Capítulo XIV

Unos cuantos planes

Todos se sintieron mal de pronto. Lucy se sentó, apelotonada. Dolly hizo lo propio. Los niños se quedaron mirando el destrozado motor, como si no pudieran dar crédito a lo que estaban viendo.

—Debe de ser una pesadilla —dijo Dolly, por fin—. No puede ser verdad. Pero… ¡pero si todo iba perfectamente anoche, y ahora… ahora…!

—Ahora la embarcación está destrozada y no podemos marchar de aquí… el aparato de radio está deshecho, y no podemos mandar ningún mensaje… y Bill ha desaparecido —dijo Jorge—. Y no se trata de un sueño, sino de una realidad.

—Sentémonos en el camarote todos juntos —propuso Lucy secándose las lágrimas—. Sentémonos juntos y hablemos. No nos separaremos ni un instante.

—¡Pobre Lucy! —exclamó Jorge, rodeándola con un brazo—. No te preocupes. En trances peores que éste nos hemos encontrado.

—¡No es verdad! —exclamó Dolly—. ¡Éste es el peor apuro en que nos hemos encontrado jamás!

«Kiki» sentía la tensión que se había apoderado de los niños. Permaneció quieto sobre el hombro de Jack, haciendo ruiditos consoladores. «Soplando» y «Bufando» se hallaban sentados solemnemente sobre cubierta, con la mirada fija. Hasta ellos parecían darse cuenta de que había sucedido algo terrible.

En el camarote, sentados muy juntos, los niños se sintieron algo mejor. Jack rebuscó en una minúscula alacena y sacó una barra de chocolate. No habían desayunado y, aunque el golpe recibido parecía haberles quitado el apetito, se pusieron a roer el chocolate con agradecimiento.

—Procuremos reconstruir exactamente lo sucedido —dijo Jack, dándole un pedazo de chocolate a «Kiki».

—Sabemos que Bill estaba preocupado por algo —dijo Jorge—. Los aeroplanos, por ejemplo. Tenía el presentimiento de que estaba ocurriendo algo extraño en los alrededores. Por eso marchó solo en la canoa. Se conoce que le vieron.

—Sí… y quizá sus enemigos consiguieron averiguar que se hallaba en este islote —dijo Dolly—. Pueden haberle seguido desde lejos, usando gemelos de campaña para no perderle de vista. Sea como fuere, está bien claro que vinieron aquí en su busca.

—Y que le encontraron —asintió Jack—. ¡Qué lástima que marchara a trastear con el aparato de radio anoche!

—Si no lo hubiera hecho, el enemigo, quienquiera que sea, probablemente hubiese explorado la isla, descubriéndonos a nosotros también —dijo Dolly—. Así como están las cosas, lo más probable es que no conozcan nuestra existencia.

—Lo mismo daría que la conociesen —observó Lucy, con un respingo—. Estarían seguros de que no podríamos hacer ningún daño, viviendo en esta isla de la que podemos marcharnos.

—Llegaron aquí… en una lancha automóvil probablemente —prosiguió Jack—. Dejarían la lancha fuera… acercándose a tierra en un bote de remos, sin hacer ruido. Deben conocer esta abertura… o quizá vieron la luz de la canoa. Es seguro que Bill encendería la del camarote, la cual es muy brillante, por cierto.

—Sí. Y le pillarían por sorpresa y le dejarían sin conocimiento —asintió Jorge, alicaído—. Se le han llevado y… ¡Dios sabe lo que ocurrirá!

—No le… no le harán daño, ¿verdad? —dijo Lucy, con voz trémula.

Nadie le contestó. Lucy se echó a llorar otra vez.

—Anímate, Lucy —repitió Jorge—. Nos hemos encontrado en peores situaciones que ésta, diga Dolly lo que quiera. Saldremos del apuro divinamente.

—¿Cómo? —sollozó Lucy—. ¡Yo no veo cómo vamos a poder! Ni tú tampoco.

No lo veía Jorge tampoco, en efecto. Se rascó la cabeza y miró a Jack.

