Capítulo XXVIII

Una noche de charla

Los niños se incorporaron todos inmediatamente, y las muchachas estiraron brazos y piernas con alivio.

—Cuidado que pesas. Jorge —gruñó Dolly—. ¡Oh, Bill, qué mala suerte quedarnos sin gasolina cuando debemos andar ya tan cerca de la costa!

Jack alargó la mano hacia «Kiki», pasándosela por el cuerpo, por las patas y por el pico con ansiedad. ¿Dónde estaría herido?

«Kiki» se pegó contra él, murmurando palabritas raras y sin sentido.

—No te han hecho nada, pájaro bobo —exclamó el niño con alivio—. Armaste la mar de jaleo sin motivo. Me avergüenzo de ti.

—Pobre «Kiki», pobre «Kiki», llamad al médico —murmuró el loro.

Y se metió la cabeza debajo del ala.

—Que yo vea, no ha sufrido daño alguno —les dijo Jack a los otros—; pero debió llevarse un susto enorme. Quizá le pasara rozando alguna bala.

—¡Oh, olvídate de «Kiki» un instante y hablemos de nosotros! —dijo Dolly—. Bill, ¿qué hemos de hacer?

Bill había estado sumido en meditación. ¿Qué era lo mejor que podía hacer? No era broma tener a su cargo a cuatro niños con tan peligrosos enemigos en la vecindad. ¿Sería mejor dirigirse a aquella isla de la laguna, dondequiera que se encontrase? Debía hallarse a una distancia asequible a remo, por lo menos. O…, ¿sería mejor bogar mucho más allá?

—Nos dirigiremos a vuestra isla de la laguna —dijo por fin—. Yo creo que es lo mejor.

—No puede estar muy lejos —observó Jack, esforzando la vista en la oscuridad—. Me parece distinguir una mole negra por allá. ¿La ves tú, Jorge?

—Sí. ¡Mire hacia allá, Bill! ¿La ve usted?

—No veo nada en absoluto —contestó el detective—. Pero os creo a pie juntillas. Tenéis una vista muy aguda y un oído muy fino. ¿Dónde están los remos?

Los encontraron en seguida, y las niñas, sentadas muy juntas para darse mutuamente calor, oyeron el rumor de los palos al introducirse en el agua.

—Sí…, se trata de tierra, en efecto —dijo Bill al cabo de un rato con satisfacción—. Pronto llegaremos. Dios quiera que no haya escollos en los que podamos encallar.

—¡Oh, no! —repuso Jack—. No corremos ningún peligro. No hay ningún peñasco ni escollo cerca de la isla de la laguna. Por lo menos por la parte a la que debemos estarnos aproximando ahora.

Pero apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se oyó un chirrido terrible, y la embarcación se estremeció de proa a popa. Todos se llevaron una enorme sacudida. ¿Qué estaba sucediendo?

—¡Varados en las rocas! —exclamó Bill, sombrío—. Y ¡mucho me temo que no lograremos desencallar! ¡Esta canoa parece decidida a quedarse aquí!

No había manera de moverla, en efecto. Jack encendió la lámpara de bolsillo e intentó descubrir lo que había sucedido. ¡Bien claro estaba!

—Hay rocas todo alrededor —dijo con melancolía—. No nos hemos acercado a la isla por la parte que creíamos. Dios sabe dónde nos encontramos.

—Veamos si se nos ha hecho una vía de agua —dijo Bill, tomando la lámpara de Jack. Examinó la embarcación a conciencia y exhaló un suspiro de alivio—. No. Parece como si no corriéramos peligro alguno por ese lado hasta ahora. Debe haberse montado sobre una repisa de roca que casi se hallaba a flor de agua. Es inútil intentar hacer nada de momento. Tendremos que aguardar a que amanezca para ver si logramos desalojarla. Si nos ponemos a trabajar ahora y logramos desencallarla, iremos a dar contra otra roca en la oscuridad.

—Bueno, pues abriguémonos con las mantas, comamos algo y hablemos luego —dijo Lucy—. Sería incapaz de dormirme.

—Ninguno de nosotros conseguiría hacerlo esta noche —aseguró Jack—. En mi vida me he sentido más despabilado. Voy a empezar a ponerme ropa. No he tenido tiempo de vestirme todavía. Pero ¡lo que me alegraré de poder envolverme en mantas!

—Yo estoy bastante calado también —dijo Bill—. Me parece que me envolveré yo en unas mantas como vosotros.

—Hay ropa de Horacio en ese armario —dijo Dolly—, en el que está detrás de usted. Creíamos haberle dado toda la que había, pero ayer encontré más allí. No le irá a usted bien, Bill, pero por lo menos le abrigará.

—¡Magnífico! —exclamó Bill, abriendo el armario—. Me la pondré ahora si doy con ella en la oscuridad. Vosotros sacad provisiones si las hay. ¡Lástima que no podamos hervir agua y tomarnos algo caliente!

