Capítulo XXIII

La laguna secreta

Las dos embarcaciones hendieron el mar durante un buen rato.

«¡Éste es el mar de la aventura! —pensó Lucy—. ¡Cualquier cosa puede suceder aquí! Oh, Dios quiera que encontremos a Bill. Las cosas siempre parecen marchar bien cuando él está con nosotros».

—Más vale que os echéis a dormir un poco, niñas —les dijo Jack por fin—. Quedaréis reventadas. Jorge y yo seguiremos despiertos, e iremos tomando el timón por turnos. Vosotras echaos.

Obedecieron y no tardaron ambas en dormirse y soñar en columpios y hamacas, como consecuencia del balanceo y cabeceo del barco.

Al cabo de un buen rato, Jack le habló a Jorge:

—«Copete»…, ¿ves esa luz que lanza destellos allá? Debe ser una especie de señal. La embarcación esa ha puesto proa a la luz. Espero que llegaremos pronto al final de nuestro viaje porque pronto saldrá la luna y pudiera vérsenos.

—La luz esa debe servir para guiar al barco… o quizás a un aeroplano —contestó Jorge—. ¡Maldita sea, aquí está la luna! Asoma por entre las nubes. No alumbra mucho, por lo menos, y eso no deja de ser un consuelo.

A la luz del astro nocturno vieron una isla delante de las embarcaciones. A la izquierda había otro islote, a dos o tres millas de la primera, o así les pareció a los niños, por lo menos.

—Escucha, Jack… no nos interesa meternos de cabeza en la boca del lobo —dijo Jorge—, y eso es lo que haremos si seguimos a ese barco hasta la isla a la que se dirige. Creo que sería mejor que fuésemos a la otra de allá… Probablemente veremos lo bastante a la luz de la luna para descubrir alguna caleta en la que desembarcar. Podríamos sacar esta lancha a la playa entre los dos para mayor seguridad.

—De acuerdo —contestó Jack, haciendo girar el timón.

Ya no seguían a la otra canoa. Pronto la perdieron de vista. Probablemente se hallaría ya atracada en algún embarcadero. Su propia embarcación viajaba proa al otro islote y, para cuando llegaron a él, se les habían acostumbrado los ojos a la luz de la luna y veían todo con bastante claridad.

—No parece muy rocosa —anunció Jack, aproximando el barco con cautela—. No… es todo arena y guijarros finos. La encallaré en esta playa, Jorge. Prepárate a saltar a tierra en cuanto pare.

Las niñas se despertaron y se pusieron apresuradamente en pie. Jack puso proa a la playa. La canoa embistió la arena, abrió un surco en ella y acabó deteniéndose. Jorge saltó a tierra.

—No hay manera de moverla un paso —jadeó después de haber probado, con ayuda de los otros, a meterla un poco más playa adentro—. Echemos el ancla y dejémosla como está. No hay peligro de que le pase nada si el mar se mantiene sereno.

Echaron el ancla y se tendieron luego en la arena para recobrar el aliento tras sus esfuerzos. Estaban los dos muy cansados. Casi se quedaron dormidos allí.

—Vamos, muchachos —dijo Dolly por fin—. Coged unas mantas y buscaremos un sitio abrigado. Estáis medio dormidos.

—Bueno, estamos seguros hasta la mañana, por lo menos —observó Jack, caminando playa arriba con los otros, y casi dormido al andar—. Nadie sabe que estamos aquí. Supongo que se trata de otra isla de pájaros.

Llegaron a un acantilado bajo. Lucy vio una caverna oscura al pie.

—Enciende la lámpara de bolsillo —le dijo a Jorge—. Quizá podamos dormir aquí.

Resultó ser una gruta pequeña, de suelo arenoso seco. Olía un poco a algas, pero nada les importaba. Tendieron las mantas y se echaron. «Soplando» y «Bufando» se instalaron en la entrada, como si estuvieran montando guardia en sustitución de los niños.

