Un auténtico rompecabezas
El silbido se oía potente y claro y los niños escuchaban con el mayor asombro. ¡Había alguien en el acantilado de los Pájaros! ¿Quién diantres podría ser?
El clamor de los pájaros comenzó otra vez ahogando el silbido. Los niños se miraron unos a otros.
—¿Habéis oído? —preguntó Tom—. ¡Alguien silbaba!
—Veremos quién era —dijo Andy disponiéndose a levantarse, pero Jill le detuvo.
—Podría molestarse, si supiese que estamos aquí. Tal vez sea un observador de los pájaros, un fotógrafo o algo así… y si cree que hemos alborotado a los pájaros se enfadará.
—Bueno… este acantilado es ton suyo como nuestro —replicó Andy sacudiendo los hombros para desasirse de Jill.
El silbido volvió a dejarse oír más próximo y un rumor de pasos indicó a los niños que el silbador debía acercarse.
—¡Está encima de nosotros! —exclamó Jill en un susurro asustado—. ¡Mirad!
Encima de la cueva donde se encontraban había un repecho angosto y en este repecho se sentó el silbador, ya que colgando por encima de la cueva aparecieron de pronto un par de piernas desnudas.
Los niños contemplaron aquellas piernas en silencio. No les gustaron nada. Eran unas piernas enormes rematadas por unos pies muy grandes y muy sucios por cierto. Las piernas se hallaban cubiertas de vello negro y espeso, casi como el pelaje de un animal.
¡Los niños comprendieron que el poseedor de aquellas piernas sería tan horrible como sus pies colgantes! No dijeron ni una palabra. A Jill le latía con fuerza el corazón y mientras contemplaba aquellos pies balanceándose deseó poder escapar.
El silbido continuó. Luego, en el suelo rocoso que había delante de la cueva cayeron varios huevos lanzados a propósito para que hicieran ruido al estrellarse. Los niños se indignaron. ¡Qué horror arrojar los huevos de pájaro a propósito!
Pero nadie pronunció palabra. Había algo en aquellas grandes piernas que les inspiraba temor. Quienquiera que fuese se creía a solas… ¡y era de la clase de individuo que no hubiese dado la bienvenida a unos niños! ¿Quién sería? Ningún pescador, desde luego.
¿Y cómo pudo llegar al acantilado de los Pájaros? Los niños no habían visto ningún bote en la bahía, y también confiaban en que aquel hombre tampoco viera el suyo. En aquel momento estaban seguros que no podía verse desde donde el hombre permanecía sentado.
—Ocultémonos en el fondo de la cueva —susurró Tom—. Por si acaso ese hombre se inclina un poco que no nos descubra.
Se retiraron. Todavía seguían viendo las piernas balanceándose con sus feos pies. Entonces advirtieron algo más. Aquel hombre balanceaba unos prismáticos sosteniéndolos por la correa de su funda y los niños contemplaron su ir y venir de un lado a otro de los pies del hombre.
El silbido cesó.
—Las doce. Mediodía —dijo una voz ronca. Los prismáticos fueron izados y los niños se preguntaron si los estaría utilizando. ¿Qué miraría? ¿Algo que estaba en el mar?
Se oyó una exclamación. Era evidente que el hombre había localizado lo que buscaba. Los niños aguzaron la vista para atisbar en la distancia, tratando de distinguir algún barco en el horizonte… pero no lograron advertir nada.
Al cabo de un rato el hombre se levantó. Sus horribles piernas fueron izadas una tras otra y desaparecieron. ¡Gracias a Dios! ¡Los niños imaginaron que un hombre con semejantes piernas debía ser casi un gigante!
Mientras el hombre se alejaba se oyeron caer algunas piedras procedentes del repecho de encima de la cueva. El silbido se oyó otra vez, pero se detuvo casi en seguida y se hizo el silencio.
Andy salió arrastrándose de la cueva y escuchó con atención. No se oía nada. Acercándose al saliente se asomó. Luego fue a reunirse con sus compañeros.
—No se ve nada —les dijo—. Escuchad, ¿sabéis?, es como una especie de rompecabezas… ¿cómo ha llegado hasta aquí ese hombre?
—Debe haber venido por tierra, si no tiene bote —dijo Tom, pero Andy meneó la cabeza.
—No. No existe ningún camino por tierra. Nunca lo ha habido. Algunas veces han venido científicos a este acantilado para estudiar las aves marinas, pero siempre tuvieron que venir en bote. El acantilado es inaccesible por el otro lado y muy peligroso.
—Bueno, pero Andy, ¡entonces debe haber venido en un bote! —exclamó Tom.
—¿Pero dónde lo ha escondido? —preguntó Andy—. No hubiésemos dejado de verlo en el agua, de haber estado allí, ¿no os parece? Es imposible esconder un bote en esa cala tan poco profunda.
—¿Dónde ha ido ahora? —quiso saber Jill—. ¿Ha sido por el camino de arriba?
—Debe haberlo hecho —dijo Andy—. Pero siempre he creído que el camino se interrumpía no lejos de donde estamos. Tal vez haya una cueva en donde viva. ¡Tengo la intención de acercarme para averiguarlo!
—No, no lo hagas —suplicóle Jill—. No me ha gustado el aspecto de sus piernas. Estoy segura de que es un hombre feo, corpulento y peludo… ¡como un gorila enorme, o algo por el estilo!
—¡Tonta! —le dijo Tom—. Tal vez sea muy simpático. ¡Aunque la verdad es que yo tampoco creo que lo sea! Tiene una voz ronca y desagradable.
—Bueno… voy a ver si descubro por dónde se ha ido —exclamó Andy poniéndose en pie—. Al fin y al cabo, ¿qué importa si me ve? Cualquiera puede venir aquí a contemplar los pájaros.
