Capítulo XXIV

Un descubrimiento sorprendente

La laguna era profunda. Jack no pudo llegar hasta el fondo porque le resultó imposible contener el aliento el tiempo suficiente. Volvió a la superficie boqueando.

—Lo único que vi fue como una pila de algo plateado —les dijo, jadeando—. Nada más que eso. No pude bajar hasta donde se encontraba, porque ya no podía contener más la respiración.

—De poca cosa sirve eso —dijo Dolly—. Nos interesa saber qué es lo que hay dentro de esa cubierta impermeable… arrancarla para ver lo que contiene.

—No podríamos hacer eso con facilidad —anunció Jorge—. Apuesto a que está muy bien cosida, o sellada de alguna manera. Probaré yo, Jack… quizá consiga acercarme lo bastante para descubrir, por el tacto, lo que hay dentro.

—Por favor…, ten cuidado —suplicó Lucy—. ¡No sabes lo que puede haber dentro!

—Hombre, no es probable que sea nada que se nos coma —contestó Jack riendo—. «Kiki», ¿por qué no buceas tú un poco como «Soplando» y «Bufando»? ¡Podrías sernos de utilidad así!

Pero todo aquel amor al baño no merecía la aprobación de «Kiki». Voló por encima de los muchachos, intentando de vez en cuando posarse sobre un hombro desnudo. A «Bufando» y «Soplando» les encantaba que estuvieran los niños en el agua, y nadaban y buceaban a su lado, exhalando profundos «arrrs» de satisfacción.

Jorge buceó, y nadó rápidamente hacia abajo, abiertos los ojos en el agua salada. Vio por debajo de él una masa plateada que brillaba levemente en el fondo de la laguna. Logró aproximarse más, extender los brazos y tocarla con la mano. Notó algo muy duro debajo del envoltorio.

Luego, incapaz de resistir más, salió a la superficie, casi reventado. Respiró a todo pulmón unos instantes.

—Toqué algo duro —dijo por fin—. Pero me fue imposible deducir qué era ¡Maldita sea! ¡Qué rabia da encontrarse tan cerca de un misterio como éste y no poder esclarecerlo!

—Tendremos que darnos por vencidos —anunció Jack—. Sé que yo, por lo menos, no tengo la resistencia necesaria para llegar al fondo y deshacer el envoltorio. Estallaría seguramente.

—¡Qué poca gracia me hace tener que darme por vencida! —observó Dolly.

—Bueno, pues bucea tú, a ver si eres capaz de descubrir algo —sugirió Jorge.

—De sobra sabes que no soy capaz de contener el aliento tanto tiempo siquiera como tú —respondió la niña—. Conque, ¿de qué sirve intentarlo?

—Yo voy a volver a la playa —dijo Lucy—. Hay una roca muy soleada allí, cubierta de algas. Voy a tomar un baño de sol.

Nadó lentamente hacia la peña. «Soplando» y «Bufando» se sumergieron de pronto a su lado.

«¿Qué aspecto tendrán cuando nadan bajo el agua? —se preguntó la niña—. Me encantaría verles perseguir a un pez».

Y llena de curiosidad enarcó el cuerpo, agachó la cabeza y buceó. «Soplando», haciendo uso de las alas para nadar aprisa, hendía el agua tras un pez grande. ¡Aprisa «Soplando» o se te va a escapar!

Cuando se disponía a volver a la superficie, Lucy notó algo debajo de ella. Un escalón de roca que partía de la isla hacía menos profunda la laguna por aquel lado, aunque aún no era ésta demasiado honda para que pudiera tocar la niña el fondo con los pies.

Echó una rápida mirada para averiguar qué era lo que yacía sobre las rocas sumergidas, pero agotó su resistencia y, medio ahogada, subió a la superficie boqueando y rendida.

Una vez hubo recobrado el aliento, buceó de nuevo, y se dio cuenta entonces de la naturaleza de lo que estaba viendo. Uno de los paquetes lanzados en paracaídas, en lugar de caer en las aguas más profundas, se había precipitado sobre aquel lecho rocoso. El paquete se había reventado, dispersándose su contenido por el fondo.

