Capítulo V

Buen viaje de regreso

¡Desde luego era sorprendente volver a oír silbar a aquel hombre, cuando estaban convencidos de que no había nadie cerca!

Andy se detuvo para mirar atrás, pero no pudo localizarlo.

—No podemos regresar para echar otro vistazo —dijo—. No tenemos tiempo. ¡Canastos! ¿Dónde pudo estar ese hombre, Tom, mientras nos acercábamos a la cascada?

—Eso me intriga —repuso Tom—. Pero no importa… lo dejaremos. ¡Prefiero comer antes que ir a averiguar dónde se esconde ese hombre!

De manera que fueron bajando y bajando. Era mucho más sencillo descender que subir. Jill fue sensata y esta vez no miró al mar, por si acaso volvía a sentir vértigo. Al cabo de un rato se hallaban seguros en las rocas al pie del acantilado. No lejos de allí discurría el río subterráneo, surgiendo turbulento de la caverna al pie del acantilado.

Pronto estuvieron de nuevo en el bote, que se mecía gentilmente en el remanso donde lo habían anclado. Subieron a bordo y las niñas bajaron a la cabina para buscar la comida. Jamón frío. Huevos cocidos otra vez. Panecillos y una gran lata de melocotones en almíbar. ¡Qué comida tan estupenda cuando se tiene buen apetito!

—Para después hay chocolate si alguien tiene más hambre —dijo Jill—. ¡Mamá ha puesto docenas de barras! Hay también uno con frutas y otro con nueces. Parece riquísimo.

—¿Tenemos tiempo de comer primero, o será mejor marcharnos en seguida? —preguntó Tom que deseaba comer inmediatamente. Andy observó la posición del sol en el cielo.

—Ya son mucho más de las doce —dijo—. Será mejor que nos marchemos ahora y que comamos durante el viaje. El viento no va a ayudarnos mucho, aunque se ha levantado un poco. Yo volveré a tomar el timón.

Los dos niños remaron hasta sacar el bote al mar abierto. Pronto avanzaron a toda vela, aunque no tan de prisa como antes. Se estaba muy bien en cubierta bajo el cálido sol de la tarde. Los niños acallaron su apetito con el jamón, el pan, los huevos y los melocotones. ¡Sólo Tom pudo comerse el chocolate al final, y lo hizo perezosamente, como si no le apeteciera!

—Creo que llegaremos antes de anochecer —comentó Andy—. Mirad, ahí está el canal entre las rocas… y ahí es donde se desvía hacia el peñón del Contrabandista.

Los niños contemplaron el agua mansa del canal entre los dos arrecifes y aguzaron la vista para echar otro vistazo a la extraña y rocosa isla llamada el peñón del Contrabandista. Sí, allí destacaba en la distancia, una roca desolada y sola, a la que nadie se acercaba hoy en día. ¡Aunque sería bastante divertido explorarla!

—¿Iremos allí algún día, Andy? —le preguntó Tom—. Tal vez resulte divertido. Podríamos buscar las viejas cuevas que utilizaban los contrabandistas.

—De acuerdo —replicó Andy—. Si quieres, iremos. Es un viaje agradable. ¿Verdad que el bote navega como un pájaro?

Cierto. Era ligero y fácil de manejar y a los niños les parecía algo vivo. Les encantaba el flamear de su vela y sus crujidos. Les gustaba el batir del agua contra su casco y la estela blanca que dejaba detrás como una cola de plumas.

—Yo creo que todos los nidos debieran tener un bote de su propiedad —dijo Tom—. A mí me gustaría tener un bote, un caballo, un perro, y…

Se detuvo en seco, con aspecto tan preocupado que las dos niñas se alarmaron.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jill.

—¿Sabéis lo que he hecho? —dijo Tom—. ¡He olvidado mi cámara fotográfica! ¡Siempre me pasa lo mismo! Mi mejor cámara, la que me regaló papá por Navidad. Costó muchísimo dinero y yo le prometí fielmente tener más cuidado con ella que con la vieja. Y ahora me la he dejado olvidada en el acantilado de los Pájaros.

