Capítulo II

Navegando a vela

Los días siguientes fueron maravillosos. Andy les llevó a navegar en su bote que insistía era propiedad de los cuatro… una cuarta parte para cada uno.

—Pues mi cuarta parte será la vela —dijo Jill—. ¡Me gusta tanto! Andy, ¿podemos ir con el resto de las barcas cuando salgan a pescar?

—Oh, sí —repuso Andy, y con ellas fueron la próxima vez que la pequeña flota se hizo a la mar. Andy enseñó a los niños cómo se echaban las redes, y ellos observaron excitados los saltos y movimientos de los peces plateados prisioneros entre las mallas de la gran red.

El muchacho pescador les enseñó también a colocar los cestos para atrapar langostas en los sitios adecuados. ¡Llevaron a su casa pescado, langostas, almejas y gambas para comer durante una semana!

El sol brillaba. Se iban bronceando y trepaban por todas las rocas del acantilado pasándolo en grande. Luego Tom comenzó a impacientarse y quiso efectuar un viaje más largo.

—Vamos a algún sitio interesante —propuso—. ¿No podríamos irnos en el Andy a alguna parte? ¿No conoces ningún lugar emocionante donde llevarnos, Andy?

—Bueno —replicó Andy—. Prometí a vuestra madre que no iríamos nunca más a visitar las islas… por si estallaba alguna tormenta como el año pasado, y naufragábamos. De manera que tendría que ser algún lugar de la costa.

—Piensa algún sitio —le suplicaron las mellizas—. Adonde no vaya nadie.

—Pues… el acantilado de los Pájaros —exclamó Andy de pronto, y los otros le miraron.

—El acantilado de los Pájaros —repitió Jill—. ¡Qué nombre más curioso!

—Es un buen nombre —dijo Andy—. ¡Allí hay miles de pájaros… no sabría deciros cuántos… de todas clases! Gaviotas, cuervos marinos, corvejones y alcas anidan allí por todas partes, encima y debajo del acantilado… por todas partes. Dicen que en esta estación del año no se puede anda por allí sin pisar un nido. Es un verdadero espectáculo.

A los tres niños les gustaban los pájaros y les brillaron los ojos.

—¡Vamos allí! —exclamó Tom—. ¡Qué bonito debe ser! Me llevaré mi cámara fotográfica. El próximo curso habrá un concurso fotográfico en el colegio y puedo presentar algunas fotos de pájaros.

—Sí, vayamos —dijo Jill—. Resulta atrayente. ¡Me extraña que no nos hayas hablado antes del acantilado de los Pájaros!

—Bueno, la última vez que estuvisteis aquí era pleno verano —replicó Andy—. Entonces los pájaros ya habían abandonado sus nidos en el acantilado para volar al mar abierto y no había mucho que ver. Pero en el tiempo de la cría es distinto. Todos están allí.

—Bien, iremos —decidió Tom—. ¿Está muy lejos? ¿Podemos ir y volver en un día?

—Tendremos que hacerlo —observó Jill—. Mamá no nos dejaría pasar la noche fuera de casa. Estoy segura.

—Si salimos bien temprano estaremos de regreso antes de anochecer —dijo Andy—. Está lejos… y además es una parte de la costa muy solitaria. Tendremos que ir con cuidado porque hay muchas rocas por allí. Pero hay un paso entre ellas que mi padre conoce. Haré que me lo explique. He ido dos veces con él.

—¿Cuándo iremos? —preguntó Jill que empezaba a sentirse interesada—. ¿Mañana?

—No. Mañana tengo que salir en el bote con mi padre —replicó Andy—. Pero tal vez pasado mañana. Mañana tendréis que pasaros sin mí. Coged vuestros libros de pájaros y leedlos bien para que conozcáis todos los del acantilado nada más verlos.