A los pocos momentos, tanto Bill como los niños estaban ya vestidos con ropa seca. Se sentaron los cinco muy juntos para estar calientes y comieron galletas y chocolate con apetito.

—Bueno, ¿y si nos contáramos ahora lo que nos ha ocurrido desde que me marché tan apresuradamente de la Isla de los Frailecillos? —inquirió Bill.

—Cuente usted su historia primero —dijo Lucy, apretándose contra él—. ¡Oh, Bill, qué bueno es tenerle a nuestro lado otra vez! ¡Me asusté tanto cuando descubrimos que había desaparecido y que el motor de la canoa y el aparato de radio estaban destrozados!

—Sí; me dijeron que habían hecho eso —asintió Bill—. Aparentemente, no tenían la menor idea de que estuvieseis vosotros en la isla… con que yo, naturalmente, no dije una palabra. Bueno, para abreviar: cuando andaba yo sintonizando el aparato de radio aquella noche, intentando expedir un mensaje y no lográndolo por desgracia…, es cuando me aprisionaron y…

—¡Oh, Bill! —exclamó Lucy—. ¡Así, no nos salvarán! ¡Oh! ¡Habíamos confiado que habría podido usted mandar un mensaje pidiendo auxilio o algo!

—Mis jefes sabían que había descubierto algo por aquí, pero esto es todo. Sea como fuere, estaba dándole a los mandos del aparato como digo, cuando recibí de pronto un golpe en la cabeza que me derribó. Me quedé sin conocimiento y no supe nada más hasta que lo recobré en otra isla…, prisionero en una cabaña.

—El enemigo no le hizo daño, ¿verdad? —preguntó con ansiedad Lucy.

Bill no respondió a eso y continuó con su relato.

—Me interrogaron, claro, y no consiguieron arrancarme una palabra. Lo curioso del caso es que hemos ido a tropezamos aquí precisamente con los mismos hombres de quienes andaba ocultándome. Aquí era donde estaban desplegando sus actividades. Yo había creído que lo estaban haciendo en Gales…, cosa que me hicieron suponer gracias a una serie de pistas falsas.

—¡A, Bill! ¡Y pensar que este desierto mar, con todos sus islotes, ha sido el sitio que escogieron ellos y que nosotros escogimos también! —exclamó Jack—. Debieron creer que había descubierto usted su escondite y venido aquí a cazarles.

—Eso fue lo que creyeron, en efecto —respondió el detective—. Es más, supusieron que uno u otro de sus propios hombres les había delatado, y querían que yo les dijese quién era el traidor. Supongo que por eso me encerraron en lugar de liquidarme de una vez.

—Una vez, dos veces, tres… —dijo «Kiki», sacando la cabeza de debajo del ala.

Pero nadie le hizo el menor caso. Resultaba demasiado interesante el relato de Bill.

—Querían averiguar cuánto sabía yo y quién me lo había dicho —prosiguió éste—. Bueno, yo no sabía gran cosa en realidad y lo poco que sabía no me lo había dicho nadie, conque no lograron sacarme gran cosa… y eso les hizo muy poca gracia.

—Así, pues, ¿usted no sabía gran cosa en realidad?

—Sabía que esta cuadrilla estaba haciendo algo ilegal…, sabía que estaban sacando mucho dinero de alguna parte… y deduje que se trataría de algo relacionado con armas. Intenté desbaratar sus planes varias veces, y se dieron cuenta de que me hallaba sobre su pista. Les había estropeado un negocio en cierta ocasión…, por lo que no gozaba de mucha popularidad entre ellos.

—¡Y decidieron seguirle la pista a usted y matarle! —exclamó Jack—. Así que le dijeron que desapareciese y, ¡qué ironía!, vino usted aquí a desaparecer.

—Metiéndome en la boca del lobo —asintió Bill—, y arrastrándoos a vosotros conmigo. ¿Cómo diablos os las arregláis para servir siempre de imán a las aventuras? En cuanto me acerco a vosotros, surge una aventura y nos vemos todos envueltos en ella.

—Sí que resulta muy singular —dijo Jack—. Pero prosiga, Bill.

—Bueno; pues de pronto mis guardianes trajeron a Horacio Tipperlong a mi cabaña. Parecían creer que se trataba de un amigo mío, de un compañero que había venido a las islas a ayudarme a investigar. Él estaba tan desconcertado como yo. Por mi parte, yo no sabía a qué atenerme respecto a él. Pero cuando nos quedamos solos empezó a hablarme de vosotros y adiviné lo ocurrido. Según su relato, os portasteis como verdaderos demonios con el pobrecillo.

—Es cierto —repuso Jack con remordimiento, recordando de qué manera trataron al desconcertado y enfurecido Horacio—. Es que creímos, de veras, que se trataba de uno del enemigo, disfrazado de ornitólogo, enviado para capturarnos y obligarnos a subir a su embarcación, conque…

—Nos anticipamos y le capturamos nosotros a él y le metimos en un agujero que habíamos descubierto y no le dejamos salir —dijo Dolly.

