Una tempestad verdaderamente terrible
El viento se alzó o eso de las cinco. Agitó las olas en torno a la isla hasta hacerlas gigantescas, coronarlas de espuma y lanzarlas playa arriba, donde rompían con estruendo de truenos. Las aves marinas abandonaron las caletas para alzar el vuelo dando grandes gritos. El viento las empujó, elevándolas y ayudándolas a recorrer grandes distancias sin que tuvieran que batir las alas. Se estaban divirtiendo de lo lindo.
A «Kiki» no le gustaba tanto viento. No podía alzarse ni planear como las gaviotas y los guillemotes. Hería su amor propio verse zarandeado demasiado. Permaneció cerca de las tiendas de campaña que se agitaban como seres vivos, tirando con violencia de las estaquillas que las sujetaban.
—¡Escuchad! ¡No podemos vigilar el fuego toda la noche! —exclamó Jorge—. Tendremos que cubrirlo con la esperanza de que aguante. Quizá despida resplandor de todas formas. ¿Verdad que lo conservan muy bien las algas? ¡Troncho! ¡El viento está ahora haciendo jirones el humo!
El sol se puso, hundiéndose en un macizo de borrascosas nubes violáceas que se iban acumulando por occidente. Jack y Jorge las contemplaron.
—Ésa es la tormenta que se aproxima; no cabe duda —aseguró Jack—. Bueno… ya hace días que la vemos venir… tenía que acabar así este tiempo caluroso. Dios quiera que el viento no se nos lleve las tiendas durante la noche.
—¡Quiéralo Dios! —asintió Jorge con ansiedad—. ¡Está soplando un verdadero ventarrón! ¡Fíjate en esas nubes tan terribles! ¡Parecen verdaderamente malignas!
Vieron cómo las nubes iban cubriendo el firmamento, haciendo caer la noche antes que de costumbre. Jorge se metió la mano en el bolsillo…
—Mis ratas saben que se acerca una tormenta —anunció—. Se han amontonado en el fondo del bolsillo. Es curioso cómo saben los animales esas cosas.
—¡Jack! —llamó con ansiedad Lucy—. ¿Tú crees que están seguras las tiendas? ¡Las está moviendo el viento una barbaridad!
Los niños fueron a examinarlas. Estaban tan firmes como era posible sujetarlas. Pero, con un viento como aquél, ¿quién podía asegurar lo que iba a suceder?
—No podemos hacer otra cosa que confiar en que todo irá bien —dijo Jack, algo alicaído—. Jorge, ¿tienes la lámpara de bolsillo? Más vale que estemos preparados para sufrir molestias esta noche. Si continúa el vendaval, quizá tengamos que levantarnos a sujetar las tiendas otra vez.
Las dos llevaban lámparas de bolsillo con baterías nuevas; por ese lado, pues, estaban tranquilos. Las depositaron junto a su lecho cuando se envolvieron en las mantas aquella noche. Se acostaron todos pronto porque, en primer lugar, se estaba haciendo muy oscuro, en segundo lugar, había empezado a llover y, en tercer lugar, todos estaban cansados por el trabajo hecho aquel día. «Kiki» se retiró con los muchachos, como de costumbre, y «Soplando» y «Bufando» se metieron en su madriguera.
—¿Qué estará haciendo el pobre Bill? —murmuró Jack, mientras Jorge y él escuchaban rugir el viento a su alrededor—. Apuesto a que está preocupadísimo por nosotros.
—No hay derecho, y precisamente cuando empezábamos a disfrutar de verdad de las vacaciones —respondió Jorge—. Y ahora, el tiempo se ha estropeado también. ¿Qué haremos si continúa así días y días? Resultará horroroso.
—Oh, quizá se despeje cuando haya descargado la tormenta. ¡Troncho! ¡Escucha las olas en la playa! ¡Y cómo deben estarse estrellando contra los acantilados! ¡Apuesto a que ni las bubias ni los guillemotes están durmiendo gran cosa esta noche!
—El viento es bastante ensordecedor, por añadidura —asintió Jorge—. ¡Maldita sea! Estoy cansado a más no poder y sin embargo, no hay manera de que pueda dormir con todo este jaleo. Y ¡troncho!, ¿qué es eso?