Los niños se quedaron dormidos casi antes de que tocaran las improvisadas almohadas con la cabeza. Las niñas no tardaron en imitarles y ya no se oyó nada más que unos ronquiditos de Jack, que estaba boca arriba. «Kiki» examinó su rostro en la oscuridad para averiguar por qué hacía unos ruiditos tan raros su amado amito y luego decidió que no valía la pena preocuparse por ello. Se le posó en la boca del estómago y se puso a dormir también.

A la mañana siguiente «Soplando» y «Bufando» se acercaron a Jorge y se le subieron encima.

—¡Arrr! —dijeron, como quien dice: «¡Vamos, arriba!»

Jorge se despertó.

—¡Quitaos de aquí! —exclamó—. ¡No copiéis los malos modales de «Kiki»! Ah… gracias por los peces, «Soplando»; pero ¡haz el favor de no tirármelos por el pecho!

«Soplando» había ido de pesca, depositando cuidadosamente sobre el niño el producto de sus esfuerzos. Luego, tras abrir y cerrar la boca unas cuantas veces, hizo su comentario con voz profunda y satisfecha:

—¡Arrrrr!

Los niños rieron al enterarse de la ofrenda matutina de «Soplando». Se frotaron los ojos y decidieron irse a bañar al mar, porque, todos se sentían sucios.

—Después desayunaremos —dijo Jack—. ¡Troncho! ¡Ojalá no tuviera tanta hambre siempre! Oíd… ésta es una islita bastante agradable, ¿verdad? Fijaos… se ve la isla del enemigo allá en el horizonte. ¡Si estará Bill allí!

—Subiremos al punto más alto de este islote después del desayuno —dijo Jorge—, y echaremos una mirada a las que haya alrededor. Vamos a buscar comida al barco.

La marea, al subir, había puesto la canoa a flote. Los niños tuvieron que nadar para llegar a ella. La registraron en busca de comida Y cuando buscaba una lata de salmón que recordaba haber puesto, Lucy descubrió algo que le hizo dar un grito.

—¡Oh, mirad! ¡Un aparato de radio! ¿Creéis que será emisor además de receptor? ¿Podremos mandar un mensaje con él?

—No lo sé —anunció Jack, examinándolo—. No se parece ni pizca al de Bill. ¡Si lo supiéramos! En cualquier caso, aun cuando pudiéramos mandar mensajes con él, yo no sabría hacerlo. Supongo que se trata de una especie de radio portátil. Vamos, desayunemos. ¡Uf! ¡Cómo calienta el sol!

Los cuatro niños hicieron un magnífico desayuno a bordo, participaron en él las tres rotas, «Kiki» y los frailecillos.

—Y ahora…, ¿qué? —inquirió Jack—. ¿Subimos a la parte más alta de este islote para ver lo que tenemos a nuestro alrededor?

—Sí —respondieron los otros.

Conque, abandonando el barco, escalaron el bajo acantilado hasta la cima cubierta de verdor. No estaba tan cubierta de brezo aquella isla como la de los frailecillos, ni había tantos pájaros.

—Es curioso. Uno hubiese creído que los había en abundancia en una islita tan agradable como ésta —dijo el niño—. Mirad… hay una colina al otro extremo… ¡Vamos a subir a ella!

Subieron hasta la cima y allí se detuvieron con asombro. Más allá se extendía una laguna, plana y quieta como un espejo y de centelleantes aguas azules. Yacía entre dos islas; pero éstas estaban unidas por anchas fajas de roca que encerraban toda la laguna, de suerte que era imposible saber a cuál de las dos islas pertenecía. Las rocas partían de ambos islotes… en algunos puntos tan altas como acantilados, y allí, entre ellas, yacía aquel increíble y hermoso lago marino.

—¡Fijaos bien! —exclamó Jack con reverencia—. Hemos visto cosas maravillosas…, pero nunca una tan bonita como esta laguna azul. No puede ser de verdad.

