Al día siguiente
Todos durmieron profundamente en su extraño refugio. No se despertaron hasta bien entrada la mañana porque reinaba la oscuridad en el agujero, y estaban muy cansados además.
Jack fue el primero en despertarse, al sentir que «Kiki» se movía pegado a su cuello. No comprendió, en el primer momento, dónde se encontraba. Se filtraba un poco de luz por el agujero; pero no gran cosa. Hacía mucho calor.
—¡Arrr! —dijo una voz gutural, haciéndole dar un brinco de sobresalto—. ¡Arrr!
Era el frailecillo que había bajado por su madriguera a verles la noche anterior. Jack encendió la lámpara y le miró con una sonrisa.
—Buenos días… si es que es de día. ¡Siento haberte molestado! Les pediré a «Soplando» y «Bufando» que te den explicaciones en cuanto volvamos a verlos.
Jorge abrió los ojos y se incorporó. Luego se movieron las muchachas. Al poco rato estaban despiertos todos, contemplando el agujero y recordando los acontecimientos de la noche anterior.
—¡Qué noche! —dijo Dolly, estremeciéndose—. ¡Oh! ¡Cuándo se nos llevó las tiendas el viento, sentí una sensación horrible de verdad!
—Y aún me sentí yo peor cuando desapareció Jorge —dijo Lucy—. ¿Qué hora es, Jack?
Miraba sin creer lo que veía en su reloj teniendo por último que exclamar con sorpresa:
—¡Caramba! ¡Son casi las diez ya! ¡Cuánto hemos dormido! Venid, vamos a ver si continúa tan fuerte la tempestad.
Se puso en pie y apartó el colgante brezo que obturaba la entrada del agujero. Penetró inmediatamente un chorro de cegadora luz solar y los niños parpadearon. Jack asomó la cabeza por el agujero, encantado.
—¡Troncho! ¡Hace un día perfecto! El cielo está azul otra vez, y hay sol por todas partes. No queda ni rastro de la tormenta. Vamos a salir al sol y echar una mirada a nuestro alrededor.
Salieron, ayudándose unos a otros. Una vez fuera del escondrijo, y caído el brezo de nuevo, no se veía ni señal del agujero que daba paso al hueco que les sirviera de dormitorio.
—¿Verdad que resultaría para nosotros un escondite maravilloso? —exclamó Jack.
Los otros le miraron. El mismo pensamiento se les ocurrió a todos.
—Sí. Y si el enemigo se presenta, ahí es donde nos meteremos —dijo Dolly—. A menos que pasen andando por encima del mismísimo agujero, jamás podrán encontrarlo. Pero ¡si ni yo misma sé dónde está ya, y eso que acabo de salir de él!
—¡Troncho! ¡No me digas que lo hemos perdido tan pronto como lo encontramos! —exclamó Jack.
Y miraron a su alrededor en busca de la entrada. Jack la encontró de la misma manera que Jorge el día anterior, cayéndose dentro. Clavó un palo en el suelo junto a ella para saber dónde hallarla la próxima vez.
—A lo mejor tenemos que dormir ahí abajo todas las noches ahora que nos hemos quedado sin tiendas de campaña —dijo—. Es una lástima que hayamos sacado las mantas. Pero no irá mal que les dé un poco de aire. Las extenderemos sobre los brezos para que se soleen.
—Gracias a Dios que ha parado ese viento tan terrible —murmuró Dolly—. Apenas hay brisa siquiera hoy. Va a hacer la mar de calor. Nos bañaremos.
Lo hicieron en un mar sereno, que en nada se parecía al enfurecido océano del día anterior. Ahora se mostraba apacible y azul, y corría arena arriba en onduladas olitas bordeadas de blanco. Después de bañarse, los niños hicieron un desayuno abundante en el lugar que habían ocupado las tiendas.
«Soplando» y «Bufando» hicieron su aparición en cuanto llegaron los niños, y les saludaron con alegría.
—¡Arrrrr! ¡Arrrrr!
—Dicen que esperan que les tendremos reservado un buen desayuno —aseguró Dolly—. Lástima no os gusten las ratas, «Soplando» y «Bufando»; resultaríais la mar de útiles si así fuese.
