ahora lanzaba grandes bocanadas de humo espeso—. Andy pasa muchas veces la noche fuera con usted, ¿no es cierto?

—Andy está acostumbrado a pasar las noches en el bote —replicó el pescador de muy buen talante después de aquella magnífica cena—. No os ocurrirá nada estando con Andy. Puede usted confiar en mi chico, señora.

—Oh, ya lo sé —repuso la madre de los niños—. Es que… bueno… después de su aventura del año pasado no me siento con ánimos de dejarles navegar solos otra vez.

—Vaya, señora. No supondrá que pueden ocurrir dos aventuras como aquélla, ¿verdad? —dijo el pescador—. ¡Ésa fue una aventura que sólo ocurre una vez en la vida! Déjeles ir… estarán bien con Andy. Puede anclar el bote en aguas tranquilas y dormirán cómodamente si se llevan bastantes mantas.

Quedó todo arreglado sin discusiones ni dificultades. ¡Estupendo! Les niños rezumaban satisfacción y estaban muy agradecidos al padre de Andy por haberles facilitado las cosas. ¡Parecía haber acallado los temores de su madre por completo!

A la noche siguiente Andy fue a su casa.

—El tiempo está cambiando —les anunció—. ¿Veis el cielo? Saldremos mañana si queréis. Traed toda la comida que podáis, yo también llevaré algo. ¡Conociendo el apetito de Tom será mejor que llevemos provisiones en abundancia para dos días y una noche!

Mamá siempre tenía un buen depósito de alimentos en conserva y autorizó a los niños para que cogiesen lo que les apeteciera. Obedecieron al pie de la letra y pronto el Andy estuvo bien provisto de toda clase de cosas, desde sardinas hasta pina tropical en conserva. Andy llevó también algunas casillas y se quedó asombrado al contemplar el montón de alimentos que había ya en los armarios de la cabina.

—¡No vamos a necesitar tanto! —exclamó—. Bueno… no importa… ahora no vamos a molestarnos en sacarlo. ¿Trajisteis mantas? Necesitaremos muchas para dormir. Mañana por la noche las niñas pueden dormir en la cabina… y nosotros sobre la cubierta. Pondremos una lona a nuestro alrededor para resguardarnos del viento.

Pronto hubo también montones de mantas a bordo del Andy, así como algunos almohadones de la casa. Era casi de noche cuando los niños terminaron de abastecer el bote. Les parecía que iban a emprender un viaje muy, muy largo… ¡Pasar la noche fuera les producía esa sensación!

Salieron a las ocho de la mañana y su madre fue a despedirles al muelle.

—¡Buen viaje, haced muchas fotografías y encontrad muchos contrabandistas en ese peñón! —les dijo—. Tom y Andy, cuidadme bien a las mellizas.

—¡Naturalmente! —exclamaron los niños.

Andy empuñó el timón y el pequeño bote se alejó bajo el sol de la mañana. Pequeñas olas rizadas iban rozando sus suaves costados y cabeceaba un poco.

—¡Ya vuelve a ser feliz! —exclamó Jill—. ¡Y nosotros también! ¡Adiós, mamá! ¡Hasta mañana por la noche!

Pronto el bote dobló el extremo de la bahía rocosa y se perdió de vista. Los niños se acomodaron para disfrutar de la travesía. Todos amaban el mar y se encontraban como en su casa. Contemplaron las gaviotas que planeaban en el aire. Las vieron también posadas sobre el agua meciéndose sobre las rizadas olas. ¡Comenzaba su viaje!

El viento era fuerte y el Andy avanzaba de prisa. Mary, que había permanecido despierta la noche anterior debido al nerviosismo, se quedó dormida. La espuma del mar saltaba sobre ella, pero no se despertó. Los otros charlaban y Jill volvió a poner de manifiesto su punto de vista sobre el escondite, que estaba segura debía hallarse detrás de la cascada.

—Lo que realmente quisiera saber es dónde dejé mi cámara —comentó Tom—. Estoy casi seguro que la olvidé en la cueva donde descansamos. Espero que siga allí.

Ahora recorrían el canal entre los dos arrecifes. Más tarde divisarían el peñón del Contrabandista en la distancia, pero hoy no pensaban dirigirse allí, sino que irían mañana.

Penetraron en la cala donde anclaron la otra vez y al instante llegó hasta ellos el ensordecedor clamor de los miles de pájaros.

—Esta vez no miraré al acantilado para no ver cómo caen sus huevos —dijo Jill—. ¡Qué pájaros más descuidados! Me pregunto cómo conocerán sus propios huevos… y qué es lo que piensan cuando vuelven y comprueban que han desaparecido…

—Supongo que pondrán otros y en paz —repuso Tom—. ¡Mary, despierta! ¡Ya hemos llegado! Hace siglos que duermes.

