El enemigo
Los tres niños, acompañados de «Soplando» y «Bufando», hicieron varios viajes desde el Valle de los Sueños con alimentos, mantas y ropas. Jorge volvió con un montón de mantas de la embarcación y lo metió por la boca de la cueva. Cayó sobre el pobre Horacio, envolviéndole. Su sobresalto fue enorme, pero al cabo de unos momentos se alegró de que los que le habían apresado le hubiesen ofrecido algo caliente y blando en que echarse.
Arregló las mantas y se sentó encima. ¡Ah, aquello era cómodo, por lo menos! Empezó a pensar con anhelo en todas las cosas que les haría a aquellos niños en cuanto se viera en libertad.
Por fin todo quedó trasladado a la canoa, que se hallaba, por consiguiente, en condiciones de zarpar. Estaba anocheciendo ya. Jorge, Lucy y Dolly fueron a sentarse junto a Jack.
—Supongo que uno u otro de nosotros tendrá que pasarse la noche en guardia junto al agujero por si se le ocurre a Horacio intentar escapar, ¿verdad? —susurró Jorge.
Jack asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí. No podemos correr el riesgo de que salga ahora que lo tenemos todo dispuesto. Monta tú la primera guardia, Jorge. No dejaremos que hagan vigilancia las niñas, porque estoy seguro de que no pegarían fuerte a Horacio si asomara la cabeza.
—¡Yo sí que lo haría! —contestó Dolly, indignada—. La blanda es Lucy, no yo.
La otra no dijo nada. Estaba segura de que no sería capaz de pegarle fuerte al hombre. De todas formas, los niños decidieron que sólo ellos debían hacer guardia, así es que no hubo discusión.
El sol se había hundido ya en el mar. Las primeras estrellas tachonaban el cielo. Los niños, echados cómodamente sobre el brezo, hablaron en voz baja. No se oyó ruido alguno en la cueva. Quizás estuviera durmiendo ya el señor Horacio.
Las tres ratas de Jorge se asomaron a olfatear el aire de la noche. Dolly se apartó inmediatamente. «Bufando» y «Soplando» contemplaron a los roedores con mirada fija. «Kiki» bostezó y, a continuación, soltó un estornudo. Luego tosió de una forma muy hueca.
—¡Cállate, «Kiki»! —dijo Jack—. Si quieres ensayar esos ruidos, sube al acantilado y haz que te escuchen las gaviotas y los guillemotes.
—¡Arrr! —dijo solemnemente «Soplando».
—«Soplando» está de acuerdo conmigo —dijo el niño.
—¡Pah! —contestó el loro.
—Igual te digo. Y ahora haz el favor de callarte. Es una noche muy hermosa, no la estropees tú armando jaleo.
No había hecho más que terminar estas palabras cuando allá a lo lejos, en el mar, sonó un ruido, un ruido muy leve al principio, que apenas se percibía por entre el rumor de las olas y del viento, pero se hizo inconfundible al cabo de un rato.
—¡Una lancha automóvil! —exclamó Jack, incorporándose—. ¿Qué demonios…?
—¿Vienen a buscar a Horacio ya? —murmuró Jorge en voz baja—. ¡Maldita sea!, eso desbarata todos nuestros planes.
Nada se veía sobre el oscuro mar; pero la trepidación de un motor se iba oyendo cada vez más cerca. Jack asió a Jorge del brazo y le habló al oído.
—No hoy más que un recurso. Tendremos que ir todos a embarcarnos ahora mismo… ¡sin perder un segundo! No podemos correr el peligro de que el enemigo vea nuestra embarcación en el canalizo. Se la llevarían, haciendo desaparecer toda posibilidad de salvación. ¡Vamos! ¡Aprisa!
Los cuatro niños se levantaron silenciosamente. «Kiki» voló al hombro de Jack sin emitir un solo sonido. «Soplando» y «Bufando», que se habían retirado a su madriguera, volvieron a salir. Volaron tras los muchachos, sin decirse siquiera «arr» el uno al otro.
Cruzaron a toda prisa la colina de los frailecillos, tropezando y dando traspiés por entre los centenares de madrigueras. Subieron la ladera hacia la hendidura del acantilado. Bajaron por las repisas de roca y saltaron a bordo de la canoa, latiéndoles a todos el corazón con inusitada violencia.
—¡Ponía en marcha! —ordenó Jorge.
Y Jack dio al arranque del motor.
Jorge quitó la amarra, que resbaló por la cubierta a los pies de las niñas. Unos instantes más tarde retrocedían hacia la salida del canalizo.
Se encontraron fuera a los pocos segundos. Jorge viró un poco a oriente. La oscuridad era casi completa ya.
—Pararemos el motor —dijo—, y aguardaremos aquí hasta que la otra embarcación entre en el canalizo, porque supongo que se dirigirá a él. No quiero chocar con ella. Y los que van a bordo suyo pudieran oírnos.
Pararon el motor y la lancha flotó sobre las olas.
Se oía ya muy fuerte la trepidación del otro motor, y Jorge sintió no haberse alejado un poco más después de todo. Pero la lancha pasó sin detenerse y se introdujo en el puertecillo secreto. Los niños, agazapados en su lancha, a pesar de esforzar la vista, no lograron ver más que una forma oscura.
Paró el motor del barco enemigo y reinó el silencio en la noche. Algunas de las aves marinas, turbadas, emitieron unos cuantos gritos y luego volvieron a instalarse en las repisas rocosas.
