¡Ah del barco!
Centelleó de pronto el sol en las lentes de unos gemelos de campaña. Estaban enfocando la isla en cuyas rocas había encallado la embarcación de los muchachos. Los gemelos barrieron rocas e isla, y volvieron luego a las rocas otra vez.
La canoa estaba allí, cubierta de algas de extremo a extremo. Concentráronse en ella durante unos momentos. Luego escudriñaron el mar. Pero resultaba imposible distinguir las cinco cabezas entre las flotantes aves.
Los niños se mantuvieron tan cerca de los pájaros que nadaban como les era posible. Jorge no corría el menor peligro, porque «Bufando» y «Soplando» se le habían posado encima y le ocultaban divinamente. Lucy se encontraba cerca de un gran corvejón que la contemplaba con interés, pero no huía de ella. Dolly y Jack se hallaban entre un grupo de frailecillos y Bill, temeroso de que su cabeza, más grande y bastante calva, fuese descubierta, no hacía más que sumergirse y permanecer debajo del agua todo el tiempo que le era posible contener la respiración.
Al cabo de lo que les pareció un siglo, la canoa enemiga dio un viraje y se alejó, con el propósito de dar la vuelta al islote, o así le pareció a Bill por lo menos. El trepidar del motor se fue perdiendo en la lejanía.
Bill y los niños no volvieron al barco hasta que el rumor se hubo apagado por completo. Entonces, cuando se les antojó pasado el peligro, subieron a bordo todos, mojados y hambrientos, pero sin pizca de sueño ya.
—¡Qué resbaladizo está el barco con todas estas algas! —exclamó Jack—. Dolly, tu idea dio muy buenos resultados. No creo que el enemigo soñara ni remotamente que había nadie aquí… y eso que tenían a cinco personas y una embarcación al alcance de los gemelos.
—Sí, fue una idea magnífica, Dolly —asintió Bill—. Y ahora…, ¿desayunamos? ¡Yo estoy medio muerto de hambre!
Se sentaron y abrieron unas cuantas latas. «Kiki» aulló de alegría al ver los trozos de pina dentro de una de ellas. Intentó alzar la cresta, pero como sólo le quedaban dos o tres plumas de ella, su esfuerzo no obtuvo mucho éxito.
A Jack se le ocurrió de pronto una cosa.
—¡Bill! ¿Recuerdo algo… algo relacionado con usted y el aparato de radio de Horacio… o lo soñé? Sí; quizá lo soñara.
—¡Qué has de soñarlo! Encontré el aparato de radio de Horacio… inesperadamente por cierto… y descubrí, con gran alegría, que, además de ser receptor, era transmisor también. Conque esperé poder expedir un mensaje además de recibirlos.
—¡Oh, Bill! Conque ha pedido auxilio por radio… ¡y nos salvarán! —exclamó Lucy con alegría.
—Por desgracia, el aparato no funciona como es debido —le contestó el detective—. No conseguí sacarle ni una mala nota, ni una palabra. Y no tengo medio de saber si mis mensajes fueron radiados o no. Es muy probable que esto último sea lo cierto. Este aparato de Horacio no tiene nada de bueno.
—¡Oh… después de todo resulta que seguramente no ha servido para nada! —murmuró Dolly, chasqueada.
—No para gran cosa —asintió Bill—. A propósito, ¿no ha sentido ninguno de vosotros como si se alzara la cubierta un poco? Tengo idea de que la canoa está empezando a flotar otra vez.
Y no se equivocaba. La marea acabó desalojándola de la repisa y Bill tomó los remos. Bogó hasta alejarse un trecho de la isla y luego le asaltó un pensamiento.
—Escuchad… no es posible que Horacio viniera hasta aquí… y esperara poder regresar… sin llevar gasolina de repuesto. ¿Habéis examinado bien el barco?
—No a conciencia —reconoció Jack—. No es muy grande.
—No lo es, en efecto; pero debiera haber más gasolina a bordo. Jorge, alza ese montón de cuerdas y cosas. Habría sitio debajo de las planchas para almacenar combustible.
Jorge y Jack obedecieron. Levantaron tres tablones que había sueltos, y debajo, muy bien colocada encontraron la gasolina de repuesto de Horacio.
