Capítulo XX

El señor Horacio Tipperlong se lleva un susto

El hombre condujo la lancha motora con destreza canalizo adentro hacia el punto en que se estrellara el «Lucky Star». Vio la amarra rota, atada aún a la roca, y la miró intrigado.

Dolly y Jorge estaban agazapados detrás de unas peñas grandes un poco más arriba. No les era posible ver lo que hacía el desconocido, porque temían ser descubiertos si atisbaban.

Jack y Dolly aguardaban en la cima del acantilado. La niña estaba nerviosa.

—Tengo una sensación muy rara en las rodillas —se quejó.

Jack se echó a reír.

—No seas criatura. ¡Fuerza, rodillas! Ahora…, aquí viene. No es preciso que digas una palabra si no quieres.

El hombre ascendió por las repisas rocosas que conducían a la parte superior de la hendidura. Era un individuo delgado en extremo y de piernas pellejudas. Llevaba pantalón corto y una especie de jersey. Le había quemado el sol y tenía ampollas en la piel.

Le adornaba el labio superior un delgado y raro bigotito. Era ancho de frente y tenía muy entrado el cabello. Usaba lentes ahumados muy oscuros, de suerte que resultaba imposible verle los ojos. No daba la sensación de ser una persona temible, pensó Jack.

—Hola, hola, hola —dijo el hombre, al encontrarse con los niños—. Me quedé asombrado al saber que había gente en esta isla.

—¿Quién se lo dijo? —inquirió el niño, al punto.

—¡Oh, nadie! Vi la columna de humo. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Sois un campamento completo o algo así?

—Quizá —respondió Jack—. ¿A qué ha venido usted aquí?

—Soy ornitólogo —explicó el hombre muy serio—. Vosotros no sabréis lo que eso significa, claro.

Jack sonrió para sus adentros. La cosa le hacía gracia, puesto que Jorge y él se consideraban muy buenos ornitólogos. Pero no pensaban decirle eso al desconocido.

—¿Orni… orni… ornitólogo? —preguntó con fingida ingenuidad—. Y, ¿qué es eso?

—Uno que estudia la vida de las aves, hijo mío. Un amante de los pájaros, uno que quiere saber todo lo relacionado con ellos y con sus costumbres.

—¿Es eso a lo que ha venido aquí entonces… a estudiar a los pájaros? —inquirió Lucy, creyéndose obligada a decir algo.

Habían dejado de temblarle las piernas y de experimentar sensaciones raras al ver que el desconocido no tenía aspecto temible.

—Sí. He estado en esta isla antes, hace muchísimos años, cuando era niño. Y deseaba volverla a visitar, aun cuanto trabajo me costó encontrarla. Me sorprendió de verdad ver el humo de vuestra hoguera. ¿Para qué es? ¿Estáis jugando a náufragos o algo así? Sé lo que son los niños.

Era evidente que, por el contrario, sabía muy poco de lo que eran los niños y que creía que ambos tenían menos años de los que, en realidad, habían cumplido.

«Empezará a recitarnos algún verso infantil de un momento a otro», pensó Jack, interiormente regocijado.

—¿Sabe usted mucho de pájaros? —inquirió a continuación en voz alta, haciendo caso omiso de la pregunta del otro.

—Pues, la verdad, no sé demasiado de las aves marinas. Por eso he vuelto a estas islas. Sé más de los pájaros corrientes.

«¡Ah-ha! —pensó Jack—. Dice eso porque tiene miedo a que le haga alguna pregunta acerca de los pájaros de aquí».

—Tenemos dos frailecillos domesticados —dijo Lucy, de pronto—. ¿Le gustaría verlos?

—¡Oh, muchísimo, querida, muchísimo! —contestó el hombre, dirigiéndole una mirada radiante—. A propósito, me llamo Tipperlong… Horacio Tipperlong.

—¿Tripalón? —exclamó Lucy, ahogando una risita.

Porque el nombre le resultaba cómico en extremo tratándose de un hombre que, no sólo carecía de todo vestigio de tripa, sino que parecía compuesto exclusivamente de pellejo y hueso.

—No, no… Tipperlong —dijo Horacio, sonriéndole expresivamente a la niña—. ¿Cómo te llamas tú?

—Lucy —respondió ella—. Y mi hermano, Jack. ¿Va a venir a ver a los frailecillos? Es por aquí.

—Me gustaría conocer a la persona que esté encargada de vosotros —dijo el otro—. Y… ah…, ¿dónde está vuestra embarcación? ¿No vinisteis en un barco?

—Nos la hizo polvo la tempestad —anunció Jack, con solemne rostro.

—¡Vaya, vaya! —exclamó el señor Tipperlong, como compadeciéndoles—. ¡Es terrible! ¿Cómo vais a regresar a vuestra casa entonces?

—¡Cuidado! —exclamó Jack, salvando al hombre de que se precipitara en la madriguera de un frailecillo—. Los pájaros tienen minada la isla. ¡Cuidado donde pone el pie!

—¡Caramba! ¡Cuánto pájaro! —dijo Horacio parándose en seco.

Había estado tan absorto en la conversación, que no había reparado, al parecer, en la asombrosa colonia de frailecillos. ¡Otro detalle en contra suyo! El niño no podía creer que un ornitólogo de verdad cruzase por entre frailecillos sin hacer algún comentario acerca de ellos.