—Yo también iré —dijo Tom—. Ya he descansado bastante. Vosotras quedaos aquí. No tardaremos.
Las niñas deseaban descansar más después de la larga escalada y se alegraron de quedarse. Permanecieron tumbadas de espaldas escuchando el ruido que hacían los niños al trepar al repecho que había encima de la entrada de la cueva.
—Aquí el repecho saliente vuelve a formar una especie de camino angosto —oyeron que decía Tom—. ¡Vamos… por aquí debe haberse marchado ese hombre!
Los niños avanzaron por el camino rocoso. Se alegraron de que no les acompañasen las niñas, ya que en algunos puntos era muy estrecho… apenas un camino de cabras, según dijo Andy. ¡Aunque allí no existían cabras, ya que no había ni siquiera lo suficiente para alimentar a uno solo de estos animales! Poca cosa crecía en el acantilado rocoso, únicamente unas matas raquíticas de cuando en cuando.
Al doblar un recodo del acantilado advirtieron el rumor de una corriente.
—La cascada —dijo Andy—. Debe brotar por aquí cerca. Que yo recuerde bloquea el camino por completo.
En seguida descubrieron la cascada. Era un magnífico espectáculo, aunque la cascada no era muy grande, pero la vista de aquel torrente de agua surgiendo del acantilado, para tomar un arco en el aire y luego caer sobre las empinadas rocas, rutilantes y resplandecientes, hizo que los dos niños se detuvieran maravillados.
—Ojalá pudieran contemplarlo las niñas —comentó Tom—. Volvamos para decírselo.
—No hay tiempo —replicó Andy—. Tom, es extraño que todavía no hayamos visto a ese hombre, ¿no te parece? No hay ningún sitio donde pudiera esconderse en todo este camino hasta aquí. Ni siquiera un lugar para que pueda ocultarse un conejo. ¿Dónde estará metido?
—¡Detrás de la cascada, naturalmente! —exclamó Tom.
—No podría pasar más allá —dijo Andy—. ¿No ves que el agua bloquea el camino por completo? ¿Quién podría atravesar esa terrible cortina de agua? El torrente lo habría arrastrado.
Ahora los niños estaban junto al salto de agua que caía por el acantilado con un estrépito tan ensordecedor como el de los pájaros. Tuvieron que alzar la voz para oírse.
Tom contempló el agua que surgía del agujero del acantilado. La imaginaba corriendo por el oscuro y silencioso corazón del acantilado, oculta en estrechos canales y túneles… hasta surgir a la luz del sol y saltar con alegría para unirse allá abajo con el mar chispeante.
Estaba intrigado. ¡Cierto que era muy extraño pensar que el hombre cuyas piernas habían visto ya no se divisaba en parte alguna! ¿Habría caído por el acantilado? ¡Qué pensamiento más horrible!
—¿Tú crees que se habrá caído? —preguntó Tom, y Andy meneó la cabeza.
—No. Debe estar acostumbrado a estas rocas, o no hubiese estado aquí. Tiene que hallarse en alguna parte.
—Bueno, pero ¿dónde? —quiso saber Tom comenzando a exasperarse—. No le hemos pasado… y tú dices que nadie puede atravesar la cascada sin ser arrastrado por la corriente… y tampoco crees que se haya caído por el acantilado. Entonces, ¿dónde está?
—No lo sé —replicó Andy con el ceño fruncido y recorriendo con la vista los alrededores por si descubría algún camino encima de la cascada, pero allí el acantilado era liso y empinado. Nadie hubiera podido pasar por encima de la cascada utilizando ese camino. Se inclinó para mirar debajo del agua, que formaba un arco al salir de las rocas.
—No. Sería demasiado peligroso tratar de pasar por ahí debajo —comentó—. Y de todas formas no parece que haya ningún repecho por el otro lado. ¡Canastos, es un rompecabezas!
Se volvieron para regresar completamente desconcertados. Mientras iban por el camino el ruido de la cascada pareció decrecer de pronto. Los niños miraron hacia atrás.
—El torrente ya no es tan caudaloso —observó Tom—. Ahora sale menos agua, mira.
—Supongo que varía —dijo Andy—. Supongo que algunas veces es una corriente copiosa de agua y otras disminuye y apenas si hay cascada.
—Sí. Apuesto a que después de un fuerte chaparrón la cascada es enorme —asintió Andy—. Y que durante una temporada de verano muy seca apenas saldrá agua. Depende de lo que haya llovido.
—Es curioso…, la cascada casi ha desaparecido ahora —dijo Tom—. ¡Es apenas un chorrito! Me pregunto por qué.
—Vamos —dijo Andy impacientándose—. Las niñas se estarán preguntando si nos ha ocurrido algo.
Doblaron un recodo y volvieron junto a las niñas, que les aguardaban con impaciencia.
—Ni rastro de ese hombre —dijo Tom ante su asombro—. ¡Sencillamente se ha desvanecido en el aire! Es curioso, ¿verdad?
—Sí —dijeron las gemelas, sorprendidas, y quisieron saber todo lo referente a la cascada y cómo era.
—Os lo contaremos durante el viaje de vuelta —replicó Andy—. Se está haciendo tarde y debiéramos regresar. Además tengo apetito. Ya sabéis que sólo hemos tomado un tentempié.
Comenzaron el descenso… y cuando apenas habían avanzado un trecho, oyeron un sonido que volvió a sorprenderles.
—¡Ese silbido otra vez! —exclamó Andy—. ¡Bien, entonces ese hombre anda por ahí! ¿Pero dónde diantres se esconde? ¡Cómo me gustaría saberlo!