De manera que, durante todo el día siguiente, los niños estuvieron revisando sus libros sobre pájaros, estudiando cada ejemplar marino, sus características y aprendiendo sus nombres. Tom sacó su cámara y le puso un carrete de película nuevo. Le dijeron a su madre adonde iban.

—Ciertamente resulta atractivo —les dijo—. Espero que Andy conozca bien esa parte de la costa. Es bastante peligrosa por allí.

—¡Oh, mamá, Andy puede conducir su bote a cualquier parte! —replicó Tom—. De todas formas, ha estado allí dos veces. ¿Verdad que es emocionante ir a un sitio adonde nunca va nadie?

—El acantilado de los Pájaros —intervino Mary—. Los hay a miles, mamá. Ya los verás si Tom saca buenas fotografías. Supongo que treparemos por el acantilado.

—Será mejor que hable con Andy sobre eso —repuso la madre, y lo hizo. Pero Andy le aseguró que no les permitiría hacer nada que no les resultase sencillo.

Dos días más tarde los niños se despertaron con sobresalto al oír el timbre del despertador. Lo habían puesto para que sonara al amanecer… ¡Qué temprano era! Tom fue a la habitación de sus hermanas para asegurarse de que estaban despiertas y que no iban a dormirse otra vez.

—El cielo comienza a iluminarse por el este —dijo—. Daos prisa. Tenemos que estar en el malecón dentro de pocos minutos. Apuesto a que Andy ya está allí.

Su madre apareció en bata y con aire somnoliento.

—He querido veros marchar —les dijo—. Ahora, prometedme que seréis prudentes. Andy, tienes cinturones de seguridad a bordo, ¿verdad?

—¡Oh, mamá, si sabes que nadamos como peces! —exclamó Jill.

—Sí… en aguas tranquilas —replicó su madre—. Pero si cayerais por la borda con mar gruesa os resultaría mucho más difícil. Habéis llevado la comida a bordo, ¿verdad?

—Oh, —respondió Tom, a quien siempre podía confiarse la parte comestible—. Ayer tarde la llevamos a bordo… todo lo que nos diste, mamá. Tenemos de sobra para un día.

—¡A algunas familias les duraría una semana! —replicó su madre—. ¿Estáis ya listos? Llevaos chaquetas de abrigo, porque ya sabéis que todavía no —estamos en verano. Tom, ¿dónde está tu impermeable?

Se fueron en seguida. El cielo estaba ya más claro, y los niños vieron un resplandor dorado por el este. El sol estaba precisamente debajo del horizonte. Corrieron hacia el muelle sintiendo el viento fresco en sus rostros y piernas desnudas.

Naturalmente, Andy ya estaba allí aguardándoles con impaciencia, y les sonrió al ver sus rostros excitados.

—Subid a bordo —les apremió—. Todo está a punto. Desatracaré.

Los niños saltaron a bordo del bote pesquero que tanto amaban. Era espacioso, pero no demasiado grande para que ellos pudieron manejarlo con facilidad. Abajo tenía una cabina pequeña, pero cómoda. Ahora los tres pequeños ayudaban a Andy, que podía confiar en ellos.

El bote se separó del malecón, y la brisa hizo flamear la vela roja. Luego, repentinamente al parecer, el sol asomó por la línea del horizonte y al instante el agua se llenó de surcos brillantes mientras el bote avanzaba mar adentro.

—El sol está saliendo —observó Jill conteniendo el aliento ante aquel hermoso espectáculo—. Él mundo es nuevo otra vez. Mirad el sol… ¡parece que sale del mismo mar!

Pronto los niños ya no pudieron mirar más el sol, tan grande y brillante era. El bote se deslizaba sobre las olas, que parecían hechas de luz doradas y sombras azules. Valía la pena levantarse tan temprano sólo por contemplar la belleza del amanecer.

—Montones de personas no han visto nunca salir el sol —comentó Jill mientras se inclinaba sobre un costado del bote para mirar el reflejo del sol sobre las olas.