—Bueno… pues tenemos que trazarnos algún plan —le anunció este último—. Quiero decir que… hemos de decidir lo que vamos a hacer para intentar escaparnos… y lo que vamos a hacer para que escapemos.

—¿No vendrán los amigos de Bill a buscarnos cuando vean que no reciben ningún mensaje suyo? —preguntó Dolly de pronto.

—¡Bah! ¿De qué serviría eso? —contestó Jorge al punto—. Hay centenares de islotes de pájaros por aquí. Pudieron hacer falta años para visitarlas y explorar cada una de ellas en busca nuestra.

—Podríamos encender una hoguera en el acantilado y mantenerla ardiendo para que quien buscase viese el humo durante el día y las llamas por la noche —dijo Dolly, excitada—. Como hacen los marineros cuando ellos naufragan, ¿sabes?

—Sí que podríamos —asintió Jack—. Sólo que… el enemigo pudiera verlo también… y acercarse, y encontrarnos antes que ningún otro…

Reinó el silencio. Nadie sabía quién era el enemigo. Parecía misterioso, potente, aterrador…

—Bueno, ¿y qué quieres que hagamos? Yo creo que debiéramos seguir el plan de Dolly y encender una hoguera —dijo Jorge por fin—. Tenemos que correr el riesgo de que la vea el enemigo y venga a la isla. Hay que hacer algo para ayudar a los que pudieran acudir en nuestro auxilio. Vigilaremos y si el enemigo se presenta correremos a escondernos.

—¡Escondernos! ¿Dónde podremos escondernos? —inquirió Dolly, con desdén—. ¡No hay un solo sitio en toda la isla en que pueda ocultarse nadie!

—Eso es cierto —asintió Jack—. No hay cuevas, no hay árboles salvo ese puñado de abedules… y los acantilados son demasiado pendientes para que se puedan explorar. ¡Sí que estamos metidos en un atolladero!

—¿No podemos hacer nada para ayudar a Bill? —preguntó compungida, Lucy—. No hago más que pensar en él.

—Y yo —dijo Jack—. Pero no veo que podamos hacer nada para ayudarnos a nosotros mismos, cuanto más para ayudarle a él. Si pudiéramos escaparnos de aquí… o radiar una llamada de auxilio y conseguir que vinieran algunos de los amigos de Bill… eso sería algo. Pero no parece haber nada que hacer más que quedarse aquí y esperar.

—Hay comida en abundancia, por lo menos —dijo Dolly—. Pilas de conserva, galleta, leche condensada, sardinas y carne…

—Creo que será mejor que lo saquemos todo del barco —dijo Jack—. Me sorprende que el enemigo no se llevara todo lo que pudiese cargar. Quizá vuelva a buscar las provisiones, conque más vale que nos anticipemos. Podemos esconderlas en las madrigueras de los frailecillos.

—Desayunemos ahora —sugirió Jorge, sintiéndose más aliviado tras haber discutido el asunto y hecho algunos planes—. Abrid unas latas y buscad gaseosas. Vamos.

Aún se sintieron mejor todos después de haber comido y bebido. Habían tapado el aparato de radio; no podían soportar mirarlo.

Jack subió a cubierta después de satisfacer su apetito. Hacía bochorno de nuevo, y hasta la brisa parecía cálida. Brillaba el sol a través de una delgada capa de nubes y tenía un tinte rojizo.

—Aún ronda la tormenta —dijo—. Vamos… es preciso que nos pongamos a trabajar antes de que se presente con toda su crudeza.

Se decidió que Jorge y Dolly fueran a recoger leña para encender la hoguera en el acantilado.

—No nos consta que esos aeroplanos que vemos a veces sean del enemigo —dijo Jorge—. Si no lo son, quizá vean nuestra señal y vengan a volar en círculo sobre la isla. Luego mandarán ayuda. Hasta es posible que llegue alguno hoy. Conque encenderemos el fuego. Le echaremos algas secas alrededor, porque harán rescoldo y echarán humo en abundancia.

Jack y Lucy quedaron encargados de transportar las cosas desde la canoa hasta las tiendas de campaña.

