Otra sorpresa
Se incorporaron todos, quitándose las escurridizas algas de encima. «Soplando» y «Bufando» descendieron por el cuerpo de Jorge, sobre el que habían estado posados todo el ralo. «Kiki», con gran susto y consternación, se había visto cubierto de algas por su amo, que le obligó a estar a su lado por miedo a que les delatase. Habló con ira ahora.
—¡Pobre lorito! ¡Pobre lorito! ¡Qué llamen al médico! ¡Qué lástima; qué lástima! ¡Tilín, tilín, tilozo, lorito está en el pozo!
Los niños se miraron unos a otros con solemnidad cuando acabaron de apartar las algas. Bill corría un grave peligro, de eso no cabía la menor duda.
—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Lucy, con lágrimas en los ojos.
Nadie lo sabía a ciencia cierta. Parecía existir peligro por dondequiera que lo mirasen.
—Bueno —dijo Jack, por fin—, tenemos una embarcación, y eso ya es oigo. Yo creo que cuando se haga de noche debemos dirigirnos a la otra isla y ver si encontramos dónde tienen su canoa. Sabemos que Bill se encontrará allí.
—¡Y le salvaremos! —exclamó Dolly, emocionada—. Pero ¿cómo nos acercaremos a la costa sin que nos vean ni oigan?
—Iremos de noche, como he dicho —repuso Jack—, y cuando estemos cerca de la costa pararemos el motor y usaremos los remos. Así podremos llegar a tierra sin que nos oigan.
—¡Ah, sí! Había olvidado que hay remos a bordo. ¡Menos mal!
—¿No podemos volver a nuestra cuevecita del otro lado de la isla? —preguntó Lucy—. No sé por qué, pero no me siento segura aquí. Y me gustaría asegurarme de que no le ha sucedido nada a nuestro barco.
—Y no podemos comer sin regresar allá, por añadidura —dijo Jorge, poniéndose en pie—. Vamos, que yo estoy helado. Entraremos en calor subiendo por las rocas hasta esa altura y cruzando luego la isla hacia donde tenemos la canoa.
Conque regresaron por las rocas y encontraron la ropa donde la habían dejado. Se quitaron los empapados trajes de baño y se vistieron aprisa. Las ratas de Jorge, que se habían quedado en el bolsillo de éste, se alegraron enormemente de volverse a ver, y le corrieron por encima con chirridos de contento.
«Bufando» y «Soplando» acompañaron a los niños como de costumbre. Todos ellos experimentaron un gran alivio al ver que su embarcación se encontraba sin novedad sobre la playa, donde la dejaron. Se acercaron a ella en busca de unas latas de conservas.
—Más vale que escojamos algo que tenga mucho jugo para poder bebería —dijo Jack—. No hay agua dulce por aquí que yo vea, y yo, por lo menos, tengo muchísima sed. Abramos una lata de pina. Ésas tienen siempre mucho jugo.
—Mejor será que abras dos si es que «Kiki» ha de comer también —sugirió Dolly—. Ya sabes lo glotón que es cuando se trota de pina.
Todos intentaron mostrarse animados y alegres; pero, a pesar de todos sus esfuerzos, y como consecuencia de su extraño descubrimiento de la laguna y de saber el peligro que amenazaba a Bill, ninguno de ellos pudo hablar mucho rato. Uno por uno fueron guardando silencio y apenas se dieron cuenta de lo que comían.
—Supongo —dijo Dolly por fin, tras un largo silencio turbado tan sólo por el ruido del pico de «Kiki» al rascar el fondo de una de las latas de pina—, supongo que será mejor que emprendamos la marcha tan pronto como anochezca, pero…, ¡la verdad es que tiemblo al pensarlo!
—Bueno, mirad —dijo Jack—: he estado pensándolo mucho, y estoy seguro de que sería preferible que Jorge y yo fuéramos solos en busca de Bill. Es muy arriesgado, y no tenemos idea de las dificultades que tendremos que vencer… y no me gusta la idea de que nos acompañéis vosotras.
