Camino de la isla enemiga
El barquillo avanzó en la oscuridad. Jorge iba al timón. Escogió una estrella grande como guía, y mantuvo sobre la ruta a la embarcación.
Al cabo de un rato, Jack le tocó el brazo.
—¿Ves esa luz? Debe partir de la isla del enemigo. No es la luz brillante de hacer señales que vimos la vez anterior, pero no cabe duda de que procede de la isla.
—Pondré proa a ella. Tú te encargarás de que «Kiki» no suelte uno de sus gritos o carcajadas, ¿verdad, Jack? Se oiría claramente el ruido en tierra. Los sonidos viajan lejos en el agua. Tendré que cortar el motor dentro de poco, de lo contrario lo oirán.
—«Kiki» no hará el menor ruido —aseguró el niño.
—¡Chitón! —exclamó inmediatamente el loro.
—Justo. Buen chico. ¡Chitón! —asintió Jack.
Jorge cortó el motor y la canoa empezó a perder velocidad hasta quedarse parada. Jack miró con los gemelos hacia la luz.
—Debe ser la iluminación de algún puertecito —dijo—. Quizá hay una bahía pequeña allí, donde tengan una flotilla de canoas automóvil que estén patrullando continuamente por los alrededores para asegurarse de que nadie visite las islas vecinas. Es una luz bastante fija.
Jorge buscó, a tientas, los remos.
—Ahora —dijo—, ¡a bogar un rato en serio! ¿Qué hora es, Jack? ¿Puedes verlo en tu reloj de pulsera? Tiene la esfera luminosa, ¿verdad?
—Son casi las once… la hora mejor. Nos acercaremos a tierra a eso de medianoche, cuando es de esperar que no esté muy alerta el enemigo.
Tomaron un remo cada uno y bogaron con brío, y la embarcación surcó silenciosamente las aguas.
—Os relevaremos cuando estéis cansados —observó Dolly—, Jorge, ¿dónde están tus ratas? Algo me ha rozado la pierna hace un instante. Chillaré sin poderlo remediar como las dejes sueltas por ahí.
—Las tengo en el bolsillo —respondió el niño—. Te estás imaginando cosas, como siempre. Y como te atrevas a soltar un chillido, ¡maldito si no te tiro por la borda!
—No chillará, no —intervino Lucy—. Lo que has notado es el roce de «Soplando» y «Bufando», Dolly. Están rondando por cubierta. Uno de ellos se me posó encima de la pierna hace un momento.
—¡Arrr! —dijo una voz gutural desde la borda.
—¡Shhh…! —dijo inmediatamente «Kiki».
—No comprende que no importa que «Soplando» y «Bufando» hagan «arrr» todo lo que quieran —dijo Jack—. Es el ruido natural de un pájaro de su especie y no puede alarmar a nadie.
—¡Shhh…! —exclamó el loro, en son de reproche.
La luz de tierra brillaba sin oscilar.
—Debe tratarse de una linterna —observó Jack en voz baja, aplicándose al remo—. Probablemente tiene por objeto servirles de guía a cualquier canoa que entre o salga. Jorge, descansemos un poco. Me estoy quedando sin aliento.
—Bueno —contestó Jorge.
Las niñas quisieron relevarles, pero Jack se negó a consentirlo.
—No, no remáis tan bien juntas como Jorge y yo. Podemos descansar de cuando en cuando si queremos. No hay prisa. Hasta cierto punto, cuanto más tarde lleguemos, mejor.
Pronto tomaron los remos otra vez y el barco avanzó en dirección a la luz.
—Se acabó la conversación ya —anunció en voz baja Jack—. Sólo podemos permitirnos susurros imperceptibles.
A Lucy empezaron a flaquearle las rodillas otra vez. Y sintió una sensación extraña en el estómago, por añadidura. Dolly estaba con todos los nervios en tensión y respiraba con fatiga aunque no hacía nada que la cansase. Los dos niños temblaban de excitación. ¿Hallarían allí la canoa automóvil del enemigo, con Bill a bordo ya, dispuesto para ser lanzado al agua? ¿Y estaría montando alguien guardia?