—¡Extraordinario! ¡Sorprendente en grado sumo! No recuerdo haber visto nunca tantos pájaros juntos —dijo el hombre—. Y los hay a millares en los acantilados, por añadidura. ¡Vaya, vaya, vaya! Y, ¿decís en serio que tenéis dos frailecillos domesticados? Apenas puedo creerlo.

—Son de Jorge —anunció Lucy.

Y se hubiera cortado la lengua al darse cuenta de lo que había dicho.

—Creí que dijiste que tu hermano se llamaba Jack.

—Se debe haber equivocado —intervino Jack, diciendo la primera cosa que le acudió a la lengua.

Se estaban aproximando ya a la entrada de la cueva subterránea. ¡Ojo, señor Horacio Tipperlong! A ver dónde pondrá los pies.

Lucy empezó a ponerse nerviosa. ¿Y si aquel Tripalón o como quiera que se llamase, no se caía por el agujero al echarle la zancadilla Jack, sino que se abalanzaba sobre él? ¿Y si…, bueno, y si llevaba revólver? No parecía un hombre peligroso; pero no podía fiarse una nunca de las apariencias. Miró hacia los bolsillos del pantalón, para ver si distinguía en ellas algún bulto que hiciera sospechar la presencia de un arma de fuego.

Pero tenía el hombre tan hinchados los bolsillos de cosas, que resultaba imposible llegar a una conclusión sabré el particular. Jack le dio con el codo.

—Procura quitarte del paso ahora —le dijo en voz muy baja.

Lucy, obediente, se quedó un poco atrás, latiéndole con violencia el corazón.

Jack llegó a la entrada de la cueva. Un palo señalaba su posición, como antes, porque no había manera de saber dónde se encontraba sin alguna indicación. Horacio siguió caminando, con los pasitos cortos y afectada manera de andar que le caracterizaban, mirando, con miopía, a través de los ahumados lentes. De pronto, con gran asombro suyo, Jack adelantó una pierna, le dio un empujón, y le echó la zancadilla. Cayó al lado del agujero; pero antes de que pudiera levantarse, el niño le dio otro empujón que le precipitó por el oculto hueco.

Jack llevaba en la mano una estaca que había cogido de la pila de leña colocada junto a la hoguera. Apartó los brezos y miró al agujero. A la escasa claridad vio a Horacio Tipperlong sentado en el suelo y le oyó exhalar quejidos.

El hombre alzó la mirada y vio al niño.

—¡Eres un niño muy malo! —exclamó con ira—. ¿Qué significa esto?

Se le habían caído los lentes y sus ojos no tenían, en verdad, una expresión muy feroz. Parecían más bien débiles y acuosos. Se agarraba la cabeza, como si se hubiese hecho daño en ella.

—Lo siento —dijo Jack—, pero no había otro recurso. O nos capturaba usted a nosotros… o nosotros le capturábamos a usted. No es necesario que continuemos disimulando. Sabemos perfectamente a qué cuadrilla pertenece.

—¿De qué estás hablando? —exclamó el hombre, poniéndose en pie.

Sacó la cabeza por el agujero. Jack alzó inmediatamente la estaca.

—¡Vuelva a la cueva! —ordenó con ferocidad—. Es usted nuestro prisionero. Hizo usted prisionero a Bill, ¿verdad? Bueno, pues ahora le hemos hecho nosotros prisionero a usted. Si intenta salir de ese agujero le pegaré en la cabeza con esto. Inténtelo y verá.

Horacio retiró apresuradamente la cabeza.

Lucy estaba pálida y asustado.

—¡Oh, Jack! ¿Se ha hecho daño? Y…, no le pegarás, ¿verdad?

—¡Vaya si le pegaré! Piensa en Bill, Lucy… y en nuestra pobre «Lucky Star»… y en nosotros, que nos encontramos empantanados aquí por culpa de ese tipo y de sus compañeros. ¿No comprendes que si sale y vuelve a la canoa mandarán a muchos hombres más, y no descansarán hasta habernos apresado? ¡No seas débil!

—Bueno…, pues yo no quiero verte pegarle —respondió la niña—. A Dolly no le importaría ni pizca…, pero yo no soy tan fuerte como ella.

—Oíd…, ¿tendréis la bondad de decirme qué significan todas esas tonterías? —gritó Horacio—. ¡En mi vida oí una cosa igual! Hete aquí que vengo a una isla de pájaros, cosa la cual, que yo sepa, anda muy lejos de ser un crimen… y vais y me guiáis hasta aquí, me echáis la zancadilla y me metéis en un agujero. Me he hecho mucho daño en la cabeza. Y ahora me decís que, si intento salir, me saltaréis los sesos de un palo. ¡Sois unos niños malvados!

—De veras que lo siento mucho —repitió Jack—; pero no podía hacer otra cosa. Comprenderá usted que, habiéndonos quedado sin barco y desaparecido Bill, era preciso que consiguiésemos una embarcación de una u otra manera. No podemos quedarnos aquí de por vida.

Horacio quedó tan asombrado y disgustado ante semejantes palabras, que volvió a ponerse en pie. Se sentó apresuradamente al ver la estaca de Jack.

—Pero, escucha…, ¿dices en serio eso de llevarte mi lancha? Jamás vi frescura igual. Aguarda a que encuentre a las personas mayores encargadas de cuidaros, muchacho…, ¡vas a recibir la paliza más grande que te habrán dado en tu vida!