—¡Troncho! —exclamó Jack—. ¡Qué hallazgo! Ahora estamos salvados. Llegaremos a la costa inglesa o escocesa en menos de nada. ¡Vaya por Horacio!
Entregaron una lata a Bill, que la vació dentro del depósito del motor. Le dieron otra, que siguió el mismo camino. ¡Hurra! ¡Ahora sí que podrían hacer progresos!
El motor arrancó de nuevo y la pequeña embarcación surcó las olas a gran velocidad esta vez. ¡No más remos! Bill puso proa al sudeste.
—¡Escuchad! ¡Anda un aeroplano por ahí! —exclamó Lucy de pronto—. ¡Lo estoy oyendo!
Todos alzaron la mirada hacia el firmamento. No tardaron en ver al aeroplano que procedía del nordeste. Volaba muy bajo.
—Parece estar intentando descubrirnos —observó Bill, con inquietud.
—En tal caso, pertenece al enemigo —dijo Jack.
Todos observaron con atención al aparato. Pareció verles de pronto y viró en dirección suya. Descendió aún más, describió un círculo por encima de ellos y luego se alejó a toda prisa.
—¡Maldición! —exclamó Bill—. Buena nos espera. Mandarán su canoa más potente… o quizás uno de los hidroaviones que parecen utilizar… y nos darán caza.
—Tenemos gasolina en abundancia por lo menos —observó Jack—, conque podemos recorrer aprisa muchas millas. Antes de mucho rato, estaremos muy lejos de aquí.
La canoa continuó avanzando, imprimiéndole Bill toda la velocidad de que era capaz. Cuando calculó que la gasolina debía estarse agotando, le dijo a Jack:
—Saca las otras latas, Jack. Echaré otras cuantas antes de que se vacíe.
Pero ¡qué golpe más terrible para los niños! ¡Todas las demás latas estaban vacías! Bill las contempló, consternado.
—¡Santo Dios! ¡Alguien le ha timado a Horacio de verdad! Probablemente daría orden de que le llenasen todas las latas… y alguien se las cobró todas y no le llenó más que la mitad. ¡Qué cochinada!
—La clase de cochinada —dijo Jorge— que sólo a una persona como Horacio suele poderse hacer. Estamos en alta mar ahora, Bill, a muchas millas de distancia de toda isla. ¿Qué haremos si se nos agota el combustible antes de que hayamos llegado a ninguna parte?
Bill se enjugó la frente.
—Esto no me gusta ni pizca —repuso—. No queda gran cosa en el depósito ya. Una vez se termine, no podremos ir muy lejos bogando, y estaremos a merced de cualquier lancha rápida que manden en busca nuestra. Quizás uno de los proyectiles disparados diera al depósito de refilón y se salga un poco.
Nadie dijo una palabra.
«¡Ay, Señor! —pensó Lucy—. Cuando empezábamos a creer que todo iba bien, ha vuelto a ponerse mal la cosa otra vez».
Al cabo de un rato el motor empezó a fallar y acabó parándose del todo.
—Se acabó la gasolina —dijo Jack, sombrío.
—Llamad al médico —dijo «Kiki».
—Ojalá pudiésemos —respondió Jorge.
—¡Arrr! —dijo «Soplando», desde la borda.
Los dos frailecillos seguían acompañándoles. Lucy alimentaba la esperanza de que volverían a casa con ellos.
—Sí que es desagradable en verdad —dijo Bill—. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Nos hemos quedado con la miel en los labios.
Reinó el silencio, interrumpido tan sólo por el chapaleteo del agua al dar contra los costados de la embarcación. Las ratas de Jorge, sorprendidas por el silencio, salieron de sus diversos escondites en las ropas del muchacho y olfatearon el aire. Bill no las había visto desde que le capturaron en la isla de los Frailecillos, las contempló con sorpresa.
—¡Caramba, cómo han crecido! —exclamó—. Vaya, vaya, pues quién sabe, ¡a lo mejor tenemos que acabar comiéndonoslas!
Lo dijo en broma; pero Lucy y Dolly lo tomaron en serio y soltaron unos grititos de horror.