—¿Qué ruido es ése? —susurró Dolly por fin, al aproximarse la embarcación a tierra—. Suena la mar de raro. No lo entiendo.
—Parece como si estuviese tocando una orquesta —contestó Jack—. ¡Ah, claro! ¡Es un aparato de radio!
—¡Magnífico! —exclamó Jorge—. Así no es probable que nos oiga llegar el enemigo. Jack, ¡mira…! Creo que hay un desembarcadero allí… Se distingue a duras penas a la luz de la linterna. ¿Podremos entrar sin que nos vean ni oigan? Y, ¡mira! ¿Es ese un barco atracado al pie de la luz?
—Miraré con los gemelos —prosiguió—, buscándolos a tientas y llevándoselos a los ojos. —Sí…, sí que es un barco… y bastante grande. Seguramente es el mismo que emplearon para acercarse a nuestra isla. ¡Apuesto a que está Bill a bordo, encerrado en el camarote!
Continuaba tocando la orquesta por radio.
—Ese aparato lo tiene encendido alguien del barco —dijo Jack—. Seguramente el que monta guardia. Así, pues, ¿tú crees que estará sobre cubierta? Me refiero al vigilante. No se ve luz allí.
—Si quieres que te dé mi opinión, se está dando la buena vida, dormitando sobre cubierta, mientras escucha la música —le repuso Jorge, en un susurro—. ¡Fíjate! ¿No ves ese punto resplandeciente? Apuesto a que se trata de un cigarrillo que se está fumando el que vigila.
—Probablemente tienes razón.
—No creo que debamos atrevernos a acercarnos más. No nos interesa que nos vean. Si el centinela da la voz de alarma, estamos perdidos. ¿Cuántos habrá a bordo? Yo sólo veo el rescoldo de un cigarrillo.
—¿Qué vais a hacer? —inquirió Lucy—. Haced algo, por favor…, me siento terrible… acabaré estallando dentro de un momento.
—Jorge alargó la mano y tomó la de la niña.
—No te preocupes —dijo—. Tendremos que hacer algo pronto. Parece ser un buen momento, por añadidura. ¡Si siquiera se quedara dormido ese centinela!
—Escucha, «Copete», ¿sabes lo que yo creo que sería mejor? —dijo Jack de pronto—. Que tú y yo cruzáramos a nado, subiéramos al barco y pilláramos por sorpresa al que vigila. Probablemente podríamos tirarle al agua y antes de que diese la alarma abriríamos la escotilla del camarote para poner en libertad a Bill. ¡Si hasta quizá nos fuera posible llevarnos la embarcación también y así tendríamos dos!
—Sería un buen plan —respondió Jorge—. Pero aún no sabemos si Bill está allí… y es muy probable que no pudiéramos echar al vigilante por la borda… sobre todo si hay más de uno. Más vale que exploremos un poco primero. Tu idea de tirarnos al agua y nadar hasta el desembarcadero es muy buena, sin embargo. Eso lo haremos, desde luego. Podemos subir luego por una parte que esté envuelta en sombras… donde la luz no alcance.
—¡Ay, señor! ¿Es preciso que os pongáis a nadar en la oscuridad? —exclamó Lucy, contemplando las negras aguas con un estremecimiento—. A mí me daría horror. ¡Por favor, tener cuidado, Jack!
—No te preocupes Vamos, Jorge. Quítate la ropa. Nadaremos con la ropa interior.
Unos instantes más tarde saltaban por la borda y se introducían en el agua. Estaba muy fría y les cortó momentáneamente el aliento. Pero entraron en calor al nadar vigorosamente hacia el puertecillo. Al aproximarse oyeron con mayor claridad la radio.
—Menos mal —pensó Jack—. Así no nos oirán poco ni mucho.
Esquivaron la luz y se encaramaron por la parte del embarcadero envuelto en sombras. No fue cosa fácil.
—El barco está ahí —le susurró Jack a Jorge—, y no al pie mismo de la luz, a Dios gracias.
Un sonido les hizo detenerse de pronto. En la cubierta del barco se oyó un sonoro y prolongado bostezo. Alguien apagó la radio y reinó el silencio en la noche.
—Quizá vaya a dormirse —susurró Jack—. Aguardemos.
