«Soplando» y «Bufando»
—¿No va siendo hora de que comamos algo? —se quejó Jack, acercándose con un montón de cosas—. Se me hace la boca agua cuando leo «Carne en conserva» y «Melocotones de la mejor calidad», y veo el chocolate con leche.
Bill consultó el reloj y luego dirigió una mirada hacia el sol.
—¡Caramba! ¡Vaya si es hora ya! ¡Se está poniendo el sol! ¡Cómo ha volado el tiempo!
No tardaron mucho en sentarse apaciblemente sobre brezos y claveles de mar, comiendo galletas y carne en conserva, y con la perspectiva de un plato de melocotones ante ellos. Bill había subido botellas de gaseosas al barco, y todos estuvieron de acuerdo en que eran preferibles a tener que ponerse a hervir agua para hacer té o cacao. Hacía mucho calor, en verdad.
—¡Me siento más feliz! —dijo Lucy, mirando hacia el mar—. Me siento tan lejísimos de todo… de veras, trabajo me cuesta creer en este instante que el colegio exista. Y esta carne sabe a gloria.
Lo mismo opinaban las ratas de Jorge. Salieron de su escondite en cuanto olieron la comida. Una de ellas se le sentó encima de la rodilla, y se puso a roer. Otra se retiró con un bocado a la oscuridad de un bolsillo. La tercera se le instaló sobre el hombro.
—Me estás haciendo cosquillas en el lóbulo de la oreja —dijo Jorge.
Dolly se sentó tan lejos de él como pudo, pero, al igual que Lucy, se sentía demasiado feliz para sacarle faltas a nada en aquellos momentos.
Todos comieron con apetito, fija la mirada en el sol poniente y en el mar salpicado de oro, que empezaba a perder su azulado color para reflejar los colores del ocaso. Lucy miró a Bill.
—¿Le gusta a usted desaparecer, Bill? —quiso saber—. ¿No le parece que es divertido?
—Verás…, durante una quincena, sí; pero no me seduce mucho la idea de vivir solo en estas islas desiertas una vez os hayáis marchado vosotros. No es ese el concepto que yo tengo de la diversión. Prefiero vivir entre peligros que vegetar como uno de esos frailecillos.
—¡Pobre Bill! —murmuró Dolly, pensando en el momento en que se encontrara sola, sin más compañía que unos libros y la radio, y sin persona alguna con quien hablar.
—Le dejaré mis ratas si quiere —ofreció, con generosidad, Jorge.
—No, gracias —se apresuró a contestar Bill—. ¡Conozco a tus ratas! Acabarían teniendo una familia numerosa y, para cuando yo me marchara de aquí, esto sería la Isla de las Ratas y no de los Frailecillos. Además, yo no estoy tan enamorado como tú de las ratas ni de los ratones, me parece que ya lo sabes.
—¡Oh, mirad, mirad! —exclamó Dolly de pronto.
Todo el mundo miró. Un frailecillo acababa de salir de su cercana madriguera y caminaba solemnemente hacia ellos, balanceándose como hacían todas aquellas aves.
—¡Ha venido a cenar! —dijo la niña.
—¡Arrr! —gruñó profundamente el pájaro.
Todos se echaron a reír. El ave siguió andando hasta llegar al lado de Jorge. Se detuvo junto a la rodilla del niño y le miró con fijeza.
—El atractivo de Jorge vuelve a entrar en acción —dijo Lucy, con cierta envidia—. Jorge, ¿qué es lo que haces que todos los animales y los pájaros quieren ser amigos tuyos? Fíjate en ese frailecillo… está hecho un brazo de mar contigo.
—No sé —respondió el otro, encantado con su nuevo amigo.
Acarició con dulzura la cabeza del pájaro, y éste expresó con un «arrr» su satisfacción. Luego le dio un trozo de carne y el otro se lo comió inmediatamente, volviendo por más.
