Capítulo XVIII

El enemigo y «Kiki»

Los pasos repercutieron en el oscuro agujero. Luego se oyó el sonido de voces.

—Exploremos todo el islote: Alguien tiene que estar alimentando esa hoguera.

—No hay muchos sitios aquí donde poder esconderse —repuso otra voz—. Nadie sería capaz de descender por esos acantilados tan pendientes, conque quedan eliminados. Y es evidente que no hay nadie en este valle…, salvo esos pájaros tan ridículos.

Uno de los hombres estaba encendiendo, al parecer, un cigarrillo, porque se oyó cómo raspaba una cerilla. La tiró luego, y ésta resbaló por entre los brezos, yendo a parar al agujero en que los niños estaban acurrucados, temblando. Le dio a Dolly en la pierna, y la niña por poco soltó un chillido.

«Están espantosamente cerca —pensaban todos en aquellos instantes—. ¡Espantosa, espantosamente cerca!»

—Mira —dijo uno de los hombres—. ¿Qué es esto? ¡El envoltorio de una pastilla de chocolate! Apuesto a que no anda lejos el escondite.

El corazón de los niños estuvo a punto de dejar de latir. Jorge recordó que el viento se había llevado un trozo del envoltorio de su chocolate, y que no se había molestado en irlo a recoger. ¡Maldita fuera! ¿Por qué no lo haría?

Jack buscó a «Kiki» a tientas. ¿Dónde estaba? Se le había quitado de encima del hombro, pero no le encontraba por ninguna parte. ¡Dios quisiese que no se le ocurriera soltar uno de sus gritos debajo de los pies de los desconocidos!

«Kiki» se había metido por la madriguera, siguiendo a «Soplando» y «Bufando». Los dos frailecillos estaban contemplando a los dos hombres. Se habían detenido en la boca de la madriguera, mirando fijamente a los recién llegados.

—Fíjate en esos payasos —dijo uno de los desconocidos—. ¿Qué son esos pajarracos tan ridículos, cuyo pico parece un manojo de fuegos artificiales a punto de estallar?

—No lo sé —contestó el otro—. Frailecillos, o loros marinos, o algo por el estilo.

—«Soplando» y «Bufando» —dijo «Kiki», muy natural.

Los hombres dieron un brinco, y se volvieron. «Kiki» se encontraba en la madriguera, detrás de los frailecillos, y no se le podía ver. No quería pasar por entre los dos pájaros, por temor a que éstos le soltaran un picotazo.

—¿Oíste eso? —preguntó el primer hombre.

—Pues…, sí que me pareció oír algo —repuso el otro—. Pero ¡hacen tanto ruido todos los pájaros que hay por aquí amontonados!

—Sí, arman un jaleo espantoso.

—Espan… espan… espantoso —anunció «Kiki», rompiendo a reír a carcajadas.

Los dos hombres miraron alarmados a los solemnes frailecillos.

—Escucha —dijo uno—; pero ¿es posible que hablen esos pájaros?

«Kiki» continuó riendo, y luego tosió profundamente.

—Es un poco raro, ¿verdad? —dijo el otro, frotándose la barbilla y mirando a los dos frailecillos.

Parecía como si fuesen ellos, efectivamente, los que hablaban y tosían. A «Kiki» no podía vérsele.

«Soplando» abrió el enorme pico.

—¡Arrr! —dijo muy solemne.

—¡Ahí tienes! —anunció el hombre—. ¡Esta vez le he visto! Sí que hablan. Serán loros de mar, quizá. Y los loros hablan, ¿verdad?

—Sí —repuso el otro—; pero hay que enseñarles. ¿Quién enseñó a estos dos?

—Bah, vamos…, no perdamos el tiempo con estos bichos tan absurdos. Bajaremos a la playa y caminaremos por ella para asegurarnos de que no hay nadie por ahí. Lástima que el vendaval deshiciera esa canoa: hubiésemos podido llevarnos parte de las provisiones.

«Kiki» imitó el ruido de una motocicleta lejana, y los dos hombres, que habían echado a andar ya, se detuvieron de pronto, estupefactos.

