Capítulo X

Exploración

—Qué sitio más estupendo, ¿verdad? —dijo Jack, al deslizarse dulcemente la canoa por el pequeño canal. La anchura era la justa para darle paso—. Cualquiera diría que es una casilla construida especialmente para dar albergue al «Lucky Star».

Bill salió a la repisa rocosa que hacía, divinamente, veces de desembarcadero. Por encima, de ellos se alzaban, a ambos lados, rocosos y pendientes farallones. Las aves ocupaban las repisas en hilera tras hilera y era tan continuo el trasiego como el caer de huevos despeñados por los empujones de los descuidados pájaros. Uno de ellos fue a estrellarse junto a Bill y le salpicó de yema el pie.

—¡Buena puntería! —gritó éste, alzando la mirada hacia las aves.

Y los niños rieron a carcajadas.

Atracaron la embarcación, atando la amarra a una roca vecina. La canoa cabeceó dulcemente al entrar las olas por la hendidura y retirarse, en su incesante flujo y reflujo.

—La marea está alta ahora —dijo Bill—. Cuando baje, aún continuará habiendo agua en abundancia aquí. La canoa estaría mucho más baja entonces. ¿Habría un camino para subir en el acantilado? No nos interesa tener que bajar por la repisa y escalar centenares de rocas antes de llegar a la isla propiamente dicha.

Miraron a su alrededor. Jack subió por la rocosa repisa y luego se volvió y dio un grito.

—¡Eh! ¡He encontrado una subida! Hay salientes rocosos, como si fueran toscos escalones, por la cara del acantilado… y se ve un hueco un poco más arriba. Creo que podremos ascender por aquí sin dificultad y encontrarnos en la isla.

—Bueno, pues id vosotros cuatro a explorar el terreno —dijo Bill—. Más vale que yo me quede con la embarcación y me cuide de que no se le rompan los costados contra las rocas. Echad una mirada por la isla, a ver si encontráis alguna caleta bien resguardada a la que pueda llevar la canoa.

Los niños saltaron del barco y siguieron a Jack. «Kiki» voló delante de ellos, gritando como una gaviota. Jack subió por las salientes rocosas, que parecían gigantescas escalones tallados por las olas en el transcurso de los siglos.

Como había dicho el niño, el acantilado tenía una profunda hendidura un poco más arriba, y los muchachos descubrieron que podían pasar por ella y salir a la alfombra de claveles marinos que había al otro lado. Fue dura la escalada y estaban sin aliento cuando llegaron a la cima, pero valió la pena.

El mar, de un brillante azul, se extendía todo alrededor de la isla. El cielo parecía enorme. Otras islas, azules en la lejanía, se alzaban por todas partes, toda una colonia de ellas, y su isla se encontraba en el centro.

De pronto, Jack dio un grito que hizo dar un brinco a todos.

—¡Frailecillos! ¡Mirad! ¡Centenares y centenares de ellos! Los niños miraron hacia donde señalaba Jack y allí, entre los claveles de mar y las matas de brezo, observaron a los pájaros más raros y extraordinarios que en su vida habían contemplado.

Iban vestidos de blanco y negro. Tenían las patas anaranjadas, pero fue su enorme pico lo que más poderosamente llamó la atención de los muchachos.

—¡Fijaos en los picos! —exclamó Dolly, riendo—. Azules por la raíz y ¡con franjas encarnadas y amarillas!

—¡Pero, qué picos más enormes! —exclamó Lucy—. Me recuerdan un poco el de «Kiki».

—A los frailecillos los llaman también loros de mar —observó Jack, divertido, mirando al grupo de pájaros, cuyo semblante tenía el aspecto más solemne que imaginarse pueda.

—¡Qué ojos tan cómicos tienen! —dijo Jorge—. ¡Con qué expresión tan fija nos miran! ¡Y fijaos en su manera de andar… tan erguida!

La colonia de frailecillos resultaba tan distraída como una pantomima. Había centenares, millares de pájaros. Algunos estaban parados, mirando fijamente, con ojos rodeados de un extraño círculo rojo, a sus vecinos. Otros andaban de aquí para allá, moviéndose como marineros que pisan tierra después de un largo crucero. Y aun otros despegaban como minúsculos aeroplanos, ansiosos de llegar al mar.

—¡Mirad! ¿Qué está haciendo ése? —preguntó Lucy, al empezar uno de ellos a escarbar vigorosamente en el suelo, proyectando la tierra hacia atrás.

—Debe estar haciendo una madriguera —dijo Dolly—. Anidan debajo de tierra, ¿verdad, Jack?

