La huida
—¡Sshh…! —dijo Jack con ferocidad, señalando por encima del hombro en dirección al que montaba guardia. Pero era demasiado tarde ya. El hombre se despertó bruscamente al percibir entre sueños el grito. Se incorporó parpadeando. Y luego, al ver la luz que salía por la escotilla, se levantó de un salto.
Bill tuvo la sensatez de apagar la luz. Todo se hallaba ahora a oscuras. Empezó a salir por la escotilla, mientras el vigilante se ponía a chillar.
—¿Qué es todo esto? ¡Eh! ¿Qué hacen? ¿Quién anda ahí?
Jorge se abalanzó sobre él e intentó tirarle al agua, pero el hombre era fuerte y se puso a forcejear. A fin de cuentas, fue el pobre Jorge quien cayó al agua con ruidoso chapuzón. Bill llegó o cubierta en aquel instante y guiado por el ruido que hacía el guardián al jadear, le dirigió un fuerte golpe con el puño derecho. El sorprendido vigilante sintió el brusco golpe y se tambaleó. El detective adelantó el pie y le echó la zancadilla, haciéndole desplomarse sobre cubierta. Se le echó encima a continuación y Jack acudió en su ayuda.
—¿Quién ha sido el que ha caído al agua? —jadeó el detective.
—Jorge —respondió Jack, sentándose encima de las piernas del guardián—. No se preocupe por él. Puede acercarse a nado a la otra canoa.
—Hay que meter a este individuo en la cámara. ¿Dónde está ese otro hombre… Tipperlong? El muy imbécil lo echó todo a perder.
Horacio se había colocado bien fuera del paso, preguntándose qué estaría sucediendo. Oía jadeos, gruñidos y lucha, y estaba asustado.
El guardián soltó de pronto otro grito y rodó por la escala al interior del camarote. Bill bajó rápidamente la escotilla y echó el cerrojo.
—Ése queda a buen recaudo de momento —anunció al hacerlo—. Ahora, ¡pongamos la embarcación en movimiento a toda prisa! ¡Nos largaremos antes de que el enemigo se dé cuenta de lo que está sucediendo!
—¡Eso era lo que yo había proyectado que hiciéramos! —jadeó el niño, emocionado al ver que iban a convertirse en realidad sus esperanzas—. ¿Cómo se pone en marcha el motor? ¡Maldita oscuridad ésta! No llevo la lámpara de bolsillo.
El guardián estaba armando un jaleo imponente, gritando con toda la fuerza de sus pulmones y golpeando con furia los mamparos. Bill se dirigió al timón en la oscuridad. Y entonces empezaron a sucederse con rapidez los acontecimientos. Se encendieron luces en tierra. Se oyeron voces que gritaban. Se percibió el rumor de apresurados pasos.
—No tendremos tiempo de lanzar amarras y arrancar antes de que se nos echen encima —exclamó Bill—. ¿Dijiste que teníais otra embarcación aquí, Jack? ¿Dónde está? ¿Y qué hay de Jorge? ¡Pronto, contéstame!
—Sí…, hay otra embarcación cerca de la extremidad del desembarcadero, por allí… Están las niñas a bordo… y probablemente estará Jorge con ellas ya —repuso el niño, hablando atropelladamente en su excitación—. ¡Más vale que huyamos a nado!
—¡Al agua, pues! —ordenó Bill—. Tipperlong, ¿dónde está usted? Más vale que nos acompañe.
—No s-s-s-sé nadar —tartamudeó el otro.
—Tírese al agua y ya le ayudaré yo —dijo el detective.
Pero la mera idea de tirarse al agua fría en plena noche con enemigos a su alrededor, acoquinó por completo a Horacio. Se acurrucó en un rincón y se negó resueltamente a moverse.
—Bueno, pues quédese entonces —le dijo Bill con desdén—. Yo tendré que irme con estos niños… ¡No puedo abandonarlos ahora!