Las ratas de Jorge habían vuelto a asomar la cabeza, ahora que había pasado la tormenta, con gran disgusto de la niña. Parecían muy animadas y una de ellas se le metió a Jack en el bolsillo en busca de una semilla de girasol. Sacó una, se sentó sobre los cuartos traseros encima de la rodilla del niño y se puso a roerla. «Kiki» se la arrebató bruscamente, obligándole a huir en dirección a Jorge.
—Eres el perro hortelano, «Kiki» —dijo Jack—. No quieres esa semilla para ti, pero tampoco se la quieres dejar a comer a «Chirriamucho». ¡Vergüenza debía darte!
—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! —exclamó el loro al punto.
Y le soltó a Jack un aullido de risa al oído. El niño se lo quitó del hombro de un empujón.
—¡Voy a quedar sordo durante el resto del día! Lucy, ojo con esa carne en conserva. «Soplando» está dando demasiadas muestras de interés por ella.
—¡Caramba! Entre que «Kiki» nos roba la fruta de las latas, que «Soplando» y «Bufando» andan tras la carne, y que las ratas de Jorge meten el hocico en todas partes, lo raro es que nos toque a nosotros nada —exclamó Lucy.
Lo que no impedía que hallaran divertido que los animales se consideraran como de la familia. «Soplando» y «Bufando» resultaban más cómicos que de costumbre aquella mañana, porque ahora que empezaban a tener confianza querían investigarlo todo. A «Soplando» le llamó la atención, de pronto, el tenedor de Dolly, y lo tomó con el pico.
—¡No te tragues eso, bobo! —exclamó la niña, intentando quitárselo.
Pero «Soplando» tenía un pico muy fuerte y por mucho que tiró, Dolly no pudo quitarle el tenedor. El pájaro se alejó un poco para examinar su trofeo con tranquilidad.
—No se lo tragará, no te preocupes —dijo Jorge, echándole a Dolly el suyo—. Si se pasa un rato examinándolo, no nos dará guerra mientras lo haga.
La hoguera, naturalmente se había apagado por completo. Hubo que encenderla otra vez. Esto no resultó tan fácil como la primera vez, porque todo había quedado empapado de agua durante la noche. El sol calentaba tanto, no obstante, que leña y algas no tardarían en secarse de nuevo.
Los niños se quedaron sin comer aquel día, porque eran las doce antes de que recogieron las cosas del desayuno.
—Merendaremos fuerte a eso de las cinco —dijo Jack—. Tenemos de sobra qué hacer… buscar las tiendas de campaña… encender la hoguera… recoger más leña… e ir a ver si la canoa se halla en buen estado.
Las tiendas no se veían por parte alguna.
—Probablemente habrán ido a parar a alguna isla lejana —dijo Jack—, asustando a los pájaros de allá. Bueno, ¿dormiremos en ese agujero esta noche?
—¡Oh, no, por favor, no! —suplicó Lucy—. Huele demasiado. Y vuelve a hacer tanto calor, que bien podríamos tender las mantas sobre los brezos y dormir al aire libre. Eso me gustaría.
Jorge contempló el despejado cielo. No se veía una nube.
—Si el tiempo está como ahora cuando anochezca —dijo—, podrá dormirse cómodamente al aire libre. Lo haremos si no hay cambio alguno. Encontraremos un sitio bien mullido y dejaremos las mantas en él, y la ropa, con los toldos por encima. ¡Es una suerte que los toldos se quedaron enredados en los abedules!
Hallaron un lugar a propósito no muy lejos de donde tenía almacenadas Lucy las provisiones bajo la repisa de roca, y amontonaron la ropa y las mantas allí, con los toldos por encima. Lucy había colocado la ropa de repuesto con las provisiones, pero la lluvia la había alcanzado, humedeciéndola. Conque se decidió que sería mejor usarla como ropa de cama durante la noche, y conservarla bajo los toldos durante el día.
Después de haber hecho todo esto, fueron a ver la hoguera, que ardía bien ya. Se sentaron en la cima del acantilado, con los pájaros gritando a su alrededor, y miraron hacia el tranquilo mar.
—¿Qué es eso? —inquirió Lucy, de pronto, señalando algo que flotaba no muy lejos.