—Ya lo creo. Apuesto a que esta isla está casi minada con sus agujeros y madrigueras —respondió Jack, caminando hacia las aves—. Vamos…, acerquémonos a ellos. «Kiki», no te muevas de mi hombro. No me da la gana de que les grites como una locomotora y los ahuyentes a todos.

«Kiki» parecía la mar de interesado en los cómicos frailecillos. Imitó con exactitud su llamada.

—¡Arrr! —dijeron los pájaros, con voz profunda y gutural—. ¡Arrr!

—¡Arrr! —contestó «Kiki» al punto.

Y varios pájaros le miraron, interrogadores.

Con gran encanto de los muchachos, los frailecillos no parecieron asustarse ni pizca ni tenerles el menor miedo. Ni siquiera se apartaron al acercarse los niños. Permitieron que caminasen por entre ellos y, aunque una de las aves le dirigió un picotazo a la pierna de Jorge al dar éste un traspié y casi caérsele encima, ninguno de los otros intentó usar su formidable pico.

—¡Esto es hermoso! —exclamó Lucy, contemplando a los extraordinarios pájaros—. ¡Hermoso a más no poder! ¡Jamás creí que pudieran ser tan mansos unos pájaros!

—No es que sean mansos precisamente —dijo Jack—. Son salvajes, pero están tan poco acostumbrados a ver a seres humanos, que no nos temen ni pizca.

Los frailecillos se encontraban todos entre los claveles de mar. Al caminar los niños, se hundían a veces en la tierra. Las madrigueras se encontraban debajo y su peso hacía ceder el suelo.

—Lo tienen completamente minado —dijo Jorge—. Y, a propósito, no huele nada bien por aquí, ¿verdad?

Verdad era. Los niños pronto se acostumbraron, pero a las niñas les hacía muy poca gracia.

—¡Uf! —dijo Lucy, arrugando la nariz—. Se está haciendo peor y peor. Propongo que no alcemos nuestras tiendas de campaña demasiado cerca de esta colonia de frailecillos…, es tan desagradable como estar junto a un corral de cerdos.

—No arméis jaleo —dijo Jack—. ¡Eh, ven acá, «Kiki»!

Pero «Kiki» había volado a entablar amistad. Los frailecillos le miraron fijamente y con solemnidad.

—¡Arrr! —dijo el loro con cortesía—. ¡«Arrr»! ¡Dios salve al rey!

—¡Arrr! —replicó el frailecillo.

Y se acercó a «Kiki», balanceándose como un marino. Los dos pájaros se miraron.

—«Kiki» da la impresión de que está a punto de decir «¿Cómo está usted?» —dijo Dolly, riendo—. Los dos parecen la imagen de la cortesía.

—Lorito, pon el escalfador a calentar —dijo «Kiki».

—¡Arrr! —le contestó el loro de mar.

Y se marchó anadeando, a su agujero.

«Kiki» le siguió, pero, aparentemente, había en el agujero otro frailecillo que no deseaba la compañía del loro, porque no tardó en oírse un chillido de angustia de «Kiki», que salió del hueco mucho más aprisa de lo que había entrado al verse acometido.

Voló a posarse sobre el hombro de Jack.

—¡Pobre «Kiki», qué lástima, qué lástima!

—Te está bien empleado por meter las narices donde nadie te llama —contestó Jack.

Y dio un paso hacia delante. Pisó un macizo de claveles marinos que cedió bajo su peso, hundiéndose la pierna en un agujero bastante profundo. Quienquiera que se hallara allá abajo, encontró la pierna muy poco a su gusto y le asestó un picotazo.

—¡Uuuuh! —exclamó el niño, dejándose caer sentado de repente, y frotándose la pierna—. ¡Por poco me arranca un trozo de carne el muy bruto!

Continuaron atravesando la colonia. Había frailecillos en el suelo, en el aire… ¡y en el mar también! Por todas partes sonaban sus llamadas:

—¡Arrr! ¡Arrr! ¡Arrr!

—Podré sacar unas fotografías maravillosas —dijo Jack, muy satisfecho—. Lástima que sea demasiado pronto para que anden por ahí las crías. Y tampoco creo que ya haya huevos.

Aquellas aves vivían, en su mayor parte, en el verde vallecito entre los dos altos acantilados. Jorge miró a su alrededor, buscando un sitio a propósito para instalar las tiendas de campaña.

—Supongo que todos deseamos instalar nuestro cuartel general en la Isla de los Frailecillos, ¿no es así? —dijo—. Me figuro que nada podrá arrancar a Jack de aquí. Tiene acantilados en que anidan guillemotes y bubias, y un valle en que viven frailecillos… conque supongo que es feliz.