—Truenos —contestó Jack, incorporándose—. La tempestad se nos ha echado encima ya. Metámonos en la tienda de las niñas. Jorge, Lucy estará espantada si ha despertado. Una tempestad en esta isla tan descubierta no será cosa de risa ni mucho menos.
Se introdujeron en la otra tienda. Las niñas estaban completamente despiertas y se alegraron de tenerles a su lado. Dolly se metió entre las mantas calientes de Lucy, y los niños ocuparon el sitio de Dolly. Jack encendió su lámpara portátil.
Vio que Lucy estaba a punto de llorar.
—No hay nada de qué asustarse, hija mía —le dijo con dulzura—. No es más que una tormenta, y las tormentas nunca te asustaron, Lucy, bien lo sabes.
—Ya lo sé —respondió la niña, tragando el nudo que se le había hecho en la garganta—. Sólo que… bueno, esta tormenta parece tan salvaje y… y tan «rencorosa» no sé por qué. Nos da «zarpazos» a la tienda, y nos ruge a nosotros. Parece viva.
Jack se echó a reír. Sonó el trueno de nuevo, superando en estruendo a las rompientes. «Kiki» se pegó a Jack.
—¡Pop, pop, pop! —dijo.
Y metió la cabeza debajo del ala.
—El trueno no hace pop, «Kiki» —dijo Jack, intentando ser chistoso.
Pero nadie sonrió. El viento sopló con más fuerza que nunca y los niños sintieron no tener más mantas. ¡Había tanta corriente!
De pronto fulguró un relámpago. Les hizo dar un brinco a todos, tan vivido era. Durante una fracción de segundo se vieron claramente los pendientes acantilados y el enfurecido mar. Luego el cuadro se borró.
El trueno volvió a sonar, por encima de sus cabezas esta vez. Luego un relámpago hendió el firmamento, y los niños volvieron a ver el acantilado y el mar. Daban ambos cierta sensación de irrealidad.
—No parecen de este mundo —dijo Jorge—. ¡Troncho! ¡Oíd la lluvia! Me está salpicando por todas partes, aunque sólo Dios sabe cómo puede entrar aquí.
—El viento está haciéndose peor —anunció Lucy, temerosa—. ¡Se nos llevará las tiendas de campaña! ¡Veréis como sí!
—¡Qué ha de llevarse! —repuso Jack, cogiéndole la mano a su hermana—. No puede arrancarlas. No…
Pero en aquel preciso instante se oyó como si algo se rasgara y una especie de gualdrapazos. Algo le dio a Jack en la cara y… ¡adiós tienda de campaña!
Los cuatro niños se quedaron como mudos durante un momento. El viento rugía a su alrededor, la lluvia les empapaba. No tenían nada que les protegiera, pues la tienda había desaparecido arrastrada por el viento en la oscuridad de la noche.
Lucy soltó un chillido y se agarró a Jack. Éste encendió a toda prisa su lámpara.
—¡Troncho! ¡Se ha ido! ¡Se lo ha llevado el vendaval! ¡Metámonos en nuestra tienda aprisa!
Pero antes de que pudieran levantarse de entre las mantas siquiera, el viento se había llevado la otra tienda también. Pasó como una exhalación junto a Jorge, que intentaba ayudar a las niñas a ponerse en pie y cuando dirigió la luz hacia donde había estado la otra tienda no encontró nada.
—La nuestra ha desaparecido también —gritó, para que pudiera oírsele—. ¿Qué hacemos?
—¡Más vale que bajemos a la canoa… si es que nos resulta posible! —gritó Jack—. O… ¿crees tú que se nos llevará el viento? ¿Será mejor quizá que nos envolvamos en las mantas y los toldos y aguardemos a que se apacigüe la tormenta?
—No. Nos calaríamos hasta los huesos. Mejor será intentar llegar a la embarcación —contestó Jorge.
Puso en pie a las niñas, y cada uno de ellos se echó una manta sobre los hombros para protegerse contra la lluvia y el frío.
—¡Agarraos de la mano y no os separéis! —dijo Jorge—. Yo iré delante.
Se agarraron de la mano. Jorge echó a andar, dando traspiés ante el vendaval que le azotaba la cara. Atravesó la colonia de frailecillos, procurando conservar el equilibrio.
