Capítulo XVII

¡Un barco, un barco!

—¿Creéis que vale la pena tener encendida la hoguera si los aeroplanos pertenecen al enemigo? —inquirió Lucy, por fin.

—Si es que nos han de salvar alguna vez, hemos de hacer una señal u otra cosa —contestó Jack—. Tendremos que correr el riesgo de que la vean tos aviones. Quizás, al ver que no llega ningún mensaje de Bill, manden barcos en busca nuestra. En tal caso, verán nuestra señal y vendrán derechos a la isla.

—¡Ojalá sea así! —dijo Dolly—. No quiero estarme en este sitio meses y meses. Y resultaría terrible en invierno.

—¡Dios mío! ¡No hables de estar aquí en invierno! —exclamó Lucy, alarmada—. ¡Si sólo estamos en mayo!

—Dolly está viendo las cosas por su lado peor, como de costumbre —dijo Jorge.

Dolly se enfadó.

—¡No es verdad! —dijo—. ¡No hago más que ser sensata! Y tú siempre llamas a la sensatez «ver las cosas por su lado peor».

—Oh, no os pongáis a regañar ahora, que es cuando debiéramos estar todos más unidos —suplicó Lucy—. ¡Y no acerques esas ratas a Dolly, Jorge! ¡No seas mezquino!

Jorge hizo un chasquido con los dedos y las ratas volvieron a metérsele en los bolsillos, «Kiki» soltó un resoplido.

—¡Tres ratones ciegos! ¡Mirad cómo corren! ¡Pop, suena «Kiki»!

—¡Arrr! —dijo «Soplando», en cortés asentimiento.

La verdad era que resultaba la mar de cómico ver cómo hablaban «Bufando» y él con el loro. Jamás decían otra cosa que «arrr», pero lo decían en muchos tonos distintos y sonaban, a veces, como si sostuvieran una conversación.

Aquella noche los niños durmieron a la intemperie. Era una noche hermosa y tranquila, y las estrellas colgaban del firmamento, grandes y brillantes, Lucy intentó permanecer despierta. Las estrellas fugaces la encantaban y quería ver si descubría alguna. Pero no fue afortunada.

La cama resultaba muy cómoda. Habían escogido un lugar donde eran muy espesos los brezos para tender los toldos y las mantas, usando la ropa de repuesto como almohadas. Una leve brisa acariciaba las mejillas y el cabello. Se experimentaba una sensación la mar de agradable tendida allí, con el estrellado cielo por encima, y el rumor de las olas en la distancia.

—Sueña como el susurro del viento por entre las hojas —pensó la niña, soñolienta—. Y el susurro del viento por entre las hojas suena como el mar. ¡Ay, Señor! Me estoy haciendo un lío…, un lío…, un…

Aún era hermoso el tiempo al día siguiente, y el humo de la hoguera se elevaba vertical, tan leve era la brisa. Jack y Jorge sacaron muchas fotografías de pájaros, y Jack se asomó, con anhelo, al borde del acantilado, ansiando descender un poquito para fotografiar a las aves allá.

—Bill dijo que no —advirtió Jorge—. Y yo creo que debemos obedecerle. Suponte que nos pasara algo a nosotros, ¿qué harían las niñas? Tenemos montones de fotos sin necesidad de meternos a sacar ninguna de los huevos y los pájaros de las repisas.

—Lástima que los frailecillos no hayan puesto huevos —dijo Jack—. No he encontrado ni uno solo aún. Supongo que es un poco pronto. ¡Qué bonitas deben ser las crías de frailecillos! Me gustaría ver alguna.

—En vista de cómo marchan las cosas —le repuso el otro—, hay muchas probabilidades de que llegues a verlas. A lo mejor tenemos que pasar aquí una temporada demasiado larga.

Se acordó que uno u otro de los niños estaría siempre de vigía en el acantilado. Desde la cima de éste era posible ver casi alrededor de toda la isla, y no podía aproximarse ningún enemigo sin que le descubrieran aun cuando se hallara lejos. Ello les daría tiempo de sobra para avisar a los demás y esconderse todos.

