El acantilado de los Pájaros
El desayuno fue bien recibido. Había huevos duros, bollos, mantequilla y una lata de melocotón en almíbar. Jill calentó leche abajo en la cabina e hizo cacao, que todos bebieron con gusto.
Ahora el bote se dirigía a la playa y se distinguían claramente los acantilados rocosos. Eran cerca de las ocho. El sol estaba alto y agradecieron su calor.
—¡Caramba… qué cosa más solitaria y desolada! —exclamó Tom observándola mientras corría el bote—. Y mira esas rocas traidoras cerca de la playa, Andy.
—Sí… hay algunas por aquí también, de manera que hemos de vigilar —repuso Andy—. Las peores están marcadas en este mapa. Las conozco todas. Dentro de una hora tendremos que penetrar por una abertura de un arrecife y seguir por una especie de canal entre dos líneas de rocas. Una vez allí todo irá bien. Es como una especie de camino, y mientras nos mantengamos en el centro no pasará nada.
A eso de las nueve los niños vieron ante ellos una zona de mar turbulenta. Las olas se alzaban chocando y su espuma salía despedida por el aire con fuerza.
—¡Cuidado! —exclamó Tom señalando hacia delante—. Ahí deben de haber rocas.
—Sí… precisamente aquí está la abertura de que os hablé —dijo Andy—. Hemos de penetrar por ella en cuanto lleguemos. Creo que está detrás de esa zona de oleaje.
Con habilidad esquivó el lugar donde las olas se tornaban espuma al chocar contra las rocas que apenas sobresalían de la superficie. Luego los niños lanzaron un grito.
—Aquí está la entrada… mirad… esta zona está encalmada.
Andy dirigió el bote por el pequeño pasadizo que era la entrada que atravesaba el arrecife. El bote siguió adelante con las velas henchidas por el viento y llegó a un canal entre dos hileras de rocas. El mar allí estaba muy tranquilo.
—Hay unas rocas horribles a los dos lados —observó Jill—. ¡Pero aquí estamos seguros! ¿Hasta dónde va este extraño canal, Andy?
—Sigue hasta el peñón del Contrabandista —replicó Andy—, pero nosotros nos desviaremos antes de llegar allí, hacia el acantilado de los Pájaros.
—¡El peñón del Contrabandista! ¡Qué nombre más emocionante! —dijo Tom consultando el mapa—. Oh, si… tu padre lo ha señalado… por lo menos supongo que este punto con las iniciales P. C. debe significar peñón del Contrabandista…
—Eso es —replicó Andy—. Todavía nos queda un buen trecho. ¿Verdad que estas aguas son muy solitarias? No hemos visto ni un barco en el mar, ni un ser humano en tierra desde que salimos del pueblo.
—Esta parte de la costa es muy agreste —observó Tom—. Quisiera saber a qué debe su nombre el peñón del Contrabandista, Andy. ¿Es que antiguamente había contrabandistas por aquí?
—No lo sé —fue la respuesta de Andy—. Sólo he visto la roca desde lejos. Es como una pequeña isla formada enteramente por rocas. Allí no crece nada… excepto algas en la parte baja. Tal vez existan cuevas en las que ocultaban cosas los contrabandistas. No sé nada de eso. Ahora no va nadie por allí… ¡y tal vez no hayan ido jamás! Puede que sea sólo un nombre.
—Son las diez y media —dijo Tom al cabo de un rato—. Andy… ¿llegaremos pronto al acantilado de los Pájaros?
—¡Vaya! ¿Tienes apetito otra vez? —le preguntó Andy con una sonrisa.
—Pues… sí —repuso Tom—, pero no pensaba en eso. Pensaba en el tiempo que podríamos estar allí. Tendremos que emplear otras tantas horas en regresar.
—Estaremos un par de horas en el acantilado, y nada más —dijo Andy—. Pero será suficiente. Podrás trepar por las rocas y explorar un poco, comer y tomar algunas fotografías. Luego habrá que regresar.