—Ahora supongo que irás seguido de un fiel frailecillo —dijo Dolly—. Bueno, de todas formas, más vale un loro de mar que tres ratas o que ratones… o que ese horrible erizo con pulgas que tenías… o que ese par de ciervos volantes o que…
—Por favor, Dolly, no nos des la lista completa —le suplicó Bill—. Ya sabemos que Jorge es un parque zoológico ambulante. Si quiere tener uno de estos frailecillos, por mí, que lo tenga. Me tiene sin cuidado. Es lástima que no se nos haya ocurrido traer un collar y una traílla.
El pájaro dijo «arrr» otra vez, un poco más fuerte, y luego se alejó, completamente erguido, brillándole el pico con el sol.
—Pues no nos has hecho una visita muy larga, amiguito —dijo Jorge, chasqueado.
El ave se metió en su guarida pero reapareció casi inmediatamente, acompañado de otro pájaro un poco más pequeño, pero con un pico más brillante aún.
—¡Romeo y Julieta! —exclamó Jack.
Los dos frailecillos se acercaron a Jorge. Los niños los contemplaron divertidos y encantados.
—¿Cómo los llamaremos? —inquirió Dolly—. Si van a formar parte de nuestro grupo, habrá que darles algún nombre. ¡Qué pájaros más cómicos!
—Soplando y bufando, soplando y bufando —observó «Kiki», recordando, de pronto, las palabras—. Soplando y…
—Claro que sí… ¡Soplando y bufando! —exclamó Lucy—. ¡Qué loro más inteligente eres, «Kiki»! Has estado hablando de «Soplando» y «Bufando» desde que dimos principio a nuestras vacaciones… y, ¡aquí están «Soplando» y «Bufando» vivitos y coleando!
Todos se echaron a reír. «Soplando» y «Bufando» les parecieron muy buenos nombres para aquellos dos frailecillos. Se acercaron ambos a Jorge y, con gran regocijo de éste, se sentaron a su lado, muy contentos.
A «Kiki» no le hizo mucha gracia. Les miró con la cabeza ladeada. Ellos le miraron, a su vez, con aquellos ojos rodeados de un círculo encarnado. El loro apartó la mirada y bostezó.
—¡Han conseguido hacerle apartar la vista a «Kiki»! —exclamó Jack—. ¡Y eso sí que ya es lograr!
Las tres ratas habían decidido que lo más prudente era montarse tan alejadas de «Soplando» y «Bufando» como fuese posible. Se sentaron alrededor del cuello de Jorge, contemplando a los dos pájaros. Luego, al hacer «Soplando» un movimiento, se metieron, como centellas, camisa del niño adentro.
Bill se desperezó.
—No sé lo que os pasará a vosotros —dijo, pero yo estoy cansado. El sol se está ocultando ya por el Oeste. Vamos a recoger las cosas y acostarnos. Pasaremos un día magnífico mañana bañándonos y tomando el sol, y observando a las aves. Empiezo a acostumbrarme a su eterno coro de gritos. Al principio estaba casi ensordecido.
Las niñas se encargaron de recoger, Lucy sacó un cacharro de agua del límpido estanque natural y lo pasó de mano en mano para que se lavasen.
—No debemos lavarnos en ese estanque, ¿verdad, Bill? —dijo muy seria.
—¡Dios mío, no! —respondió Bill—. ¡Quedaría negro como la tinta si se metieran los chicos! Lo conservaremos para beber nada más, o para sacar el agua que necesitemos para hervir o lavar.
—Me parece que voy a darme un baño maría —anunció Jack, poniéndose en pie—. No, no en el charco ese, Lucy, conque no pongas esa cara de disgusto…, bajaré a la caleta, donde está la canoa.
—Claro —contestó el niño, apartando a «Soplando» y «Bufando» de sus rodillas—. ¡Moveos, muchachos, que yo no crezco aquí como un matorral!
—Iré yo también —anunció Bill, vaciando la pipa que fumaba—. Me siento sucio. ¿Queréis acompañarnos vosotras?
—No —contestó Lucy—; yo prepararé las mantas y todo eso en las tiendas de campaña.