Pero ¿qué era aquello? No acababa de verlo claro. Se trataba, al parecer, de una serie de piezas de forma rara. Regresó a la superficie y gritó a Jack:

—¡Eh, Jack! ¡Uno de los paquetes misteriosos ha reventado contra unas rocas del fondo por aquí…, pero no consigo distinguir qué es lo que contenía!

Los niños y Dolly acudieron presas de gran excitación. Todos ellos enarcaron el cuerpo y hundieron la cabeza, iniciando el descenso hacia las profundidades. Llegaron hasta donde el plateado envoltorio se había abierto, meciéndose a impulso del movimiento del agua, rodeado de todo cuanto contuviera.

Los muchachos, medio asfixiados, hicieron un rápido examen y luego volvieron a la superficie jadeando.

Jorge y Jack se miraron un instante y luego gritaron, a coro, las mismas palabras:

—¡Armas! ¡Armas! ¡Armas a montones!

Se dirigieron a la soleada roca sobre la que se había instalado ya Lucy y se encaramaron a ella.

—¡Hay que ver! ¡Escopetas! ¿Para qué demonios tirarán escopetas a esta laguna? ¿Quieren deshacerse de ellas? Y, ¿por qué?

—No; no los hubiesen envuelto con tanto cuidado en material impermeable si sólo quisiesen deshacerse de ellas —aseguró Jorge, sombrío—. Lo que están haciendo es escondiéndolas.

—¡Escondiéndolas! Pero ¡qué sitio más singular en que esconderlas! —dijo Dolly—. ¿Qué van a hacer con ellas?

—Probablemente se dedicarán al contrabando —respondió Jack—. Traerán aquí centenares de fusiles de Dios sabe dónde, y los tendrán escondidos hasta que llegue el momento de utilizarlos o entregarlos a quien los utilice… para fomentar alguna revolución o algo así… quizás en América del Sur.

—Apuesto a que no andas muy equivocado —asintió Jorge—. Siempre hay gente armando jaleo en alguna parte, y con ganas de tener armas para luchar. Los que pudieran proporcionárselas ganarían mucho dinero. Sí, de eso se trata… ¡contrabando de armas!

—¡Vaya! —exclamó Lucy—. ¡Y pensar que nos hemos metido de lleno en un asunto tan terrible como ése…! Supongo que Bill adivinaría lo que estaba ocurriendo… y le vieron andar husmeando… y le capturaron para que no pudiera delatarles.

—¿Cómo se llevarán las armas de aquí? —murmuró Jack—. Quiero decir que no pueden sacarlas en barco, porque esta laguna está completamente cerrada. Y sin embargo tienen que sacarlas del agua para mandarlas adonde las necesiten. Es la mar de raro.

—Bueno, ahora sabemos qué era lo que tiraba ese avión —dijo Jorge—. ¡Troncho! ¡Esta laguna debe estar atestada de armamento! ¡Qué escondite más maravilloso! Nadie que vea lo que sucede, nadie que descubra los fusiles en el fondo.

—Salvo nosotros —intervino Lucy—. Yo descubrí ese paquete reventado. Supongo que pegaría contra las rocas sumergidas, estallando en seguida.

Yacieron tostándose al sol y comentando su curioso descubrimiento. De pronto, «Kiki» exhaló un grito de sorpresa y, al incorporarse los niños, comprendieron por qué.

—¡Caramba! —exclamó Jack, consternado—. ¡Viene una embarcación! Del lado de la barrera rocosa que da al mar. Y… ¡viene hacia este mismísimo lugar!

—¿Qué hacemos? —inquirió Lucy asustada—. No hay sitio donde esconderse, y no tenemos tiempo de retroceder sin ser vistos.

Los niños miraron a su alrededor, desesperados. ¿Qué podían hacer? De pronto. Jorge recogió una buena cantidad de algas y se las echó por encima de la sorprendida niña.