De pronto, Dolly, que iba asida a la mano de Jorge, sintió que éste la soltaba. Oyó a continuación un grito.
Llamó asustada:
—¡Jorge, Jorge! ¿Qué te ha ocurrido?
No tuvo respuesta, Jack y Lucy se acercaron a ella.
—¿Qué ocurre? ¿Dónde está Jorge?
La lámpara de Jack iluminó el suelo. No vio a su amigo. Éste había desaparecido por completo. Los niños, latiéndoles el corazón dolorosamente, permanecieron inmóviles, consternados y llenos de asombro. ¡No era posible que se le hubiese llevado el viento!
—¡Jorge! ¡«Jorge»! —gritó Jack, con toda la fuerza de sus pulmones.
Pero sólo el viento le respondió. Los tres gritaron a continuación y a coro.
Jack creyó oír un débil grito en respuesta. Pero ¿dónde? ¡Parecía proceder de debajo de sus pies! Inclinó hacia abajo la lámpara y, con inmensa sorpresa suya y no menor susto, vio la cabeza de su compañero; pero sólo su cabeza, al nivel del suelo.
Dolly soltó un chillido de terror. Jack se arrodilló, demasiado estupefacto para decir una palabra. Nada más que la cabeza de Jorge… nada más que…
De pronto comprendió lo sucedido. Jorge había pisado tierra tan minada por los frailecillos, que había cedido, precipitándole en un agujero. Por poco lloró de alivio.
—¿Estás bien, Jorge? —gritó.
—Sí. Dame tu lámpara. Se me ha escapado la mía de la mano. He ido a caer en un agujero tremendo. Quizá haya sido suficiente aquí abajo para que nos guarezcamos todos —repuso el otro, gritando a su vez.
El viento se llevaba las palabras casi antes de que Jack pudiese oírlas.
Jack le entregó la lámpara. La cabeza del muchacho desapareció. Luego volvió a aparecer, surgiendo entre brezos y claveles marinos.
—Sí. Es un agujero enorme. Podéis bajar todos. Estaremos resguardados y secos hasta que pase la tormenta. Andad. Es un poco oloroso, pero, por lo demás, no está mal.
Dolly resbaló por la abertura, se encontró junto a Jorge. Luego bajaron Lucy y Jack. Éste había encontrado la lámpara del otro niño, y las dos lámparas iluminaron ahora el agujero.
—Supongo que entre los conejos y los frailecillos escarbaron tanto, que lograron hacer este boquete —comentó Jack—. Mirad, una madriguera de frailecillos desemboca en él por ese lado… y ¡uno de los pájaros nos está mirando con asombro! Hola, amigo. Perdona que irrumpamos de esta manera.
El alivio que experimentaba por haber hallado sano y salvo a Jorge, y por hallarse ya apartado del fragor de la tormenta, le hacían sentirse la mar de animado. Los sollozos de Lucy cesaron, y todos miraron a su alrededor con interés.
—Yo diría que ésta es una oquedad natural —anunció Jorge—, con una capa de tierra sostenida por las raíces de la vegetación, como cubierta. Pero tanto minar por parte de los frailecillos ha debilitado la superficie y por eso se hundió cuando la pisé. Bueno, pues precisamente lo que nos estaba haciendo falta… de momento, por lo menos.
Por encima de ellos continuaba rugiendo la tormenta, amortiguado su ruido por los entrelazados brezos y claveles de mar. No entraba ni una gota de lluvia en la cavidad. El trueno sonaba lejos. El relámpago no se veía.
—No veo ya razón para que no durmamos aquí esta noche —dijo Jack, extendiendo en el suelo la manta que se había quitado de encima de los hombros—. El suelo es blando y está seco… y el aire debe ser respirable, puesto que el frailecillo continúa allí, mirándonos. A propósito… espero que «Soplando» y «Bufando» se encontrarán perfectamente.
Tendieron todos las mantas y se echaron, apretados unos contra otros.
—Te felicito por haber encontrado alojamiento tan magnífico para la noche. Jorge —dijo Jack, soñoliento—. ¡Has dado una muestra de gran habilidad! ¡Hasta mañana todo el mundo! ¡Qué descanséis!