—¡Oh, tenemos que ir! —exclamó Lucy, que no podía soportar la idea de que Jack se marchara sin ella—. ¿Y si os ocurriera algo a vosotros? ¡Nos encontraríamos solas en esta isla sin que nadie supiera dónde estábamos! Sea como fuere, yo pienso ir contigo, Jack, y no podrás impedírmelo.
—Bueno —contestó el niño—. Quizá sea mejor que no nos separemos. Oíd… supongo que ese otro individuo de quien hablaban no será Horacio. No creo que hayamos podido equivocarnos, ¿verdad?
—Verás… a mí sí que me pareció tonto a más no poder —repuso Dolly—. Quiero decir que además de obrar como si lo fuese, lo parecía de verdad. Yo creo que sí que cometimos un error. Creo que quizá sí que fuera un amante de los pájaros como dijo.
—¡Troncho! —exclamó Jack, horrorizado—. ¡Debe habernos creído terribles! Y nos llevamos su embarcación por añadidura… ¡dejándole allí para que cayera en manos del enemigo!
—Y deben haberle tomado por amigo de Bill. Y se enfurecían con él cuando dijese que ni conocía a Bill ni sabía una palabra de él —agregó Jorge.
Todos pensaron solemnemente en el pobre Horacio.
—Me alegro que ninguno de nosotros le pegara en la cabeza después de todo —dijo Jack—. ¡Pobre Tripalón!
—Tendremos que salvarle a él también —dijo Lucy—. Con eso le compensaremos un poco el haberle quitado la canoa. Pero ¡lo furioso que estará con nosotros por lo que le hemos hecho!
«Soplando» se presentó en aquel momento con su acostumbrada ofrenda de media docena de peces, colocados ordenadamente en el pico, y alternando cabezas y colas.
Los depositó a los pies de Jorge.
—Gracias, amigo —dijo éste—; pero ¿por qué no te los comes tú? No nos atrevemos a encender fuego aquí para guisar nada.
—¡Arrr! —contestó «Soplando».
Y se acercó a echar una mirada a las latas vacías. «Bufando» aprovechó la ocasión para tragarse los peces, y «Kiki» le observó con disgusto. El loro no comprendía que pudieran comerse los peces recién pescados.
—¡Pah! —dijo imitando la voz de Horacio.
Y los niños sonrieron.
—«Kiki», vas a tener que estar bien callado esta noche —le dijo Jack, rascándole la cabeza—. ¡Nada de «pahs» ni de «pohs» que delaten nuestra proximidad al enemigo!
Cuando empezó a ponerse el sol, se alejaron de la playa una corta distancia en la embarcación para asegurarse de que no había allí ninguna roca que tuviesen que esquivar en el momento de la partida. Allá lejos en el horizonte, vieron la isla del enemigo. En ella se encontraría Bill, y quizá Horacio también.
—Dios quiera que veamos alguna luz que nos indique dónde podemos desembarcar —observó Jack—. Si tuviéramos que navegar alrededor de la isla buscando el sitio apropiado nos oirían. Porque no nos sería posible hacerlo a remo.
—Anoche vimos la luz aquella que le hacía señales a la canoa —dijo Jorge—. Quizá hagan señales esta noche otra vez. Volvamos ahora. No parece haber ninguna roca con la que corramos el peligro de tropezar en la oscuridad.
Regresaron y, no bien hubieron llegado a su playa, oyeron el zumbido de un aeroplano.
—¡No es posible que vayan a lanzar más paquetes! —exclamó Jack—. Tumbaos en tierra todos. No nos interesa que nos vean. Acercaos a esas rocas.
Se agazaparon junto a un grupo de peñascos. El aeroplano hizo un ruido enorme al acercarse.
Jack soltó una exclamación:
—¡Es un hidroplano! —dijo—. ¡Fijaos en los flotadores!
—¡Y es enorme! —dijo Dolly—. ¡Está descendiendo!