—En realidad, será mucho mejor que escondamos todas las latas y cosas que tenemos debajo de la repisa dentro de ese agujero, ¿verdad? —murmuró Lucy, cuando se hicieron los planes—. De lo contrario, podrían encontrarlas.

—Pondremos brezos alrededor —repuso Jack—. Sería muy pesado tener que bajar al agujero en busca de provisiones cada vez que quisiéramos comer.

Acordaron hacerlo así y metieron brezos por debajo de la repisa que le servía a Lucy de despensa. Lo hicieron con tanta naturalidad, que parecía como si creciera allí.

—Tendríamos tiempo de sobra para echar la ropa y todo eso dentro del agujero si viésemos acercarse a alguno —anunció Jack—. Yo me encargaré de la primera guardia. No me aburriré ni pizca habiendo tantos pájaros en el acantilado. Y «Kiki» hace tanto el payaso con ellos, que resulta tan distraído como una comedia observarle.

Transcurrieren los días sin que sucediera nada emocionante. Una vez oyeron otro aeroplano, pero no le vieron. Las olas arrojaron sobre la playa más restos de la canoa. Los niños se bañaron; comieron, durmieron, y vigilaron por turno; pero nada vieron que les preocupase.

«Kiki» montaba guardia siempre con Jack. «Bufando» y «Soplando» lo hacían siempre con Jorge. En cierta ocasión, se acercó otro frailecillo demasiado a Jorge para el gusto de «Soplando», y el pájaro cargó contra él, gacha la cabeza y gruñendo «arrrr» como un perro enfurecido. Los enormes picos de los dos se engancharon y Jorge casi lloró de risa contemplando la curiosa batalla.

La llamó la «batalla de los picos» cuando se la describió a los demás más tarde.

—Hablan de cómo entrelazan las astas los ciervos cuando luchan —dijo—. Bueno, pues esos dos frailecillos enlazaron con la misma ferocidad los picos.

—¿Quién ganó? —inquirió Lucy, con interés—. ¿«Soplando», supongo?

—Claro que sí. Y no sólo ganó, sino que persiguió al otro hasta su madriguera y por dentro de ella. Salieron los dos por otro agujero, ganando «Soplando» la carrera. Lo que me extrañó fue que le quedara ninguna pluma al otro pobre pájaro cuando «Soplando» acabó con él.

La tarde del tercer día, Jack estaba sentado en la cima del acantilado. Le tocaba a él hacer guardia. Miró con indolencia, hacia el mar. Soplaba un poco más de brisa aquel día, y las olas coronadas de espuma, barrían la playa.

El niño estaba pensando en Bill. ¿Dónde se encontraba? ¿Qué le había sucedido? ¿Era posible que se hubiese escapado y, en caso afirmativo, era de esperar que acudiera con presteza a salvarles? ¿Y qué estaría pensando tía Allie? ¿Se habría enterado de que se carecía de noticias de Bill y estaría preocupada por su silencio?

Meditó profundamente sobre estas cosas, escuchando los variados gritos de las aves marinas a su alrededor, y observando su vuelo mar adentro. De pronto, allá lejos, distinguió algo.

Se puso rígido como perro que descubre algo anormal. Tomó los gemelos y se los llevó a los ojos. No tardó en enfocar el objeto, y vio que se trataba de una pequeña embarcación motora.

«Enemigos», pensó, y estaba a punto de ponerse en pie de un brinco, cuando se le ocurrió que quienquiera que ocupara la embarcación podría tener gemelos y también descubrirle. Se alejó arrastrándose hasta hallarse a bastante distancia de la cima antes de ponerse en pie y correr adonde se encontraban sus compañeros.

—¡Eh! —gritó sin aliento al bajar a toda velocidad el Valle de los Sueños donde los demás descansaban—. ¡Viene un barco!

Se incorporaron todos al instante. Lucy abrió desmesuradamente los verdes ojos, con excitación y temor.

—¿Dónde? ¿A qué distancia está?

—Bastante lejos aún. Necesitará unos diez minutos para llegar y atracar. Más vale que lo escondamos todo en el agujero inmediatamente.