—Y le disteis un estacazo en la cabeza cada vez que intentó asomarla, según parece —dijo Bill—. Nunca os hubiese creído tan feroces. Dice que hasta las niñas le sacudieron por turnos.

—¡Vaya! ¡Si será embustero! —exclamaron todos, estupefactos ante semejantes mentiras—. Bill…, ¡no llegamos a pegarle ni una sola vez!

—No me hubiera sorprendido que los niños le dieran un par de golpes si creían que era uno del enemigo enviado a capturarles —dijo Bill—, pero no podía imaginarme que las niñas le pegasen. Dijo que Lucy había sido la peor.

—¡Oh! ¡Y yo fui la única que dijo que me sería completamente imposible tocarle! —exclamó Lucy, escandalizada de verdad ante tan malvadas afirmaciones.

—Sea como fuere, le hicisteis pasar un rato terrible al parecer, y luego os largasteis con su canoa, dejándole para que le capturase el enemigo —prosiguió Bill—. No pude menos de reírme cuando le oí contar todo eso. Tenéis un valor admirable, muchachos.

”El enemigo se lo llevó en su barco, y no quiso creer una palabra cuando le contó que le habíais hecho vosotros prisionero. Creyeron que se trataba de un colaborador mío. Claro está que yo fingí no creer tampoco que hubiese niños en la isla, porque no quería que os capturaran a vosotros también. Pero sí que me pregunté qué estaríais haciendo cuando supe que os habíais llevado la canoa. Horacio dijo que ya no estaba en el puertecito cuando le obligaron a subir a bordo de la lancha enemiga.

—¡No me gusta Horacio! —anunció Lucy—. ¡Ojalá le haga pasar un mal rato al enemigo! Es tonto, es embustero y es un cobarde.

—Y si no hubiera gritado cuando lo hizo esta noche, al abrir yo la escotilla para ponerle a usted en libertad, hubiésemos podido capturar esa canoa grande y llegar con ella a las costas de Inglaterra —dijo Jack, sombrío—. ¡Qué imbécil! ¡Mira que gritar de esa manera!

—Sí, fue una verdadera lástima —asintió Bill—. Ahora, cantadme vosotros vuestra historia.

Los niños se la contaron, y Bill les escuchó con interés y asombro. Cuando llegaron a lo de la laguna y lo que en ella había escondido, contuvo el aliento, estupefacto, sorprendido, admirado.

—¡Conque allí era donde guardaban las armas! ¡Las dejaban caer en paracaídas al lago, con la intención de sacarlas cuando llegara el momento y llevárselas en hidroplano! ¡Contrabando de armas en gran escala!

—Nos llevamos una sorpresa grande al ver lo que estaban haciendo —observó Jack.

—No era para menos —contestó Bill—. ¡Si apenas puede creerse! ¡Y pensar que tropezasteis vosotros con la clave del misterio! ¡Caramba! ¡Si pudiese hacer llegar un mensaje a mis jefes, los pillaríamos a todos con las manos en la masa!

—Ha sido la mar de emocionante —dijo Jorge—. Hemos tenido algunos sustos, se lo aseguro, Bill.

—Sois unos buenos chicos…, buenos chicos y muy valientes. Estoy orgulloso de vosotros. Pero hay una cosa que no comprendo. ¿Por qué no huisteis a lugar seguro después de apoderaros de la embarcación de Horacio? ¿Por qué os quedasteis rondando y husmeando por aquí?

—Es que… —dijo Jack—, teníamos que escoger entre escaparnos y… procurar encontrarle a usted. Y decidimos hacer lo segundo…, ver si dábamos con su paradero. Hasta Lucy votó a favor de eso.

Hubo unos instantes de silencio. Luego Bill rodeó con sus brazos a los cuatro y les dio un apretón que dejó a Lucy sin aliento.

—No sé qué decir —anunció Bill, con una voz muy rara—. No sois más que unos niños, —pero formáis el grupo de amigos mejor y más hermoso que pudiera hombre alguno encontrar. Conocéis el significado de la lealtad ya, y, aun cuando sentís miedo, no os dais por vencidos jamás. Estoy orgulloso de teneros por amigos.

—¡Oh, Bill! —exclamó Lucy, enormemente emocionada al oír semejantes palabras en la boca de su héroe—. Sí que es usted agradable. Y es nuestro mejorísimo amigo y siempre lo será.

—Siempre —aseguró Dolly.

Los niños nada dijeron, aunque experimentaron un calor singular y una emoción profunda en sus adentros. Amistad…, lealtad…, firmeza ante el peligro…, ellos y Bill conocían estas cosas y las apreciaban en toda su hermosura y su valor. Se sentían muy cerca de Bill, en verdad.

—¡Mirad! —dijo Lucy, de pronto—. ¡El amanecer! Allá, por Oriente. ¡Oh, Bill! ¿Qué irá a suceder hoy?