Saltó con Jack por la borda. Horacio oyó los chapuzones y se estremeció. Nada hubiera sido capaz de inducirle a hacer otro tanto. Tembló en su rincón, aguardando a que el enemigo bajara por el desembarcadero.
Los hombres llegaron con lámparas encendidas y preguntaron a gritos al que montara guardia una explicación de todo aquel jaleo. Subieron a bordo de la canoa y encontraron inmediatamente a Horacio tiritando en el rincón. Le sacaron de allí a rastras.
El guardián seguía descargando golpes en el camarote, poniéndose ronco de tanto chillar de rabia. Los enemigos, no muy seguros de lo ocurrido, interrogaron al pobre Horacio.
Bill y Jack, que nadaban velozmente en las tinieblas, oyeron las voces excitadas y pidieron al cielo que no les delatara el ornitólogo. El guardián no tardaría en decirles todo cuanto deseaban saber, pero quizá los pocos minutos de delantera que llevaban les bastaran.
Jorge se hallaba ya a bordo del barco, tranquilizando a las asustadas niñas. Cuando oyó los chapuzones al saltar al agua Bill y Jack, aguzó la mirada para ver si los distinguía. Al percibir el ruido de los brazos de los nadadores bajó la lámpara de bolsillo hasta casi tocar el mar y la encendió un par de veces para que les sirviera de guía.
Los otros vieron los destellos de luz y nadaron hacia allá con alivio. Jack había temido no dar con la canoa en su excitación. No tardaron en subir a bordo, y Lucy y Dolly asieron los mojados y velludos brazos de Bill, tan fuertes y tranquilizadores.
—Vamos…, hemos de ponernos en marcha sin perder instante —dijo Bill, dando una palmadita cariñosa a cada niña—. ¡Caramba! ¡Qué jaleo hay en esa lancha! Ya han puesto en libertad al guardián. Vamos, antes de que sepan dónde estamos.
—Nos delatará el motor en cuando lo pongamos en marcha —dijo Jack—. Tenemos remos. ¿Bogamos?
—No —respondió Bill—. Hemos de alejarnos de aquí lo más aprisa posible. Nos perseguirán, y es preciso que les pillemos una buena delantera. Niñas, tumbaos boca abajo. Y vosotros, niños, echaos encima de ellas. ¡Empezarán a disparar contra mí de un instante a otro!
Puso en marcha el motor. Lucy y Dolly se tiraron sobre cubierta. Los niños se echaron encima, casi dejándolas sin aliento. Como incómodos, no podían haberlo estado más, de ningún otro modo.
Cosa rara, ninguno de los niños experimentaba el menor temor. Todos sentían una excitación enorme y Lucy, incluso, se hubiese puesto a gritar y bailar. Era duro tener que permanecer tirado sobre cubierta debajo de Jack cuyo peso apenas le permitía respirar.
En cuanto arrancó el motor de la canoa reinó un silencio de asombro a bordo de la otra embarcación. Era evidente que al guardián no se le había ocurrido que pudiera haber otro barco cerca, ni a sus amigos tampoco. Habían creído que Bill y sus salvadores se hallaban nadando todavía por la vecindad y aún no tenían los recién llegados idea de lo sucedido.
Pero al sonar el motor de la canoa de Bill, o, mejor dicho, de Horacio, en la oscuridad, el enemigo comprendió que debía impedir a toda costa que se escapara.
¡Crac! Alguien disparó un revólver y el proyectil cruzó en dirección a la canoa.
¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! Bill se agazapó todo lo que pudo sobre el timón, al oír silbar una bala demasiado cerca para su gusto.
—¡No os levantéis, muchachos! —les ordenó con ansiedad—. Pronto estaremos fuera de su alcance.
¡Crac! Otro proyectil pasó por encima de ellos y dio en el agua al otro lado. Bill dijo varias cosas entre dientes y lamentó que no pudiera ir más aprisa la embarcación.
¡Crac! ¡Crac!
«Kiki», que estaba posado encima de Jack, intrigado por todo aquel ruido y excitación, lanzó un gran aullido.