—¡Bill! ¡Cómo puede decir una cosa así! ¡Comer una rata! ¡Preferiría morirme! —dijo Dolly.
—¿Remamos aunque no sea más que para distraernos? —inquirió Jack—. O, ¿comemos? O…, ¿qué si no?, ¿qué hacemos, muchachos?
—¡Oh, comamos! —respondió Jorge. Luego se le ocurrió una idea—. Oiga, Bill, ¿no debiéramos empezar a racionar las provisiones? Quiero decir…, ¿cree usted que tendremos que pasar días y más días estancados en este mar tan solitario?
—No —repuso el detective, que aunque no lo dijese, estaba convencido de que antes de que transcurriera el día se hallarían en la isla otra vez, en poder del enemigo, ahora que les había descubierto el avión—. No; no tenemos necesidad de pensar en cosas de esa índole de momento. No obstante… no hubiese puesto rumbo a alta mar como hice de haber sospechado que íbamos a quedarnos sin gasolina. Hubiera permanecido durante el tiempo preciso cerca de las islas.
Fue un día aburrido y de ansiedad. Los cuatro niños estaban muy cansados aún, pero se negaban a intentar dormir. No apareció ninguna canoa en persecución suya. Empezó a hundirse el sol por el oeste y pareció como si el grupo fuese a pasarse la noche en el mar.
—Bueno, gracias a Dios que no hace frío, por lo menos —dijo Dolly—. Hasta el aire es cálido esta noche. ¡Qué lejos parecemos estar de casa… del colegio… y de todas las cosas normales que conocemos! ¿Verdad?
Lucy contempló el vasto mar abierto, verdoso cerca del barco, pero de un azul profundo más allá.
—Sí —repuso—, estamos muy lejos de todo… perdidos en el Mar de la Aventura.
El sol descendió aún más. Luego, en el aire vespertino, sonó el ruido conocido: el palpitar de un potente motor.
Todos se irguieron en su asiento. ¿Lancha motora? ¿Aeroplano? ¿Qué será?
—¡Ahí está! —gritó Jack, haciéndoles dar un brinco a todos—. ¡Mirad allá! ¡Troncho, qué enorme! Es un hidroavión.
—Debe ser el que vimos en la laguna el otro día —dijo Dolly—. Lo han mandado en persecución nuestra. ¡Oh, Bill! ¿Qué podemos hacer?
—Tumbaros todos —ordenó Bill, sin vacilar—. Tenéis que recordar que, si se trata del enemigo, éste no tiene idea de que hay niños conmigo. Probablemente creerán que hay tres o cuatro hombres a bordo… y quizá disparen como la otra vez. Por lo tanto tumbaros y no os mováis. No asoméis la cabeza para nada.
A Lucy le empezaron a temblar, como de costumbre, las rodillas. Se tumbó cuan larga era inmediatamente, dándole gracias a Dios de que no se le hubiese ocurrido a Bill decirle a los muchachos que las protegieran con sus cuerpos como la primera vez. Bill le colocó el brazo encima.
—No te preocupes, Lucy —le dijo—. No os pasará nada. No harán ningún daño a unos niños.
Pero Lucy no quería que le hiciesen daño a Bill tampoco, y mucho se temía que se lo harían. Con el pálido semblante pegado a las mantas, se estuvo tan quietecita como un ratón.
El trepidar del aparato se oyó más cerca. Describió un círculo por encima de ellos. Luego se paró el motor y el avión amaró a corta distancia. Las olas que alzó al posarse sobre las aguas llegaron hasta la canoa, imprimiéndole un movimiento de vaivén.
Nadie se atrevió a asomar la cabeza para contemplar el aparato. Bill temió ser alcanzado por una bala si lo hacía.
Una voz enorme tronó, de pronto, sobre el mar; una voz de gigante:
—«¡Ah del barco! ¡Formad sobre cubierta!»
—No os mováis —ordenó Bill con urgencia—. No os mováis. No tengas miedo, Lucy. Están haciendo uso de un megáfono, por eso suena tan alta la voz.
La voz gigante volvió a sonar:
—«Os tenemos encañonados. Al menor movimiento sospechoso, volaremos la canoa. ¡Formad sobre cubierta!»