¿Qué sucedió en la noche?
A la mañana siguiente todo parecía normal. Los niños habían olvidado sus temores de la noche anterior y Bill bromeó y rió tan alegremente como los demás.
Ello no obstante, estaba preocupado. Y cuando apareció un aeroplano y voló dos o tres veces por encima de las islas, hizo que los niños se echaran al suelo en medio de la colonia de frailecillos, que era donde se encontraban en aquel momento.
—No creo que puedan verse nuestras tiendas de campaña —dijo—. Espero que no, por lo menos.
—¿No quiere usted que sepa nadie que estamos aquí, Bill? —inquirió Jack.
—No. No por ahora. Si oís un aeroplano, tumbaos. Y no encenderemos fuego para hervir agua. Beberemos limonadas o gaseosas en lugar de té.
El día transcurrió bastante feliz. Volvía a hacer mucho calor, y los niños fueron a bañarse media docena de veces, echándose al sol para secarse después. «Kiki» estaba celoso de «Soplando» y «Bufando» porque éstos podían meterse en el agua con los muchachos. Estaba en la playa, con las garras hundidas en la arena, gritando a todo pulmón:
—¡Lorito real, pobre lorito! ¡Lorito tiene un catarro, decidle al médico que venga! ¡Aaaa-chúuuu!…
—¡Si será idiota! —exclamó Jack, salpicándole.
El loro se enfadó y retrocedió un poco.
—¡Pobre «Kiki»! ¡Qué lástima! ¡Pobre lástima! ¡Qué «Kiki»!
—Sí, ¡qué «Kiki»! —le gritó a su vez Jack.
Y buceó para asir de las piernas a Bill.
Sacaron muchas fotografías, y «Soplando» y «Bufando» posaron la mar de bien mirando derechos al objetivo con una cara la mar de solemne.
—Casi me da la sensación de que van a abrazarse con las alas de un momento a otro —dijo Jack al apretar el disparador—. Gracias, «Soplando» y «Bufando». ¡Muy bien en verdad! Pero me gustaría que sonrieseis la próxima vez. «Kiki», quítate del poso… y deja la cuña de la tienda de campaña en paz. Ya has arrancado tres.
Aquella tarde el firmamento estaba cubierto de nubes y no se veía el sol.
—Parece como si fuera a venir pronto ya esa tormenta —dijo Bill—. ¡Si aguantaran nuestras tiendas!
—No tenemos ningún otro sitio al que ir —habló Jack—. El Valle de los Sueños viene a ser el lugar más resguardado de toda la isla. Y, que yo haya visto, no hay cavernas ni nada que se le parezca.
—Quizá pase la tormenta —observó Jorge—. ¡Uf, qué calor hace! ¡Me parece que no voy a tener más remedio que darme otro baño… el último!
—Te has dado ocho hoy ya —intervino Dolly—. Los he contado.
Cayó más aprisa la noche por culpa de las nubes.
Las niñas se metieron entre las mantas, bostezando.
—Me parece —anunció Bill, consultando la esfera luminosa de su reloj— que me acercaré a la canoa a mandar un mensaje o dos. A lo mejor recibo alguna noticia también. Vosotros dormíos; no tardaré mucho.
—Bueno —contestaron los niños, soñolientos.
Bill salió de la tienda de campaña. Las niñas estaban dormidas ya, y no le oyeron marchar. Jorge se quedó dormido casi antes de que hubiese dado Bill dos pasos. Jack permaneció despierto unos minutos más, y se quitó a «Kiki» de encima del vientre por quinta vez.
El loro fue a posarse en la cintura de Jorge y aguardó a que se les acercara a las patas uno de los bultos que sabían eran las ratas. Cuando una de ellas se aventuró a aproximarse, alzando un pequeño montículo por debajo de la manta, «Kiki» le largó un picotazo. Jorge se despertó dando un alarido.
—¡Qué animal eres, «Kiki»! ¡Jack, llévatelo de aquí! ¡Me acaba de dar un picotazo en la boca del estómago! Si pudiese verle, le daría un golpe en el pico.
«Kiki» se retiró al exterior de la tienda de campaña hasta que los niños se quedaron dormidos otra vez. Voló a posarse encima de la misma, permaneciendo alerta allí.
Entretanto, Bill se hallaba en el camarote de la canoa sintonizando la radio. Pero, como consecuencia de la tormenta que se avecinaba, resultaba difícil oír otra cosa que descargas de estática.