—¡Hubiese jurado que eso era una motocicleta! —dijo uno, con una risita avergonzada—. Vamos…, empezamos a imaginarnos que oímos cosas raras. ¡Aguarda a que le eche yo el guante o quienquiera que se halle en la isla… por hacernos perder el tiempo buscando de esta manera!

Con gran alivio de los niños las voces se fueron alejando hasta dejarse de oír por completo. «Kiki» volvió a entrar en la cueva.

—¡Qué lástima, qué lástima! —dijo, haciendo un chasquido con el pico.

—«Kiki», so imbécil, ¡por poco nos descubren a todos! —exclamó Jack en un susurro—. Ponte en mi hombro… y te advierto que como vuelvas a decir una palabra, te ato el pico con el pañuelo.

—¡Arrr! —contestó el loro.

Y metió la cabeza debajo del ala. Se sentía ofendido.

Durante lo que se les antojaron horas, los niños permanecieron sentados en silencio en su escondite. No volvieron a oír voces, ni hicieron retemblar la tierra pasos por encima de ellos.

—¿Cuánto tiempo hemos de estar aquí así? —susurró Dolly, por fin. Siempre era ella la primera en impacientarse—. Estoy entumecida.

—No lo sé —respondió Jack en otro susurro, que pareció llenar la cavidad subterránea—. Resultaría peligroso asomar la cabeza para observar.

—Yo tengo hambre —anunció Lucy—. ¡Ojalá hubiésemos bajado algo de comer! Y tengo sed también.

Jack se preguntó si debía o no aventurarse a asomar la cabeza. Cuando empezaba a decidirse a hacerlo, todos oyeron un ruido lejano que les llenó de alivio.

—Es el ruido que hace el motor de su canoa al arrancar —dijo Jack—. Deben haber renunciado a buscar más, gracias a Dios. Aguardaremos unos minutos para darles tiempo a alejarse y entonces saldré yo.

Esperaron cinco minutos. El motor sonó un rato, fue apagándose su sonido en la distancia y acabó por dejar de oírse.

Jack sacó cautelosamente la cabeza. Ni veía ni oía nada más que a los frailecillos. «Soplando» y «Bufando» se hallaban sentados cerca, y se alzaron con cortesía al verle asomar.

—¡Arrr! —dijeron.

Jack salió del todo. Se tumbó en el suelo, se llevó los gemelos a los ojos y barrió el mar con ellos. Por fin descubrió lo que andaba buscando: la lancha-automóvil, que se alejaba a toda velocidad e iba haciéndose más pequeña por momentos.

—¡No hay peligro ya! —gritó, para que le oyeran los otros—. Casi se han perdido de vista. Salid.

No tardaron en hallarse todos sentados en el Valle de los Sueños. Las niñas prepararon la comida, porque tenían un hambre voraz. Se habían terminado ya las gaseosas, así es que bebieron agua de la estancada en la roca, que estaba algo templada por efecto del sol, pero que tenía un gusto agradable. La lluvia de la tormenta había aumentado considerablemente su caudal.

—De buena nos hemos librado —dijo Jorge, animándose a medida que comía trozos de carne en conserva—. Temí que uno de ellos cayera por el agujero encima de nosotros.

—¿Y qué crees tú que sentí yo, cuando la cerilla entró por el agujero y me rebotó en la rodilla? —exclamó Dolly—. Por poco suelto un chillido.

—«Kiki» también estuvo a punto de descubrirnos —dijo Jack poniendo un trozo de carne encima de una galleta—, gritando «espan… espan… espantoso» de esa manera. Estoy avergonzado de ti, «Kiki».

—Está enmurriado —observó Dolly, riendo—. Fíjate en él…, se ha puesto de espaldas a ti, fingiendo no verte siquiera. Eso es porque te enfadaste con él.

Jack rió. Llamó a «Soplando» y «Bufando»; que se hallaban, como de costumbre, al lado de Jorge.

—¡Eh, «Soplando» y «Bufando»! ¡Venid a comer un bocado! ¡Qué pájaros más buenos! ¡Qué pájaros más agradables! Se hacen querer.