—¡Oh! ¡Le han dado a «Kiki»! —exclamó Jack.
Y se incorporó, lleno de ansiedad, buscando a tientas a su querido loro.
«Kiki» no dijo una palabra, sino que continuó gritando, como si experimentara un dolor terrible. Jack estaba fuera de sí de congoja.
—¡Tiéndete, idiota! —rugió Bill, presintiendo que el niño no estaba ya tumbado—. ¿Has oído lo que te he dicho?
—¿Es que «Kiki»…? —empezó el niño.
Un furioso rugido de Bill le interrumpió:
—¡A «Kiki» no le pasa nada! ¡No podría dar semejantes gritos si estuviese herido! ¡Haz lo que te mando y túmbate otra vez!
Jack obedeció. Volvió a echarse, escuchando con ansiedad los gritos del loro. Los otros, convencidos también de que había sido alcanzado el pájaro, experimentaron no menos ansiedad que su compañero.
Lucy se preguntó qué habría sido de «Soplando» y «Bufando». No les había oído decir «arrr» desde hacía mucho rato. ¡A lo mejor les habría alcanzado alguna bala también! ¡Ay, Señor! ¿Cuándo estarían fuera del alcance del enemigo y en lugar seguro?
Cesaron los disparos, pero se oyó otro ruido que sonó débilmente por encima del que hacía su propio motor. Los agudos oídos de Bill lo percibieron.
—¡Nos persiguen! —dijo—. ¡Han puesto en marcha su canoa! ¡Gracias a Dios que la noche es oscura! Tendremos que seguir adelante hasta que se nos agote la gasolina, y esperar a que la suerte nos proteja.
La lancha que les perseguía encendió un potente reflector y barrió con su luz el mar.
—Estamos justamente fuera de su alcance —anunció Bill con alivio—. Este barquichuelo corre más de lo que yo esperaba. ¡«Kiki», deja de aullar! ¡No te han hecho nada!
—Bill, quizá tengamos gasolina suficiente para llegar a la isla de la que vinimos y que está al Este —dijo Jack de pronto—. Los hombres esos creerán probablemente que intentaremos alejarnos lo más posible de aquí y si hiciéramos eso es seguro que nos alcanzarían. Su barco es más potente que el nuestro y en cuanto estemos al alcance de sus reflectores nos verán. Viremos hacia la izquierda.
—¿De qué isla vinisteis? —preguntó Bill—. ¿Y qué os ha estado sucediendo a todos desde que fui lo bastante imbécil para dejarme capturar? ¡He estado enloquecido de ansiedad pensando en vosotros!
—También nosotros estábamos la mar de preocupados por usted —contestó Jack—. Vire a babor, Bill. Nos dirigiremos a la Isla de la Laguna, con la esperanza de que esos hombres no adivinen que estamos allí.
El barco puso proa a la otra isla, surcando el oscuro mar. Muy atrás de ellos el reflector seguía barriendo las aguas; pero era evidente que marchaba ahora en otra dirección. Unos minutos más y se encontrarían fuera del alcance de la vista y del oído de sus perseguidores.
—¡Arrr! —dijo una voz gutural detrás de Bill.
Éste dio un brinco de sorpresa. Luego se echó a reír.
—¡Caramba! ¿Aún tenéis a «Soplando» y «Bufando»? No empieces a chillar otra vez, «Kiki». Estoy seguro de que no tienes nada.
—¿Puedo incorporarme ahora y ver a tientas si está herido «Kiki»? —suplicó Jack, con ansiedad—. Ya no disparan.
Pero antes de que Bill pudiera responder, el motor empezó a hacer una serie de ruidos raros, a fallar y a renquear y, por último, con un sonido que parecía un suspiro de alivio, se paró del todo.
—Se acabó la gasolina —anunció Bill, con amargura—. ¡Tenía que ocurrirnos una cosa así, claro! Ahora no tendremos más remedio que remar y, ¡no tardará el enemigo en alcanzarnos!