—¡Maldita sea! —exclamó por fin—. A ese paso jamás lograré radiar los mensajes. Ganas me dan de llevar la embarcación a la hendidura esa… ¿cómo la llaman los niños?… El Puerto Escondido. Quizá me funcionará la emisora mejor allí, puesto que está más resguardado.
Para Bill era de suma importancia poder utilizar la radio aquella noche. Puso en marcha el motor y se dirigió a Puerto Escondido. Entró con cuidado y atracó la canoa.
Luego se puso a trabajar con la emisora otra vez. Al cabo de un rato creyó oír ruido en el mar, un ruido que se iba aproximando por momentos. Apagó el aparato y se puso a escuchar, pero empezaba a alzarse el viento y no pudo oír más que a éste.
Hizo girar los mandos otra vez, escuchando atentamente. Consiguió establecer contacto, y recibió la orden de aguardar para recibir un importante mensaje de sus jefes.
El aparato emitió silbidos y toda clase de ruidos raros. Bill aguardó con paciencia. De pronto, oyendo algo a sus espaldas, volvió la cabeza con sobresalto, medio esperando encontrarse con uno de los niños.
Pero no era ninguno de ellos. Se trataba de un hombre de duro semblante y extraña nariz torcida, que le estaba contemplando. Al volver Bill y vérsele la cara, el desconocido soltó una exclamación de gran asombro:
—¡«Usted»! ¿Qué está usted haciendo aquí? ¿Qué sabe de…?
Bill se puso en pie de un brinco. Pero en aquel mismo instante recibió el golpe que le dirigió el desconocido con una especie de porra que llevaba en la mano y, al desplomarse, dio con la cabeza contra el borde del aparato de radio, quedando a continuación inmóvil.
El hombre de la nariz torcida emitió un fuerte silbido. Se acercó otro al camarote y asomó la cabeza.
—Mira esto —dijo el primero, señalando, a su víctima—. Es una sorpresa encontrarle a él aquí, ¿verdad? ¿Crees tú que habrá adivinado algo?
—Por fuerza; de lo contrario no andaría por estos alrededores —contestó el otro, cuya poblada barba ocultaba una boca cruel—. Átale. Resultará útil. Le haremos hablar.
Quedó atado fuertemente sin que hubiese abierto los ojos. Le sacaron de la canoa y lo trasladaron a una embarcación pequeña atracada junto al «Lucky Star». Era un bote de remos y los dos hombres soltaron la amarra disponiéndose a remar hacia su propia lancha automóvil, que aguardaba con el motor parado un poco más allá de la isla en que se encontraban.
—¿Crees tú que habrá alguna otra persona con él? —le preguntó el de la nariz torcida—. A bordo no había ninguna otra.
—No. Cuando divisamos su barca ayer, no iba en ella más que un hombre… y no cabe duda de que era éste —le contestó el barbudo—. De haber habido algún otro le hubiésemos visto. Está completamente solo. No sabía que se le había vigilado anoche cuando regresó.
—Supongo que, en efecto, no hay nadie más aquí —observó el primer hombre, que parecía tener muy pocas ganas de marcharse—. ¿No crees que será mejor destrozar la canoa por si acaso?
—Bueno. Y la estación de radio también —contestó el barbudo.
Encontró un martillo y no tardó en oírse el estruendo que producían los golpes al destrozar el motor y el magnífico aparato receptor-emisor de radio.
Llevada a cabo esta hazaña, los hombres se alejaron en el bote llevándose a Bill, que seguía sin conocimiento. Llegaron a la lancha automóvil, que se puso en movimiento una vez estuvieron todos a bordo, perdiéndose en la lejanía el trepidar de su motor. Pero en la Isla de los Frailecillos nadie lo oyó más que «Kiki» y las aves marinas…
Los niños no tenían la menor idea de que Bill no había regresado aquella noche. Durmieron apaciblemente hora tras hora, soñando con bufidos y resoplidos, frailecillos, olas gigantescas y arenas doradas.
Jack fue el primero en despertarse. «Kiki» le estaba picoteando la oreja.
—¡Maldita sea tu estampa, «Kiki»! —exclamó el muchacho, apartando al loro de un empujón—. ¡Caramba! ¡Aquí están «Soplando» y «Bufando» también!
Así era. Se acercaron anadeando adonde se hallaba Jorge y se detuvieron junto a su cabeza.
—¡Arrr! —dijo «Soplando», amoroso.