—Apenas lo ha visto alguna niña de mi colegio. ¡Lo que se han perdido! Yo creo que debiera existir una ley que obligara a todo el mundo a ver salir el sol, y un campo de campanillas azules, y otro de margaritas, y…

—¡Cuidado con la vela! —gritó Andy cuando la botavara cambió la posición de la gran vela roja. Jill se agachó, olvidando lo que iba a decir. Andy estaba al timón, más bronceado que nunca. Sus cabellos negros se erizaban con el viento y sus ojos brillaban tan azules como el mar.

—Escuchad —comenzó Tom—. ¿No es hora de…?

Todos le interrumpieron.

—¿De… comer algo? —cantaron a una sabiendo de sobra lo que Tom iba a decir.

—No iba a decir eso —exclamó Tom, enojado—. Iba a decir… ¿no deberíamos mantenernos más próximos a la playa? Vamos mar adentro.

—Hemos de hacerlo —replicó Andy sujetando el timón con fuerza, mientras el bote penetraba en una corriente más fuerte—. Hay muchas rocas. No podemos arriesgarnos con este bote. Nos alejaremos un poco, y cuando vea el punto que mi padre me dijo, me acercaré un poco a tierra.

Andy llevaba consigo una rudimentaria carta náutica, y se la alargó a Tom sujetándola, hasta que el muchacho la tuvo en sus manos para que no se la arrebatase el viento.

—Mira eso —le dijo—. Esos puntos son rocas. Mira como está lleno de ellas el mar próximo a la costa. Son rocas traidoras… están justamente debajo de la superficie. Harían un agujero en la quilla del bote en un abrir y cerrar de ojos. Tardaremos más saliendo al mar y luego teniendo que volver, pero es más seguro. Tenemos que ver tres pinos altos sobre un acantilado antes de virar. Están marcados en el mapa.

Todos estudiaron el mapa con interés. ¡Qué lejos estaba el acantilado de los Pájaros! No era de extrañar que Andy quisiera salir temprano.

—¿A qué hora llegaremos allí? —preguntó Mary.

—Con suerte creo que estaremos allí a eso de las once —replicó Andy—. Tal vez antes. Entonces comeremos. ¡Tendremos apetito!

Tom pareció realmente alarmado.

—¡Qué! ¿Tendremos que aguardar hasta entonces? ¡Nos moriremos!

—Oh, primero desayunaremos —observó Andy—. A las siete o siete y media. Tal vez unas galletas nos sentarían bien. ¿Qué decís vosotras, niñas?

Todos lo consideraron una buena idea.

—¡Galletas y chocolate! —exclamó Jill—. Iré a buscarlos.

Desapareció en la cabina para volver con cuatro raciones de galletas y chocolate. Pronto estuvieron todos haciendo trabajar las mandíbulas, Andy siempre al timón. ¡Dijo que aquel día no iba a dejárselo a nadie más porque era muy peligroso!

Ahora el sol estaba mucho más alto en el cielo, y hacia más calor aunque el viento seguía frío. Todos se alegraron de llevar jerseys gruesos, chaquetas e impermeables encima.

—Ahora… es cuando nos acercamos a la costa —dijo Andy de pronto—. ¿Veis esos tres pinos sobre el acantilado?

—Tienes ojos de águila, Andy —le dijo Tom, tratando de advertir los tres pinos en la distante costa. Por fin pudo verlos, pero ninguna de las niñas logró distinguirlos con claridad.

Andy hizo virar ligeramente el bote. La vela flameaba con fuerza. El bote corría ahora incluso más de prisa y los niños sintieron la emoción de la velocidad y el cabeceo del hermoso balandro.

—¡Es hora de desayunar! —anunció Andy—. Lo estamos haciendo muy bien… y nos merecemos un buen desayuno.

—¡Y lo tendremos! —exclamó Tom apresurándose para traerlo.