—¿Y la hoguera? —preguntó Dolly, recogiendo una pila de jerseys y gabanes.

—Tendremos que dejarla. De todas formas, ya habrán visto el humo. Vamos, aprisa. ¡Muévete, Lucy!

Unos segundos bastaron para apartar los brezos de la boca del agujero y echar todas las cosas dentro. Jack quitó el palo que clavara para señalar el lugar.

—No hay necesidad de dejar postes indicadores que puedan guiar al enemigo —dijo, intentando hacer sonreír a Lucy.

Lo sonrisa con que ella le contestó fue un poco aguda.

—Bueno…, ¿está recogido todo ya? —inquirió Jorge, mirando a su alrededor.

Tiró de los brezos sobre los que habían estado tumbados y que estaban, como consecuencia de ello, aplastados; pero las plantas se estaban irguiendo ya de por sí. Recogió una cuchara que alguien se había dejado olvidada y se la metió en el bolsillo. No parecía quedar nada más que pudiese delatar la presencia de los muchachos.

—¡Vamos, «Copete»! ¡No andes rondando por ahí! —dijo Jack, lleno de impaciencia por meterse bajo tierra.

Las niñas habían bajado ya. Jack se introdujo por el hueco a su vez, y Jorge le siguió casi inmediatamente.

Jack tiró de los brezos desde dentro, hasta dejar tapada nuevamente la entrada.

—¡Vaya! Ahora, como no sea que alguien pise en este sitio, como hizo Jorge la otra noche, estamos seguros. A nadie se le ocurrirá pensar que hay un gran hueco por aquí, debajo del suelo.

—Me siento frailecillo —dijo Jorge—. Siento como si tuviera ganas de escarbar. ¿Y si escarbáramos un huequecito para cada uno de nosotros?

—Oh, no gastes bromas ahora —suplicó Lucy—. Yo no tengo ganas de ellas. Me siento…, me siento como comprimida y sin aliento. Y el corazón no podría latirme más aprisa. ¿No lo oís?

Ninguno fue capaz de oírlo. Pero eso quizá fuera porque a todos les latía con tanta violencia que les hubiera resultado imposible oír el de ninguna otra persona.

—¿Podemos susurrar? —preguntó Dolly, en un susurro tan alto, que todos pegaron un brinco.

—Yo creo que sí. Pero no habléis en alta voz —contestó Jack—. Y si oímos acercarse a alguno, aguzad bien el oído para ver si logramos descubrir si se trata de un amigo o de un enemigo. Sería terrible que resultaran ser amigos y les dejáramos marcharse sin habernos encontrado.

Terrible pensamiento, en efecto, casi peor que el de ser descubiertos por el enemigo. Todos permanecieron sentados en silencio, conteniendo el aliento y esforzando el oído. «Amigo o enemigo, amigo o enemigo, amigo o enemigo», dijo una voz en el cerebro de Lucy, y no pudo lograr que dejara de repetir las palabras vez tras vez: «Amigo o…»

—¡Chitón! —susurró Jack, de pronto—. Oigo algo.

Pero no eran más que «Soplando» y «Bufando» que llegaban al agujero. Apartaron los brezos y se dejaron caer dentro dando un susto terrible a los niños. Los brezos volvieron a juntarse, y los frailecillos escudriñaron las tinieblas, tratando de encontrar a Jorge.

—¡Qué pájaros más malos sois! —les regañó el niño—. Hubieran podido descubrir nuestro escondrijo. ¡Ojo con decir una palabra!

—¡Arrrr! —contestó «Soplando», con voz profunda.

Jorge le dio un empujón con ira, y el pájaro se apartó, asombrado. Era la primera vez que su amado Jorge le dirigía una palabra o un gesto de enfado. Marchó hacia la entrada de una madriguera vecina, seguido de «Bufando», y empezó a meterse por ella, la mar de ofendido. Los niños se alegraron de oírlos marchar.

—¡Chitón! —volvió a susurrar Jack. Y los demás se asieron unos a otros—. ¡Ahora sí que vienen de verdad! ¡Shhhh!…