—¿Esa roca que se ve ahí es la del Contrabandista? —preguntó Jill de pronto señalando hacia el oeste.
Los otros miraron. Una pequeña isla rocosa emergía sobre las aguas a bastante distancia. Casi en el mismo momento Andy hizo virar el bote hacia la izquierda en dirección a la playa.
—Sí… ése es el peñón del Contrabandista —dijo—. ¿Os dais cuenta que el canal en que estamos se dirige hacia allí? Pero ahora he virado porque vamos al acantilado de los Pájaros. ¿Veis los pájaros encima del agua y volando sobre ella?
Al acercarse al acantilado de los Pájaros los niños gritaron asombrados ante la enorme cantidad de pájaros que se veían por todas partes. Las gaviotas chillaban y el sonido de sus voces risueñas, que a Jill le recordaban el maullido de los gatos, resonaban a su alrededor. Las aves descendían y se elevaban sobre el agua, rozaban las olas, o se mecían posadas sobre ellas.
—Ahora, cuando demos la vuelta a ese extremo rocoso, veréis que llegamos a una especie de cala poco profunda y los acantilados que hay detrás son los que os he traído a ver —explicó Andy—. Están cubiertos de pequeños repechos salientes que a los pájaros les encantan para poner sus nidos. Deben haber utilizado este lugar durante cientos de años.
El Andy dobló la punta y penetró en la cala. Los niños contemplaban los acantilados del fondo demasiado atónitos para poder hablar.
¡Allí había miles de pájaros! Cubrían todos los repechos y chillaban desde todas partes. Se lanzaban desde los acantilados al aire y planeaban en la corriente de aire, chillando con toda la potencia de sus voces estridentes y salvajes.
La vista de la vela roja del bote les sobresaltó y unos cien volaron del acantilado, asustando con su vuelo a otros tantos, de manera que el rumor de las alas sonaba como un fuerte vendaval. Tom lanzó un grito.
—¿Qué es eso que cae por el acantilado? ¡Mirad, es como una lluvia de copos blancos que caen rodando!
—¡Huevos! —dijo Andy—. Esos pájaros marinos ponen sus huevos en los repechos salientes de las rocas desnudas, ya sabéis… y tienen poco cuidado con ellos. Cuando vuelan repentinamente, a menudo hacen caer sus preciosos huevos… que van a estrellarse contra las rocas de abajo.
—Qué lástima —comentó Jill—. Ojalá no les hubiésemos asustado. ¡Pero qué espectáculo, Andy! ¡Jamás, jamás en mi vida había visto u oído tantos pájaros juntos!
—Mira, Andy… hay un río que surge de la parte baja del acantilado —dijo Tom—. ¿Es un río? ¡Parece brotar de una cueva! De las profundidades del acantilado.
—Sí, es un río —confirmó Andy dirigiendo el bote hábilmente—. Debe atravesar el acantilado. Y mira… ¿ves esa cascada que hay en el centro del acantilado? Sale de algún agujero que hay allí. Supongo que no ha podido encontrar un camino para escurrirse a través de la roca y por eso se ha visto forzado a salir por ahí en forma de cascada.
—Es un lugar excitante —observó Jill—. Aunque me gustaría que los pájaros no hiciesen tanto ruido. ¡Apenas puedo oír mi propia voz!
—¿Dónde vamos a dejar el bote? —preguntó Mary—. No hay muelle… ni arena donde arrastrarlo. ¿Qué haremos?
—Lo conduciré hasta ese remanso poco profundo que hay debajo de ese saliente del acantilado —dijo Andy—. Y echaré el ancla. Ahí estará bien. Nosotros podemos saltar a las rocas cercanas.
—Comamos primero —propuso Jill.