—Volveremos a anclar en esa cala poco profunda —dijo Andy, y muy pronto el ancla descendía, salpicándolo al tocar el agua.

No había nadie por allí. El lugar parecía tan desierto como antes, exceptuando a los ruidosos pájaros. ¿Pero quizá el hombre silbador estaba oculto en algún sitio? ¿O tal vez se hubiese marchado?

—Cojamos algo de comida y subamos hasta el lugar donde descansamos el otro día —propuso Andy—. Allí podemos comer. Hay una vista magnífica sobre el mar. Puede que encontremos tu cámara, Tom, y podrás hacer fotos.

Todos pensaron que era una buena idea y cogieron la comida que necesitaban y la pusieron dentro de dos mochilas que los niños se echaron a la espalda.

—Esta vez no mires para abajo, Jill —le recomendó Andy—. Es siempre un error cuando se trepa. Mira siempre hacia arriba. ¿Todos listos?

Comenzaron la escalada siguiendo a Andy, que parecía conocer los mejores puntos de apoyo para los pies y las manos. Jill no miró hacia abajo y todo fue bien. No tardaron en jadear y bufar, ya que el día era caluroso.

Se alegraron de llegar al lugar donde descansaron la otra vez. Jill se dejó caer, agotada. Tom lanzó una exclamación de alegría al recoger su cámara, que se hallaba al fondo de la cueva, donde la dejara pocos días antes.

—¡Mirad! ¡Está aquí! Yo creo que el silbador se ha ido o de otro modo la hubiera visto y cogido. Cielos, cuánto me alegro de tenerla otra vez.

Celebraron una comida larga y tranquila en el repecho saliente, maravillándose de la gran extensión de mar azul que se veía ante ellos. Las gaviotas se movían como puntos blancos y sus gritos plañideros llenaban el aire sin cesar.

—Puedes tomar algunas fotos de los pájaros incubando sus huevos —dijo Jill—. Vuelven en seguida.

—¡Me alegro de no tener que mirar aquellas horribles piernas peludas esta vez! —exclamó Mary tendiéndose en el suelo—. ¡Caramba, otra vez tengo sueño!

—Bueno, pues no te duermas porque queremos ir a echar un vistazo a la cascada que sale del acantilado —advirtióle Jill dándole unas palmadas.

—Sí, vamos —dijo Andy levantándose—. Y tened mucho cuidado por este camino, que en algunos sitios es bastante estrecho. Tú camina detrás, Jill, por si te acomete el vértigo.

Todos avanzaron por el repecho que rodeaba el acantilado a la izquierda de donde habían descansado. Buscaron la catarata. Allí estaba, desde luego… pero la corriente no era tan potente como antes. Era un simple chorrito comparada con lo que fue el otro día.

—¡Curioso! —exclamó Andy—. Yo hubiera dicho que con tanta lluvia la cascada debía ser bastante caudalosa. Vamos. ¡No hay necesidad de temer que ese poco de agua nos pueda lanzar por el acantilado! ¡En este momento no es más que un ridículo surtidor!

Se acercaron a la cascada. Más allá el repecho por donde caminaban terminaba bruscamente. Por el otro lado no había más camino. El agua salía por un agujero del acantilado para caer hacia abajo. Andy se acercó cautelosamente y examinó la abertura.

Lanzó un grito.

—¡Cualquiera puede entrar ahí ahora! ¡Cualquiera! Apuesto a que ese hombre se fue por aquí. Aguardó a que el torrente amainara y luego saltó. Éste es su escondite.

—¿Pero por qué se esconde? —preguntó Jill, intrigada—. ¡Aquí no hay nadie de quien esconderse!

—¿Podemos entrar? —preguntó Tom, excitado—. Sí, apuesto a que sí.

—No, no, no vas entrar —dijo Andy—. Suponte que el agua vuelve de pronto a cobrar fuerza. ¡Te lanzaría por el acantilado, tonto! No hagas semejante cosa.

Tom frunció el ceño.

—De acuerdo —accedió volviéndole la espalda—. Bueno, este misterio está resuelto. Por ahí se fue ese hombre. Pero si no vas a dejarnos explorar más allá, no sabremos lo que esconde ni nada sobre él. ¡Eres un estropeaplanes!

—No puedo evitarlo —repuso Andy dirigiéndole una mirada de enojo—. Soy el responsable. ¡Ve a sacar unas cuantas fotos de los pájaros ahora que el sol está tan brillante!

Tom no contestó, pero se hizo el propósito de volver a la cascada para descubrir algo más tan pronto como los otros no le vieran. ¡Y de apetecerle se metería por la abertura! ¡Para demostrar a Andy que sabía obrar por sí solo!