—Horacio se alegrará de que le salven —dijo Dolly, finalmente.
—Sí, probablemente estará fuera del agujero ya —contestó Jack—. Pronto se daría cuenta de nuestra marcha. Sin duda se dirán muchas palabrotas allá, cuando se descubra de qué manera apresamos al pobre Horacio… y ¡troncho! ¡Cuándo sepan que nos hemos llevado la canoa…!
—¡Arrr! —dijo una voz profunda al otro extremo de la cubierta.
Los niños dieron un brinco en la oscuridad.
—¡Ah! ¡Deben ser «Bufando» y «Soplando»! —exclamó Jorge, contento—. ¡Mira que ocurrírseles acompañarnos! ¡Eso sí que es dar una prueba de amistad!
—Son encantadores —asintió Lucy, alargando el brazo en dirección a «Soplando».
Los dos frailecillos se encontraban allí. «Kiki» voló a reunirse con ellos.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Dolly—. ¿Nos atreveremos a arriesgarnos en la oscuridad? Podríamos chocar contra las rocas y hundir el barco.
—Tendremos que permanecer aquí hasta que raye la aurora —respondió Jorge—. Cuando empiece a amanecer nos pondremos en marcha, confiando que los de la isla no oigan nuestro motor y nos persigan.
—Contaremos con una buena delantera —dijo Jack—. Si vamos a estar aquí, ¿por qué no descabezamos un sueño? ¿Dónde está el ancla? ¿La usaremos? No me hace mucha gracia eso de estar flotando a merced de las olas durante toda la noche.
Mientras estaban ocupados los muchachos, las niñas tendieron mantas, impermeables y jerseys sobre los que echarse. Era una noche muy cálida, y a ninguno le importaba pasarla así.
—¡Es tan agradable tener las estrellas por encima en lugar de un techo o una tienda de campaña! —dijo Lucy, instalándose cómodamente—. No tengo ni pizca de sueño. Supongo que será por la emoción. Me he acostumbrado a esta aventura ya. ¡Oh, cuánto me alegro de no haber tenido que darle un golpe en la cabeza a Horacio! Lo hubiese visto hasta en sueños Dios sabe cuánto tiempo.
Estuvieron charlando un buen rato. Todos ellos estaban la mar de despabilados. «Soplando» y «Bufando» parecían despiertos también, porque se decían «arrr» de cuando en cuando el uno al otro. «Kiki» se había posado sobre los pies de Jack. También él estaba despierto, y se puso a recitar todos los versos infantiles que conocía:
—¡Tres ratoncitos ciegos! ¡Mambrú se fue a la guerra! ¿Dónde están las llaves? En el fondo del mar. ¡Retuércele el pescuezo!
—¡Cállate! —ordenó Jack—. ¡Estamos intentando dormir, so pelma!
—Ojalá se queden «Soplando» y «Bufando» con nosotros —dijo Lucy—. ¿Verdad que sería estupendo que pudiéramos llevárnoslos a casa?
—¡Cállate! —ordenó «Kiki», riendo.
—A los loros no se les permite decir eso —advirtió Jack muy severo.
Y se incorporó para darle un golpe en el pico. Pero no pudo, porque el pájaro metió apresuradamente la cabeza debajo del ala.
—¡El muy pillo! —exclamó el niño.
Y oyó un «¡Pah!» de debajo del ala de «Kiki».
En el preciso momento en que Lucy empezaba a quedarse dormida, los otros se incorporaron tan bruscamente que la hicieron abrir los ojos con sobresalto.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Y lo supo sin necesidad de que le contestaran. Se oía el motor de la canoa enemiga otra vez. La niña se incorporó, como los demás, escudriñando las tinieblas.
—Deben haber encontrado a Horacio, escuchando su historia, y vuelto a toda prisa a bordo —observó Jack—. Es evidente que no piensan pasar la noche en la isla. Mirad… ahí vienen. ¡Troncho! ¡Llevan las luces encendidas esta vez!
—¡Jack, Jack! —exclamó Jorge, con urgencia en la voz—. ¡Regresarán ahora a su cuartel general! Sigámosles. Recoge el ancla aprisa. No nos oirán, porque hace demasiado ruido su lancha. Vamos a seguirles. ¡Nos conducirán adónde se encuentra Bill!
La embarcación de los desconocidos había virado al salir del canalizo y se dirigía ahora a mar abierto. No tardó la canoa de los niños en emprender la persecución. No les era posible oír el motor de los otros por culpa del ruido que hacía el suyo. Y sabían que los hombres no oirían el suyo por idéntico motivo.
«Soplando» y «Bufando» seguían posados en la borda. Por lo visto pensaban ir adondequiera que los niños fuesen. A Lucy le pareció muy agradable tener amigos tan leales, aun cuando sólo eran frailecillos. «Kiki» se hallaba sobre el hombro de Jack de nuevo, de cara a la brisa.
—¡A bordo todos! —no hacía más que decir—. ¡A bordo todos! ¡Pah!
La lancha primera viajaba a gran velocidad. Era fácil seguirla, gracias a sus luces de navegación. Los niños iban de pie, de cara al viento, y en silencio, Lucy fue la primera en hablar.
—Esta aventura se está haciendo más aventurada —dijo—. ¡Ay, Señor! ¡Vaya si es verdad!