Jorge se despertó. Vio o los dos frailecillos y en sus labios se dibujó una sonrisa. Se incorporó bostezando.
—¡Hola, Jack! —dijo—. ¿Se ha levantado Bill ya?
—Así parece. Habrá ido a bañarse seguramente. ¡Ya podía habernos despertado! Anda, vamos a llamar a las niñas e iremos a bañarnos nosotros también.
No tardaron los cuatro en correr hacia el mar, esperando encontrarse a Bill en el agua. Pero no le vieron por parte alguna.
—¿Dónde está entonces? —exclamó Lucy, intrigada—. Y ¡cielo santo! ¿Dónde está el barco?
Eso. ¿Dónde estaba el barco? No se veía ni rastro de él. Los niños contemplaron la caleta, intrigados y llenos de consternación.
—Debe haberlo llevado a Puerto Escondido —sugirió Jack—. Quizá no fuese bien el aparato de radio. Aún está algo cargada la atmósfera y tal vez no funcionara bien por eso.
—Bueno, pues vayamos a Puerto Escondido entonces —dijo Jorge—. A lo mejor le entró sueño allí y se quedó a dormir en el camarote.
—Probablemente estará a bordo —asintió Dolly—, ¡dormido como un tronco! Vamos a darle un susto. ¡El muy dormilón!…
—¡Dios quiera que esté allí! —murmuró Dolly, estremeciéndose de preocupación, no menos que de frío.
Se vistieron aprisa, tiritando un poco, porque el sol estaba oculto tras borrascosas nubes.
—Dios quiera que no se estropee el tiempo precisamente cuando empezamos a disfrutar de verdad de las vacaciones —dijo Dolly—. Oh, «Soplando», lo siento… pero te metiste debajo de mis pies. ¿Te he tirado?
Al frailecillo no pareció importarle que Dolly le pisara. Sacudiendo las alas, dijo «¡arr!», y echó a andar tras «Bufando», que corría apresuradamente en persecución de Jorge.
Cruzaron la colonia de frailecillos y llegaron a la hendidura del acantilado. Allá abajo, la canoa se mecía dulcemente a impulso de las olas.
—¡Ahí está! —exclamó Dolly con alegría—. ¡Bill la trajo aquí, en efecto, después de todo!
—No le veo sobre cubierta —dijo Jack—. Debe encontrarse en el camarote. Vamos.
—Llamémosle —dijo Lucy de pronto—. Quiero saber si está.
Y antes de que pudieran contenerla sus compañeros, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Bill! ¡Oh, Bill! ¿Está ahí?
Nadie salió del camarote, y por primera vez los niños empezaron a sentir cierta inquietud.
—¡Bill! —aulló Jack, haciendo dar a todos un brinco de sobresalto—. ¡Bill! ¡Salga!
No hubo respuesta desde el barco. Dominados de pronto por el pánico, los cuatro niños bajaron a trompicones por las repisas rocosas. Saltaron a bordo y se asomaron al camarote.
—¡No está aquí! —exclamó Dolly, asustada—. Bueno, pues, ¿dónde está entonces?
—No debe andar muy lejos, puesto que la embarcación aún se encuentra aquí —repuso Jack con mucha sensatez—. Volverá pronto. Quizás esté explorando algún punto de la isla.
Iban a marcharse cuando Jorge notó algo. Se detuvo y agarró con fuerza a Jack, palideciendo.
—¿Qué? —inquirió Jack, asustado—. ¿Qué pasa?
Jorge señaló en silencio el aparato de radio.
—¡Destrozado! —murmuró en un susurro—. ¡Hecho polvo por completo! ¿Quién habrá sido?
Lucy empezó a llorar. Jack subió a cubierta y miró a su alrededor con un disgusto enorme. Luego, Jorge lanzó desde el camarote un grito de angustia que hizo que los demás corrieran a su lado.
—¡Mirad! ¡El motor de la canoa está destrozado también! Completamente hecho cisco. ¡Dios mío! ¿Qué ha estado sucediendo aquí?
—¿Y dónde está Bill? —preguntó Dolly, en ronco susurro.
—Le han secuestrado —repuso Jack, muy despacio—. Alguien vino a buscarle durante la noche. Supongo que no saben que estamos nosotros aquí. Habrán creído que Bill se encontraba solo. Le tienen en su poder y… ¡ahora estamos prisioneros en la Isla de los Frailecillos y no podemos escapar!