«Bufando» y «Soplando» se acercaron a Jack, anadeando. Tomaron con solemnidad el trozo de galleta que les ofrecía el niño. «Kiki» no pudo aguantar más. Dio media vuelta un tanto enfadado, y aulló con toda la fuerza que pudo.

—¡Malo, malo, niño malo, malo! ¡Pobre lorito, pobre lorito! ¡Lorito tiene un catarro, pon el escalfador a calentar, niño, malo, malo!

Corrió hacia los sobresaltados frailecillos y les atacó a picotazos. «Soplando» le devolvió los picotazos sin vacilar, y «Kiki» retrocedió. Empezó a silbar como un tren expreso, y los dos frailecillos volvieron apresuradamente al lado de Jorge, donde se quedaron mirando con alarma al loro, preparados para precipitarse dentro de su madriguera a las primeras de cambio.

Los niños rieron a carcajadas contemplando la escena. «Kiki» se acercó a Jack, caminando de lado, de una manera muy cómica.

—¡Pobre «Kiki», pobre «Kiki»! ¡Niño malo, niño malo! Jack le dio un trozo de galleta, y «Kiki» se le posó en el hombro a comérsela, mirando, con gesto de triunfo, a «Soplando» y «Bufando».

—¡Arrr! —les dijo, con tono de perro enfurecido—. ¡Arrr!

—Bueno, «Kiki», no hagas más «arrr» junto a mi oreja —le dijo Jack—. Y te aconsejo que no te acerques demasiado a «Soplando» en un buen rato. No olvidará tan fácilmente el picotazo que le diste.

—¿Creéis que podremos dormir fuera sin peligro esta noche? —preguntó Dolly, recogiendo las cosas después de la comida—. No me hace ninguna gracia tener que dormir otra vez en ese agujero.

—¡Oh, yo creo que no habrá inconveniente! —repuso Jack—. No creo que esos hombres, sean quienes sean, se acerquen aquí en la oscuridad de la noche. Lástima que no pudiéramos verles la cara.

—No me gustaron sus voces —aseguró Lucy—. Sonaban muy duras y terribles.

—¡Qué suerte fue que la tempestad se nos llevara las tiendas de campaña la otra noche! —exclamó de pronto Dolly—. De no haber sido así, no hubiésemos tropezado con ese agujero, ni podido usarlo como escondite. No hubiéramos sabido adonde ir.

—Eso es cierto —asintió Jorge—. ¿Si pensarán volver esos hombres? Seguiremos haciendo guardia, por si acaso, y conservaremos encendida la hoguera. Es nuestra única esperanza de que nos salven… y la única esperanza de Bill también, seguramente… porque, si nadie viene a salvamos, ¡es seguro que a Bill nadie le salvará!

—¡Pobre Bill! —dijo Lucy—. Quería desaparecer… y lo ha hecho de verdad.

—Esos hombres deben haber apagado nuestra hoguera —dijo Jack, dándose cuenta de que no se veía humo—. ¡Los muy canallas! Supongo que se les ocurriría apagarlo para que si volvía a encenderse y se alzaba humo, supieran con seguridad que había alguien, después de todo, en esta isla.

—Pues vamos a encenderla otra vez, ¡vaya si lo haremos! —exclamó Jorge—. Les demostraremos que si queremos hoguera, vamos a tenerla. Seguro que no quieren que esté encendida por temor a que pase alguna embarcación por aquí y la vea. No les interesa que explore nadie esta parte del mundo en estos momentos.

Subieron todos a la cima del acantilado y se pusieron a trabajar con denuedo. Los desconocidos habían apagado el fuego a puntapiés, dispersando las cenizas y los trozos de leña a medio quemar.

No tardó en estar todo amontonado de nuevo. Jorge aplicó una cerilla y las llamas prendieron en seguida. Una vez en marcha la hoguera echaron algas sobre ella y al instante se alzó una columna de humo.

—¡Ah, bandidos! —exclamó Jack, mirando hacia el mar—. ¡Ojalá estéis viendo nuestra señal otra vez! ¡No podéis con nosotros! ¡Aún acabaremos derrotándoos! ¡Aguardad y veréis!