Esperaron en el más completo silencio durante diez minutos. El invisible guardián tiró la punta del cigarro al agua, pero no encendió otro. Los niños le oyeron soltar varios gruñidos, como si estuviera instalándose cómodamente para descansar. Luego bostezó ruidosamente otra vez.
Continuaron aguardando, tiritando en la oscuridad del desembarcadero y muy pegados el uno al otro para darse mutuamente un poco de calor.
Por fin percibieron unos sonidos que les llenaron de alivio.
—Está roncando —susurró Jack, oprimiéndole el brazo a su compañero con alegría—. Se ha dormido. Estoy seguro de que no hay más que un guardián porque, de lo contrario, hubiesen estado hablando. Ésta es la ocasión. Vamos… pero con cuidado, para no despertarle.
Los dos niños, tiritando ahora de excitación tanto como de frío, se deslizaron por el desembarcadero en dirección a la canoa. Subieron silenciosamente a bordo, sin hacer ruido alguno sus descalzos pies. Sobre cubierta yacía dormido el guardián… ¡si es que guardián era en realidad!
Otro sonido les detuvo. Aquella vez procedía de debajo de sus propios pies. Jorge asió el brazo desnudo de Jack, haciéndole dar al niño un brinco de sobresalto. Se pararon a escuchar.
Alguien hablaba abajo, en el camarote. ¿Quién? ¿Podría ser Bill? ¿Y con quién estaba? Con Horacio quizá. Pero quizá, después de todo, no fuese Bill, sino el enemigo jugando a las cartas. Y tal vez el supuesto guardián no estuviese montando guardia ni mucho menos. Sería una estupidez tirarle al agua, abrir la escotilla y encontrarse con el enemigo en el camarote.
—Más vale que escuchemos para averiguar si se trata de Bill —le dijo Jack a su compañero al oído.
Sabían exactamente dónde se encontraba la bajada al camarote, por la luz que se escapaba por las rendijas. Se deslizaron hacia allá y se arrodillaron junto a la escotilla, pegando la oreja a ella, con el fin de escuchar las voces.
No pudieron oír lo que se decía, pero uno de los que hablaban carraspeó de pronto y soltó una tosecita; los niños comprendieron que habían atinado. Aquélla era una de las costumbres de Bill. Bill estaba allá abajo. Era Bill el que hablaba. ¡Qué alivio tan enorme sintieron! ¡Cómo se les ensanchó el corazón! ¡Si pudieran poner en libertad a Bill y dejarlo todo ya en sus manos…!
—Si tiramos a ese individuo al agua, a lo mejor da la alarma tan aprisa que no nos da tiempo de sacar a Bill y a explicarle la situación —susurró Jack—. Puesto que está tan profundamente dormido, ¿por qué no descorremos los cerrojos de la escotilla para que Bill vea que estamos aquí? Así podría él ayudarnos a deshacernos del guardián y hacerse cargo de la canoa.
—Abre tú la escotilla y yo me colocaré al lado del guardián para poderle tirar al agua si se despierta —contestó Jorge—. ¡Anda, dote prisa!
Jack buscó a tientas el cerrojo. Le temblaban las manos y apenas podía tirar de él. Temió que chirriara; pero afortunadamente no fue así. Resbaló con suavidad y sin hacer ruido. Encontró el asa de hierro y alzó la escotilla; un chorro de luz surgió del camarote.
Los que se hallaban abajo oyeron un leve ruido y levantaron la mirada. Uno de ellos era Bill; el otro, Horacio. Cuando el primero vio el rostro de Jack en la oscuridad arriba, se puso en pie de un brinco, lleno de asombro. El niño se llevó el dedo a los labios, y el detective ahogó la exclamación que había estado a punto de escapársele ante la sorpresa sufrida.
—¡Salga! —susurró Jack—. ¡Pronto! ¡Tenemos que inutilizar al guardián!
Pero Horacio lo echó todo a perder. En cuanto vio a Jack, el odioso niño que le había encerrado en aquel agujero de la Isla de los Frailecillos, se puso en pie, lleno de ira.
—¡Ése es el granuja! —exclamó—. ¡Aguarda a que le eche yo mano a ese bribón!