Pero lo era. Se extendía ante ellos, alcanzando una longitud aproximada de milla y media, y estaba tan resguardada y protegida, que ni un rizo quebrantaba la paz de su serena superficie.

Y entonces sucedió algo que llenó de asombro y susto a los muchachos. Oyeron el ruido de un aeroplano. Le vieron volar hacia ellos. Jack les obligó a todos a echar cuerpo a tierra para no ser vistos. Voló por encima de la laguna y, por el camino, algo se desprendió de él, algo que se abrió, como una blanca nube, con otra cosa colgada debajo.

Los niños observaron, estupefactos. Toda clase de ideas absurdas cruzaron, en confuso tropel, por su cerebro. ¿Se trataba de un experimento científico… de bombas… de bombas atómicas? ¿Qué era aquello?

Se había abierto un paracaídas pequeño que descendía hacia la laguna El paquete que de él colgaba iba envuelto en algo brillante —un material impermeable, pensó Jack—. Tocó el agua y desapareció. El paracaídas se aplanó sobre la tranquila superficie y flotó inmóvil. Pero mientras los niños lo contemplaban pareció disolverse y desapareció a su vez en el seno de las aguas.

—Mirad… el avión está volando en círculo sobre la laguna otra vez. Va a descargar otro.

Y no bien hubo hablado Jorge vieron desprenderse otro paracaídas del aparato y repetirse la escena que con anterioridad contemplaran. El paracaídas flotó con su misterioso paquete y, a los pocos momentos, desapareció sin dejar rastro.

Aún soltó el aeroplano un tercer bulto antes de hacer una maniobra y alejarse, no tardando en perderse en la distancia.

—Pero ¿qué estaría haciendo tirando cosas dentro de la laguna? —exclamó Jack, lleno de asombro—. ¡Qué cosa más extraña! ¿Qué habrá dentro de esos enormes paquetes que colgaban de los paracaídas?

—¿Y por qué tirarlos dentro del lago? —preguntó Dolly—. Parece tonto. ¿Quieren deshacerse de algo, pues?

—Vamos a buscar la canoa y navegar por la laguna a ver si podemos distinguir el fondo —sugirió Lucy.

—¿Y cómo crees tú que vamos a entrar en la laguna, boba? —preguntó Jack—. Ninguna embarcación puede meterse allí… a menos que la arrastren por encima de las rocas que cierran el paso.

—¡Sí, claro, qué estúpida soy! —exclamó Lucy—. Ojalá pudiéramos ver el fondo del lago, sin embargo… y descubrir qué secretos guarda en sus azules profundidades.

—¡Arrrr! —dijeron «Soplando» y «Bufando».

Y batiendo con fuerza las alas se dirigieron a la laguna como diciendo: «¿Queréis ir allá? Pues ¡es facilísimo!»

Flotaban sobre las aguas —minúsculos puntos en la distancia— buceando bajo la superficie en busca de peces. Los niños los observaron.

—No veo yo por qué no hemos de poder bajar a bañarnos allí —dijo Jack por fin—. Podríamos nadar hasta bien dentro y bucear luego para ver si encontramos algo. A lo mejor sí, cualquiera sabe.

—Bueno, pues entonces vayamos ahora —dijo Dolly con avidez—. Tengo unas ganas enormes de saber qué significa todo eso. ¡Es un secreto singular!

Empezaron a bajar la colina, que se fue haciendo rocosa a medida que descendían; pero había muchos macizos de claveles de mar, que sirvieron de alfombra e hicieron menos duro el camino para sus pies. Por fin llegaron a la orilla de las tranquilas aguas azules.

Se desnudaron y se metieron dentro. El agua estaba templada y les acariciaba como la seda. Nadaron lentamente hacia dentro, gozando del calor de la laguna y del sol que les daba en los desnudos hombros.

—Voy a bucear a ver si distingo algo —anunció Jack.

Y metiendo la cabeza debajo de la superficie, buceó hacia el fondo.

¿Qué descubriría en el misterioso lecho de la laguna?