—Cargad con todas las latas de comida que podáis —aconsejó Jorge—. Si el enemigo acertara a volver durante la noche y se las llevara, quedaríamos empantanados. ¡Nos moriríamos de hambre! Como están las cosas, disponemos de provisiones suficientes, si las salvamos, para semanas y semanas.

Los cuatro niños trabajaron rudamente en verdad. Jack y Lucy transportaron sacos de latas desde la embarcación hasta el Valle de los Sueños. De momento, las dejaron amontonadas junto a las tiendas. «Kiki» las examinó con interés y dio un picotazo a dos o tres de ellas.

—Menos mal que no tienes un abrelatas por pico, «Kiki» —dijo Jack, haciendo el primer chiste del día para intentar hacer reír a Lucy—. No nos dejarías muchas provisiones como lo tuvieses.

Jorge y Dolly estaban muy ocupados también. Se llevaron un saco cada uno y erraron por la playa, recogiendo los trozos de madera arrojados por las olas. Encontraron combustible de esta clase en abundancia y llenaron los sacos. Luego los transportaron a la cima del acantilado. «Soplando» y «Bufando» les hicieron compañía, tan solemnes como siempre, andando a veces y otras volando.

Jorge vació un saco en un lugar apropiado. Empezó a preparar la leña. Dolly corrió a llenar un saco de algas secas. También abundaban éstas.

Jack y Lucy, que estaban descargando conservas en el Valle de los Sueños, no tardaron en ver alzarse una columna de humo en la parte superior del farallón.

—¡Mira! —dijo el niño—. ¡Lo tienen en marcha ya! ¡Eso sí que es trabajar aprisa!

El viento empujaba el humo hacia el Este. Era un humo muy espeso, y los niños estaban seguros de que podría verse desde bastante lejos.

—Más vale que se quede uno de nosotros aquí siempre, vigilando el fuego y al tanto por sí se acercan enemigos o amigos —dijo Jorge.

—¿Cómo sabremos si son lo uno o lo otro? —inquirió Dolly, echando un palo al fuego.

—Bueno… supongo que no sabremos distinguirlo —respondió el otro—. Lo mejor que podemos hacer si vemos que se acerca alguna embarcación, es escondernos… y procurar luego averiguar si son amigos o no. Los oiremos hablar seguramente. Tendremos que buscar mucha más leña, Dolly… ¡esta hoguera se la comerá toda en un santiamén!

Lucy y Jack les ayudaron luego de haber acabado su trabajo.

—Hemos sacado del barco hasta la última lata de conserva y todo lo que fuese comestible —anunció Lucy—. Tenemos provisiones en abundancia… y disponemos del agua de ese estanque de roca para cuando se nos acaben las gaseosas. No quedan muchas botellas ya. ¿No querríais comer pronto?

—Sí. Tengo un hambre voraz —aseguró Jorge—. Comamos aquí, ¿queréis? ¿O es demasiado trabajo subir las provisiones? Es que uno de nosotros ha de quedar junto al fuego y echarle leña para evitar que se apague.

—No se apagará en un buen rato, por lo menos —dijo Lucy—. Cúbrela con más algas. La verdad, estamos cansados a más no poder de tanto cargar latas. Volvamos al Valle de los Sueños a descansar y a darnos un buen banquete.

Conque volvieron todos al Valle de los Sueños, donde la brisa agitaba las dos tiendas de campaña. Se sentaron, y Lucy abrió unas latas y sirvió su contenido en platos.

—Vais a comer salmón, galletas y mantequilla, tomates y peras —dijo.

—Hasta «Soplando» y «Bufando» se acercaron más para compartir tan agradable comida. Se hubiesen zampado hasta el último trozo de salmón de haber podido. «Kiki» prefería las peras en conserva, pero los niños sólo le permitieron tomar una.

—Peor estarían las cosas si no tuviésemos todas estas provisiones —dijo Jack, tumbándose al sol después de terminar—. Una aventura sin comida resultaría horrible. «Kiki», saca la cabeza de esa lata. Has comido más que ninguno de nosotros, so loro tragón.