—Bueno… supongo que ahora sólo será un tentempié —dijo Tom ante la sorpresa de todos—. Estoy deseando explorar el acantilado. Es maravilloso, realmente maravilloso. No quiero perder mucho tiempo comiendo. Tomemos cualquier cosa ahora y al regresar podemos hacer una buena comida.
—De acuerdo —repuso Andy.
De manera que se apresuraron a preparar unos bocadillos con pan, mantequilla y carne en conserva. Luego de comerlos y beber algo, se dedicaron a buscar una roca conveniente para saltar y dejar al Andy tranquilamente anclado.
—Hay una roca debajo del agua —advirtió Jill, que se hallaba a un lado del bote—. Nos pondremos sobre ella y luego podemos pasar con facilidad a esa grande de ahí y desde allí hasta el borde rocoso de la parte baja del acantilado.
Se quitaron los zapatos, atándoselos al cuello. Luego avanzaron por las rocas hacia el pie del acantilado. No lejos de allí el río que surgía de una caverna se unía al mar levantando un remolino de espuma donde su corriente chocaba con las olas del mar. Las aguas bullían con gran estrépito. En conjunto era un lugar ensordecedor, ya que las aves marinas no cesaban jamás de chillar.
—Buscaré el camino más fácil para subir por el acantilado —dijo Andy, que era tan diestro como una cabra para trepar por una montaña o un acantilado—. Seguidme con cuidado. Es una cuesta muy empinada, pero nada difícil para nosotros, que estamos acostumbrados a trepar. Tened cuidado si hay alguna zona resbaladiza. Tú ve detrás, Tom, por si acaso resbalara una de las niñas.
Entre el clamor de los pájaros y el incesante rumor de alas, los niños comenzaron la ascensión. Habían muchos puntos donde poder apoyar las manos y los pies, pero desde luego a sus padres no les hubiese gustado verles subir, poco a poco, cada vez más arriba. Pronto no fueron más que unos puntitos en la torre del acantilado.
Se habían puesto sus zapatos de goma y Tom llevaba su cámara colgada del hombro. No tardaron en llegar al lugar donde se hallaban los nidos, fuera del alcance de las olas durante las tormentas. Los pájaros, asustados, abandonaron sus huevos. No habían nidos. A Jill le apenó ver que los huevos caían al mar.
—Algunos no se caen —dijo—. Sólo van rodando y rodando. Mirad qué forma más rara tienen… son muy puntiagudos por un extremo.
—Los huevos de esta forma no ruedan con facilidad —comentó Andy—. Giran y giran sobre el mismo punto.
Llegaron a un estrecho saliente que parecía casi un sendero que rodeaba el acantilado. Comenzaba casi en la mitad del acantilado. De pronto Jill lanzó un grito.
—¡Andy! ¡He mirado hacia abajo! ¡Y no me gusta nada! Me puedo caer, pues me acomete el vértigo.
—No seas tonta —replicó Andy, a quien no le preocupaban en absoluto las alturas—. Nunca te ha pasado hasta ahora. Sígueme y te llevaré un poco más allá del acantilado, donde hay un espacio más ancho para que puedas descansar ¡Estás cansada!
La pobre Jill siguió a Andy temblando y sin atreverse a volver a mirar el lejano sur. Ni a Tom ni a Mary les preocupaba la altura y pensaron que era muy raro que Jill tuviese miedo.
El repecho era el lugar favorito de los pájaros y los niños tenían que andar con cuidado para no pisar los huevos. Jill se alegró de que el camino se ensanchase un poco para poder descansar. Detrás del lugar donde descansaban había una cueva poco profunda. Los niños entraron en ella arrastrándose y permanecieron allí jadeantes, acalorados por la escalada.
—Saldré a tomar algunas instantáneas —dijo Tom al fin.
Pero cuando iba a hacerlo se detuvo. Había oído un ruido que resultaba muy peculiar en aquel lugar desierto, sólo habitado por los pájaros… ¡alguien silbaba una tonada conocida! ¡Qué extraño!