—Parece un montón de madera o algo así —respondió Jorge—. Restos de algún naufragio. Ojalá lo empujen las olas a tierra. Nos irá muy bien para la hoguera.
Entró lentamente con la marea. Jorge se llevó los gemelos a los ojos. Luego lo volvió a bajar, con tal cara de chasco, que los otros se alarmaron.
—¿Sabéis que esa madera se parece mucho a la del «Lucky Star»? —dijo—. Y hay más pedazos por allí, mirad… y seguramente encontraremos restos en las rocas también.
Callaron todos, consternados. A ninguno se le había ocurrido pensar que la tormenta hubiese podido estrellar a la canoa contra las rocas, reduciéndola a astillas. Jack tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. ¡Cuán rudo golpe si eso era cierto! Se puso en pie.
Vamos. Más vale que bajemos a cerciorarnos. Supongo, claro, que tenía que zarandearla el viento. Pero, en cualquier caso, tampoco hubiésemos podido moverla. ¡Troncho! ¡Qué mala pata si nos hemos quedado sin barco! Aun cuando tuviera el motor destrozado seguía siendo una embarcación. Hubiésemos podido improvisar una vela o algo…
Los niños se apartaron de la hoguera en silencio, pasaron por la hendidura y bajaron por las repisas rocosas hasta el pequeño puerto.
No había embarcación alguna allí. Sólo quedaba un trozo de la cuerda que había servido para amarrarla. Continuaba atada a la roca, ondeando la punta rota a impulsos de la brisa.
—¡Mirad! —dijo Jack, señalando—. Las olas que entraban y salían con furia debieron zarandearla de lo lindo… ¿Veis las manchas de pintura en las rocas… y los trozos de madera que flotan por ahí? Cuando se rompió la cuerda, la deshicieron contra el acantilado. ¡Qué mala suerte!
Las lágrimas acudieron a los ojos de las niñas, y Jorge tuvo que volver la cabeza también. ¡Una embarcación tan hermosa! Ahora no era ya más que una masa de destrozadas maderas que podrían quemar en la hoguera. ¡Pobre «Lucky Star», y cuan poco le había cuadrado, en los últimos momentos, aquel nombre!
—Bueno; nada de lo que hubiésemos podido hacer nosotros hubiera servido de nada —dijo Jack, por fin—. La tempestad la hubiese deshecho de todas formas… aunque, de haber estado Bill con nosotros y de hallarse en condiciones la canoa la hubiese llevado él a la Caleta del Chapuzón, y la hubiéramos podido arrastrar playa arriba entre todos para ponerla fuera del alcance de las olas. No fue nuestra la culpa.
Todos se sentían tristes y alicaídos al abandonar el puertecillo y regresar a la cima del acantilado. El sol se estaba poniendo ya, y el atardecer era apacible y hermoso. Apenas había viento.
—¡Oigo un aeroplano otra vez! —exclamó Lucy, cuyo agudo oído percibió el trepidar del motor antes que el de los otros—. ¡Escuchad!
Allá a lo lejos vio un punto negro a poca altura del horizonte. Los niños se llevaron los gemelos a los ojos. Jack soltó una exclamación.
—¡Mirad, está dejando caer algo! ¿Qué es, Jorge? ¿Un paracaídas?
—Parece un paracaídas pequeño, sí, con algo colgando debajo…, algo que se balancea —contestó el niño, con los gemelos pegados a los ojos—. ¿Es un hombre? No; no parece un hombre. Entonces, ¿qué puede ser? ¿Y por qué tira cosas aquí ese avión? ¡Troncho! ¡Ojalá estuviese Bill aquí para verlo! Algo muy raro está sucediendo en estos alrededores. Y es obra del enemigo. Nada me extrañaría que se alarmen cuando vean el humo de nuestra hoguera, ni que vengan a investigar a esta isla. No va a haber más remedio que montar guardia en el acantilado, mañana.
Volvieron al Valle de los Sueños, intrigados y llenos de ansiedad. Ya era hora de la merienda, y Lucy y Dolly la prepararon en silencio. Se hallaban de nuevo en plena aventura. Y ya no había manera de que se libraran de ella.