—¡Ya lo creo que sí! —asintió Jack—. Nos quedaremos aquí. Ésta será nuestra isla… la compartiremos con los pájaros.

—Bueno, pues buscaremos un buen sitio para las tiendas. Luego traeremos nuestras cosas aquí. Más vale que encontremos un sitio en que haya un río o un manantial, sin embargo…, si es que hay tal cosa en la isla. Necesitamos agua para beber. Y hay que dar con una caleta en que meter la canoa. No podemos dejarla en esa hendidura tan estrecha.

—¡Mirad! ¡Hay una caleta la mar de bonita allá abajo! —dijo Dolly de pronto, señalando hacia el mar—. Podríamos bañarnos allí… y la embarcación estaría bastante segura también. Vamos a decírselo a Bill.

—Iré yo —anunció Jorge—. Veo que Jack quiere contemplar un rato más a los frailecillos. Yo acompañaré a Bill en el barco hasta la caleta. Vosotros dos podéis buscar un buen sitio para las tiendas. Luego ayudaremos todos a traer las cosas aquí desde la canoa.

Regresó apresuradamente en busca de Bill para decirle dónde meter la embarcación. Jack se sentó con «Kiki» a observar a los pájaros. Las niñas se marcharon a buscar un lugar apropiado para el campamento.

Erraron por la isla. Más allá de la colonia de frailecillos, al final de ella y antes de llegar a los altos acantilados del otro lado de la isla había una pequeña cañada. Crecían allí unos cuantos abedules achaparrados y bancos de brezos.

—¡El sitio a propósito! —dijo Dolly muy contenta—. Podemos alzar nuestras tiendas aquí, estar resguardados del viento, observar a los frailecillos, ir a bañarnos cuando queramos y, cuando nos cansemos de eso, irnos a visitar las otras islas.

—Una vida muy agradable —contestó Lucy, riendo—. Y ahora…, ¿hay agua por los alrededores?

No había ningún riachuelo en el islote; pero Dolly encontró otra cosa que serviría igual, o así lo esperaba, por lo menos.

—¡Mira! —le gritó a Lucy—. Aquí hay una roca enorme con un hueco en el centro lleno de agua. La he probado y no es salada.

Lucy se acercó seguida de Jack. Metió la mano, ahuecada, la sacó llena de agua y la probó. Era dulce y fresca a más no poder.

—Agua de lluvia —observó Dolly—. Iremos bien…, mientras no se seque con este calor. Vamos, regresemos al barco a recoger todas las cosas que necesitamos. Tendremos que sudar un poco.

—Aguardaremos aquí un poco —anunció Jack, llegando con «Kiki»—. Supongo que Bill y Jorge traerán la canoa a la caleta. Cuando lleguen, bajaremos a decirle que hemos encontrado un buen sitio y les ayudaremos a transportarlo todo.

Bill y Jorge no tardaron en entrar en la ensenada. Bill saltó a tierra, arrastró el ancla playa adentro y la clavo. Vio a Jack y a las muchachas y agitó un brazo en saludo.

—¡Ahora voy! —gritó—. ¿Habéis encontrado un buen sitio en que acampar?

Jorge y él se reunieron instantes más tarde con ellos y se mostraron encantados con la cañada.

—Es Justamente lo que necesitábamos —aseguró el detective—. Subiremos ahora mismo todas las cosas que nos son precisas.

Conque se pasaron un buen rato yendo y viniendo, cargados todos. No tuvieron que emplear tanto tiempo como habían temido, porque eran cinco, y hasta el propio «Kiki» echó una mano, o, mejor dicho un pico, y cargó con una cuña. Lo hizo, más que nada, para lucirse ante los frailecillos que le contemplaron muy serios cuando pasó volando con la cuña en el curvado pico.

—¡Arrr! —gritó, con voz de frailecillo.

—Estás exhibiéndote, «Kiki» —le dijo severamente Jack—. Eres un pájaro muy presumido.

—¡Arrr! —contestó el loro.

Y le dejó caer la cuña en la cabeza.

Fue divertido preparar un nuevo domicilio. Los niños y Bill iban a ocupar una de las tiendas. La otra era para las niñas. Lucy encontró una repisa de roca detrás de las tiendas de campaña y, debajo de ella, un espacio grande y seco.

—Un sitio ideal para almacenarlo todo —dijo con orgullo—. Jack, trae las latas aquí… y la ropa… Hay sitio para la mar de cosas. ¡Oh, qué bien lo vamos a pasar aquí!