Así era en efecto. Voló en círculo sobre la isla, perdiendo altura al dar la vuelta otra vez. Pareció casi rozar la colina que se alzaba al otro extremo del islote, la que se cernía sobre la laguna.
Luego cortó los motores y todo quedó en silencio.
—¡Ha amarrado! —dijo Jack—. ¡Se ha posado sobre la laguna! ¡Apuesto cualquier cosa a que se encuentra allí!
—Oh, vayamos a ver en cuanto anochezca —le suplicó Dolly—. ¿Creéis que va a recoger las armas escondidas?
—¿Cómo iba a poder hacer eso? —inquirió Jack, con desdén.
—No creas, es bastante grande y potente —observó Jorge—. Es posible que lleve a bordo alguna especie de aparato para dragar el lago y sacar las armas. Si los hombres creen que existe el peligro de que el gobierno mande patrullas aquí a investigar el asunto, siempre suponiendo que Bill haya conseguido mandar aviso a sus jefes, no cabe duda que intentarán llevarse las armas de aquí tan pronto como sea posible. Da la sensación, puesto que se trata de un hidroplano, de que las escopetas están destinadas a América del Sur… o a algún otro sitio al otro lado del mar.
En cuanto empezó a anochecer los niños no pudieron resistir la tentación de cruzar la isla, ascender la colina y echar una mirada a la laguna. Aun a la luz crepuscular quizá pudieran ver algo interesante.
No tardaron en hallarse sobre el acantilado desde el que se dominaba el lago. A duras penas distinguieron la silueta del gigantesco hidroplano en medio del lago marino. De pronto se encendieron luces a bordo y empezó a oírse ruido, el que hubiera podido producir la maquinaria de alguna especie al llevar a cabo una labor pesada.
—Apuesto a que están dragando la laguna y sacando los paquetes —susurró Jack—. No podemos verlo bien; pero nos es posible oír lo suficiente para saber que está funcionando algo… algo relacionado con cabrias o cosas por el estilo.
Lucy ignoraba qué serían esas cosas, pero no le costaba imaginarse la existencia de máquinas que lanzaron al agua cables con ganchos en la punta para sacar los pesados paquetes de armas. Luego, cuando estuviese cargado, el aparato emprendería el vuelo y vendría otro a ocupar su lugar. Y otro. Y otro. O quizá fuese el mismo el que volviese.
El misterioso aspecto del extraño hidroavión hizo que la niña se estremeciera al contemplarlo.
«Es terrible verse enfrentados con enemigos que cuentan con barcos, aeroplanos, hidroaviones y armas —pensó—. Nosotros no tenemos nada más que la canoa del pobre Horacio y nuestro propio ingenio».
Regresaron muy serios a su lancha. Ésta se había alejado un poco, con la marea, pero, como la habían atado con una cuerda a uno peña, tiraron hasta acercarla de nuevo, y todos subieron a bordo.
—Ésta es la aventura más grande de todas —anunció Jack, con solemnidad—. El estar escondidos es una aventura. El escaparse es una aventura. Pero el salvar a otra persona de las mismísimas garras del enemigo es la mayor aventura de todas.
—¡Si es que no nos capturan a nosotros también! —observó Lucy.
Jack puso en marcha el motor. La embarcación se hizo a la mar, dejando la laguna atrás. «Soplando» y «Bufando» se instalaron en la borda, como de costumbre, y «Kiki» se posó en el hombro de su amo. Las ratas de Jorge, asustadas por el brusco trepidar del motor, se entrelazaron, hechas un ovillo en el hueco de la espalda de Jorge.
—¡Me estáis haciendo cosquillas! —dijo éste.
—Bueno, ¡qué tengamos todos mucha suerte! —exclamó Dolly—. ¡Dios quiera que podamos salvar a Bill… y a Horacio también, derrotar al enemigo, y volver a casa sanos y salvos!
—¡Dios salve al rey! —exclamó «Kiki», fervientemente, con el mismo tono de voz.
Y todos se echaron a reír. ¡Qué cómico era «Kiki»!