Dolly tampoco quería ir porque se sentía muy cansada. El sarampión les había robado parte de las energías. Se quedaron allá al marcharse los otros. El valle descendía en pendiente hasta el mar, y la caleta resultaba que ni pintada para bañarse. Los muchachos y Bill se desnudaron y se tiraron al agua. Ésta estaba templada y les acariciaba el cuerpo como la seda.
—¡Exquisita! —anunció Bill.
Y se puso a perseguir a los niños. Éstos le esquivaron dando gritos y aullidos y salpicando con el agua, armando tal jaleo que «Soplando» y «Bufando», que habían acompañado a Jorge todo el camino, medio andando, medio volando, retrocedieron un poco playa arriba. Miraron a los niños fija y pensativamente. Jorge los vio y se alegró. ¡Con toda seguridad nadie habría tenido antes un par de frailecillos domesticados!
Las dos niñas estaban colocando las cubiertas de lana y las mantas en las dos tiendas cuando Dolly se interrumpió de pronto y se puso a escuchar. Lucy la imitó.
—¿Qué es? —preguntó en un susurro.
Y entonces oyó el ruido ella también. ¡O mucho se equivocaba o era un aeroplano!
Salieron de la tienda de campaña y escudriñaron el firmamento, tratando de localizar el sonido.
—¡Allí!… ¡Allí, mira! —exclamó Lucy, excitada, señalando hacia el oeste—. ¿No lo ves? ¡Oh, Dolly! ¿Qué están haciendo?
Dolly no consiguió ver el avión, lo intentó y lo intentó, pero no pudo ver el punto en que se hallaba el aeroplano.
—Está cayendo algo —dijo Lucy, esforzando la vista—. ¡Oh! ¿Dónde están los gemelos de campaña? ¡Aprisa! ¡Tráelos, Dolly!
Dolly no pudo encontrarlos. Lucy seguía contemplando el firmamento, fruncidos los ojos.
—Algo cayó muy despacito del aparato —dijo—. Algo blanco. Lo vi. ¿Qué puede haber sido? Espero que no se encontraría el aeroplano en apuros.
—Bill lo sabrá —respondió Dolly—. Supongo que tanto él como los muchachos lo verían. Quizá se llevaron ellos los gemelos. Yo no he podido encontrarlos, por lo menos, y los he buscado.
El avión no tardó en dejar de oírse y de verse, y las dos muchachas volvieron a su trabajo. Las tiendas adquirieron un aspecto de gran comodidad con sus pilas de mantas. Era una noche tan calurosa, que Dolly alzó la lona de la entrada y la sujetó para que entrara bien el aire.
—Esa tormenta no parece haber venido —dijo, mirando hacia el oeste para ver si se acercaba alguna nube grande—. Pero sigue haciendo bochorno.
—Aquí vienen los otros —dijo Lucy al ver a Jack, Jorge y Bill acercarse—. ¡Y «Soplando» y «Bufando» les acompañan aún! ¡Oh, Dolly, qué divertido será si tenemos dos frailecillos domesticados!
—No me importaría nada tener frailecillos. Pero no puedo soportar a las ratas. ¡Hola, Bill! ¿Oyó el aeroplano?
—¡Dios mío, no! ¿Pasó uno? —preguntó Bill con gran interés—. ¿Por dónde? ¿Cómo es que no lo oímos?
—Estábamos haciendo tanto ruido —dijo Jack— que no hubiésemos oído un centenar.
—Fue la mar de curioso —anunció Lucy—. Estaba yo mirando el aeroplano cuando vi caer algo de él. Algo blanco.
—¿Un paracaídas? —preguntó Bill—. ¿Pudiste verlo?
—No. Estaba demasiado lejos. Puede haber sido un paracaídas… o una nubecilla de humo… no lo sé. Pero sí que pareció como si se cayera algo del avión, muy despacio. ¿Por qué pone usted una cara tan seria, Bill?
—Porque… tengo el presentimiento de que hay algo…, bueno, algo un poco raro en eso de los aeroplanos. Me parece que voy a echar una carrera a la canoa y mandar un mensaje por radio. Quizá no sea nada, pero…, ¡pudiera ser algo importante!