—¡Tonto! —reprochóle Mary—. Eres muy descuidado. Mamá se enfadará mucho.

—Bueno, una de vosotras podría haber sido lo bastante lista para darse cuenta de que me la había olvidado —replicó Tom, enojado—. ¿Es que no tenéis ojos? ¡Qué mala suerte! Andy, ¿no podemos volver?

—¿Qué? ¡Volver y trepar otra vez por el acantilado! —exclamó Andy—. No seas bobo. Ya sabes que no tenemos tiempo. No me atrevería a llevar el bote hasta casa en la oscuridad por estas aguas tan peligrosas.

—No hice ninguna fotografía y ahora me he dejado mi cámara —se lamentó Tom—. Y además, ¡es tan bonita! Debo haberla dejado en el fondo de la cueva donde nos refugiamos para descansar. Cielos… espero que ese hombre que silbaba no la encuentre y se la lleve.

Era en verdad un pensamiento alarmante y todos se quedaron pensativos. Una cámara tan buena como la de Tom era muy valiosa, un verdadero tesoro. Tom no comprendía cómo pudo olvidarla. Pero Tom a veces cometía muchas tonterías. ¡Cómo iban a enfadarse sus padres!

Tom estaba tan abatido que Andy se compadeció de él.

—Anímate —le dijo. Un día de esta semana volveremos por ella. Si consigo que mi padre me deje otra vez el bote volveremos al acantilado de los Pájaros… y tal vez visitemos el peñón del Contrabandista.

Todos se animaron. ¡Sería estupendo! Saldrían bien temprano… incluso más que esta vez… o tal vez su madre les permitiera dormir a bordo del bote. ¡Entonces podrían pasar un día entero en el peñón del Contrabandista! Comenzaron a hablar del asunto con los ojos brillantes.

—No te hagas demasiadas ilusiones —dijo Andy mientras dirigía el bote entre los dos peligrosos arrecifes—. Ya sabes lo que ocurrió la última vez que vuestra madre os dio permiso para pasar un par de noches navegando… que naufragamos y vivimos en una isla durante siglos y nos encontramos metidos en un nido de submarinos y aviones enemigos.

—Bueno, no creo que aquí vaya a ocurrir nada de eso —repuso Tom mirando la desolada costa ante la que pasaban—. Vaya, no se ve ni un barco ni un avión en el horizonte.

—Entonces quisiera saber lo que estaba mirando aquel hombre con sus prismáticos —observó Jill, y eso hizo que todos recordaron al hombre del silbido.

Comenzaron a hablar otra vez del misterio de cómo pudo haber desaparecido desde el lugar en que le vieron hasta la cascada.

—Te digo que en todo el camino no había un agujero lo bastante grande para esconder un conejo siquiera —dijo Tom—. Debiera haber estado por allí… y no lo vimos. ¡Se había desvanecido en el aire! ¡Casi creí que lo había soñado!

—Bueno, pues volvió del aire otra vez —dijo Mary, riendo—. Oímos su silbido cuando nos marchábamos. Su escondite no puede estar muy lejos.

El misterio del escondite de aquel hombre les mantuvo interesados cierto tiempo. Fue Jill la que hizo la primera sugerencia sensata.

—¡Ya sé! —exclamó sentándose en cubierta—. ¡Ya sé a dónde fue!

—¡Lo sabes! —exclamó Tom.

—Apuesto a que aguardó a que el torrente menguara un poco… como vosotros dijisteis que ocurrió, recuérdalo… y entonces entró por la abertura de donde brota el agua y allí penetró en el acantilado —exclamó Jill, triunfante. Pero los otros apenas comprendieron lo que les decía, tan extraño les resultaba.

—¿Qué? ¿Quieres decir que ese hombre penetró en el acantilado a través del agujero por donde sale la cascada? —preguntó Tom al fin—. ¡Valiente idea! Jamás se escondió allí. Se hubiese empapado.