—¡Nos cubriremos con esto! —dijo—. ¡Hay algas a montones! ¡Aprisa! ¡Echáoslas por encima! Es de la única manera que podemos escondernos.

Latiéndoles el corazón con violencia de nuevo, los cuatro niños se echaron por encima los montones de frondosas algas. Jack atisbo por entre las suyas y le dijo, con urgencia, a Dolly:

—¡Se te están viendo los pies! ¡Tápatelos aprisa!

«Soplando» y «Bufando» contemplaron, con estupefacción, todo aquel juego y, a continuación, buscaron la pila de algas bajo la que se hallaba Jorge, y fueron a posarse, con su solemnidad de siempre, encima. El niño sintió su peso, y casi se echó a reír.

«Nadie sería capaz de imaginarse que se hallaba un niño bajo los dos frailecillos y un montón de algas marinas —pensó—. Dios quiera que estén los otros bien tapados».

La embarcación atracó no muy lejos. Se oyeron las voces de dos o tres hombres que se iban acercando. Los niños contuvieron el aliento.

«¡No nos piséis, oh, no nos piséis!», oró Lucy mentalmente, con una sensación de náuseas, provocada en parte por la fronda de algas que le tocaba los labios.

Los hombres no les pisaron. Se detuvieron muy cerca de ellos, sin embargo, y todos encendieron cigarrillos.

—La última semana llegó hoy —dijo uno, con voz ronca y profunda—. Esta laguna debe estar casi llena ya.

—Sí. Ya va siendo hora de que nos llevemos parte por lo menos —asintió otra voz, incisiva y autoritaria—. No sabemos cuánta información habrá podido mandar a sus superiores ese individuo que tenemos prisionero. Se niega a hablar. Más vale que expidas un mensaje al jefe diciéndole que recoja todo lo que necesite por si acaso mandan a algún otro a espiar.

—¿Y ese segundo tipo? Tampoco ha querido hablar —dijo la primera voz—. ¿Qué vamos a hacer con ellos?

—No pueden permanecer aquí —contestó la voz autoritaria—. Embarcarlos esta noche y los tiraremos al agua en alguna parte para que no vuelva a saberse de ellos. No pienso perder más tiempo con ese primer individuo… ¿cómo se llama…? Cunningham. Ya nos ha causado bastantes molestias metiendo la nariz en todo lo que hemos hecho durante el pasado año. Es hora de que desaparezca.

Los cuatro niños, húmedos y fríos bajo las algas, se estremecieron al oír estas palabras. Sabían perfectamente lo que se había querido decir. Aquellos hombres eran mortales enemigos de Bill, nada más que porque éste había logrado seguirles la pista. Ahora le tenían en su poder, y temían que supiese demasiado, aunque lo más probable era que Bill supiese menos que ellos cuatro.

«Conque van a llevarse todas las armas y echar a Bill luego en algún sitio para que no vuelva a saberse de él, porque habrá muerto ahogado —pensó con gran desesperación Jack—. Tendremos que salvarle. Y lo más aprisa posible, por añadidura. ¿Quién será el otro hombre de quien hablan? No puede ser Horacio. Yo creo que ése es uno de los suyos».

Los hombres se alejaron por las rocas. Era evidente que se habían acercado a echar una mirada a su extraordinario escondite, aun cuando bien poco de su contenido podían ver. Los niños permanecieron inmóviles, sin atreverse a hacer el más leve movimiento por temor a ser observado. Se cansaron una barbaridad de estar allí echados, y Lucy estaba tiritando.

Por fin oyeron el ruido de un motor que arrancaba. ¡Gracias a Dios! Aguardaron un poco. No se veía a nadie. Los hombres habían regresado a la lancha por otro camino, y ésta se había adentrado ya un buen trecho por el mar.

—¡Uf! —exclamó el muchacho—. Eso no me ha gustado ni pizca. ¡Un centímetro o dos más, y uno de ellos me hubiera pisado el pie!