—Bueno… pues, ¿dónde se escondió entonces? —insistió Jill—. Estoy segura de que a ti no se te ocurre nada mejor. Me atrevo a asegurar que desde allí parte un camino que va al corazón del acantilado. ¡Estoy segura!

Jill estaba satisfecha con su idea y siguió hablando de ella, consiguiendo que poco a poco los demás se interesaran.

—Puede que Jill tenga razón —dijo Andy con los ojos fijos en las azules aguas que tenía ante sí—. Cierto que es posible que entrase por el agujero de la catarata, una vez el agua menguara hasta convertirse apenas en un chorrito… como ocurrió cuando nos alejábamos de allí.

—¡Vayamos a averiguarlo cuando volvamos a por la cámara de Tom! —propuso Mary—. ¡Debemos hacerlo! No puedo soportar que quede un misterio sin resolver. No puedo quedarme sin saber a dónde fue el hombre que silbaba… y qué es lo que está haciendo ahí también.

—Qué piernas más horribles tenía —observó Jill—. Me gustaría descubrir su escondite y quién es… pero no quiero tener que ver con él nada en absoluto.

—Nos mantendremos apartados de su camino —repuso Andy—. Oye, Tom, ¿quieres coger el timón un rato? Ahora es sencillo.

Tom tomó el timón de buena gana. Las niñas sintieron sueño y se tumbaron sobre unas mantas en la cubierta. Era muy agradable sentir el calor del sol del mediodía. El bote avanzaba alegremente. Siempre parecía disfrutar del viaje.

—Es un bote feliz —murmuró Jill, somnolienta—. Le gusta llevarnos consigo. Éste es un día de fiesta para él. Cielos, cuánto sueño tengo. Despertadme a la hora de la merienda.

Merendaron a las cinco, cuando el sol declinaba por el cielo del oeste. El viento levantaba pequeñas olas en el mar y el Andy subía y bajaba alegremente. Los niños eran todos buenos marineros y ni siquiera se les ocurrió la idea de marearse. El sol se ocultó tras las nubes y el frío de la tarde se extendió sobre el mar. Todos se pusieron otra chaqueta y el impermeable. ¡Al fin y al cabo estaban sólo en abril!

—Llegaremos a cesa antes de anochecer —dijo Tom observando el sol poniente—. Hemos pasado un espléndido día en el mar. Además, fue divertido trepar por el acantilado y contemplar todos esos pájaros.

—Y será divertido volver para averiguar si existe realmente un escondite detrás de la cascada —comentó Jill—. Y me encantará ir al peñón del Contrabandista. ¿Cuándo podremos volver, Andy?

—Creo que el tiempo está cambiando un poco —observó Andy mirando el cielo—. Mañana habrá lluvia y borrasca y tal vez durante el resto de la semana. Debemos escoger un buen día para volver a salir. Sería un viaje muy incómodo con mal tiempo.

Llegaron antes de que se hiciese de noche y ya el cielo se había cubierto de grandes nubes y comenzaban a caer pesadas gotas de lluvia. Su madre se tranquilizó al verlos, disgustándose mucho al saber que Tom se había olvidado la cámara fotográfica.

—Tendrás que volver a buscarla —le dijo—. Es demasiado buena para dejarla por ahí. ¡Qué descuidado eres, Tom! De nada sirve regalarte cosas buenas.

—Lo siento muchísimo, mamá —apenóse Tom—. Te prometo que volveremos a buscarla el primer día que haga bueno. Andy dice que el tiempo cambiará durante unos días… pero en cuanto vuelva la bonanza iremos a buscar mi cámara.

—Y buscar ese escondite y ver el peñón del Contrabandista —dijo Jill por lo bajo—. Mary, ¿no crees que mamá nos dejará pasar la noche fuera? ¡Entonces sí que podríamos explorar bien el peñón del Contrabandista!