La isla de los Frailecillos
Bill dio tales muestras de asombro, que los niños se le quedaron mirando. ¿Acaso era tan sorprendente ver un aeroplano, aun cuando fuese cerca de aquellas islas desiertas?
El detective tomó los gemelos de Jack y miró por ellos, pero llegó demasiado tarde para poder distinguir nada.
—¿Sería un hidroavión o un aeroplano corriente? —se preguntó en alta voz—. Es raro.
—¿Por qué es raro? —inquirió Dolly—. Los aeroplanos van por todas partes ahora.
Bill no dijo nada más. Le devolvió los gemelos a Jack.
—Creo que será mejor que comamos algo, y que armemos luego las tiendas de campaña —anunció—. ¿Y si las pusiéramos junto al riachuelo que vimos camino de aquí? A cosa de un cuarto de milla de la costa. No resultaría demasiado lejos para transportar las cosas si lo hiciésemos entre todos.
Se instalaron las tiendas. Se tendieron en su interior unas lonas sobre el suelo y se echaron encima de éstas las mantas. Luego, sentados en una leve pendiente y de cara al mar, los cinco hicieron una suculenta comida.
—Siempre me parece —empezó Lucy mordiendo un bocadillo hecho con dos galletas y mantequilla y crema de queso en medio—, siempre me parece…
—No es necesario que continúes —dijo Jack—. Sabemos lo que vas a decir y estamos completamente de acuerdo contigo.
—No sabes lo que voy a decir —contestó Lucy, indignada.
—Ya lo creo que lo sabemos —aseguró Jorge—. Lo dices siempre que hacemos una comida al aire libre durante las vacaciones.
—¿Verdad que ibas a decir «Siempre me parece que las cosas tienen mucho mejor gusto cuando una las come al aire libre»? —dijo Dolly.
—Pues sí que iba o decir eso —asintió Lucy—. Pero ¿de verdad lo digo siempre? Sea como fuere, es la pura verdad. Sí que me parece…
—Sí, sí, ya lo sabemos —la interrumpió Jack—. Eres un verdadero reloj de repetición, Lucy. Nos dices las mismas cosas vez tras vez. No te preocupes. Nosotros pensamos lo mismo aunque no lo digamos. «Kiki», ¡quita ese pico del queso!
—«Kiki» es terrible —dijo Dolly—. De veras que sí. Se ha llevado tres galletas ya. Me parece que no le das suficientes semillas de girasol, Jack.
—¡Troncho! ¡Eso sí que me gusta! —exclamó el niño—. No quiere ni mirar las semillas de girasol cuando ve un banquete como éste. En cualquier caso, Jorge, siempre queda el recurso de que se coman las semillas tus ratas. Me encontré a «Chirrión» en el bolsillo hace un momento, tragándose una de ellas.
—¡Dios quiera que no le haga daño! —exclamó Jorge con alarma—. ¡Mirad…! ¡Aquí viene una gaviota… más mansa que nada! Seguramente querrá una galleta también.
Así era, en efecto. Había visto a «Kiki» picotear una de ellas con evidente fruición, y no vio motivos para no comerse ella una a su vez. El loro vio a la gaviota por el rabillo del ojo y se echó a un lado. El pájaro cayó sobre la galleta y se alzó de nuevo, emitiendo un grito que parecía una risotada.
—¡I-u, i-u, i-u!
«Kiki» alzó el vuelo a su vez, enfurecido, llamándola toda clase de cosas a la gaviota. Su propósito era ser insultante pero, por desgracia, el pájaro no le entendió. El loro no pudo alcanzarle y volvió desconsolado al lado de los niños.
—No puedes quejarte, «Kiki» —dijo Jack—. No debiste quitar esa galleta de la lata… como no debiera habértela quitado la gaviota a ti. Habéis sido tal para cual.
—¡Qué lástima, qué lástima! —murmuró el loro, acercándose a la lata de nuevo.
—Ese pájaro es un verdadero payaso —dijo Bill, sacudiéndose las migas del jersey—. ¿Quién vuelve ahora conmigo al barco a escuchar las noticias por radio? Además, he de transmitir yo unos mensajes… en particular uno para tu madre. Jorge, que querrá saber si hemos llegado aquí sanos y salvos.
Todos querían estirar las piernas, así es que cruzaron por encima de la alfombra de claveles marinos, cuyas sonrosadas florecillas se mecían al viento por doquiera.
Observaron a Bill mientras éste montaba su pequeña antena y andaba con los controles del aparato, que era transmisor a la par que receptor.
—Supongo que si manda usted mensajes todas las noches, no tendremos necesidad de echarle ninguna carta a tía Allie —dijo Lucy.
Todos se echaron a reír a carcajadas.
—Y, ¿dónde echarías tú una carta, si se puede saber? —preguntó Jack—. Yo no he visto un solo buzón por ninguna parte, Lucy; eres una boba.
—¡Sí que lo soy! —asintió la niña, poniéndose colorada—. ¡Claro que no podemos echar nada al correo aquí! ¡Qué suerte que pueda usted mandar mensajes, Bill! Así, si alguno de nosotros necesita ayuda, podría usted conseguirla.
—En efecto. Pero espero que, de necesitar alguna ayuda, podré llevármela de aquí en la canoa. De todas formas, no hubiese accedido a traeros tan lejos de no haber tenido transmisor para mandar mensajes todas las noches. Yo los mando a mis jefes, y ellos los telefonearán a su tía. De esta forma ella podrá estar al tanto de nuestros viajes y aventuras todos los días.
Estuvieron mirando un rato, y luego escucharon parte de un programa. Lucy se puso a bostezar a continuación y «Kiki» la imitó.
—¡Caramba! ¡Me hacéis sentir sueño! —exclamó Dolly, frotándose los ojos—. Mirad…, se está haciendo de noche.
Regresaron todos a las tiendas y se arrebujaron en las mantas. Se oía gritar incesantemente a las aves en el acantilado y en el mar.
—Parece como si fueran a pasarse la noche en vela —pensó Dolly.
Pero no fue así. Cuando por fin cayó la noche, también las aves se durmieron.
—El día siguiente fue cálido y bochornoso.
—Se me antoja que habrá tormenta tarde o temprano —dijo Bill, contemplando el firmamento—. Casi me parece que debiéramos intentar encontrar hoy mismo un sitio para cuartel general, para que tengamos abrigo si es que estalla alguna tormenta. Esta clase de vacaciones requiere buen tiempo si ha de tener éxito… una tempestad andaría muy lejos de ser agradable si sólo tuviésemos tiendas de campaña en que dormir: el viento las desharía.
—Quisiera sacar unas cuantas fotos de los acantilados y de los pájaros —dijo Jack—. Puedo hacerlo mientras ustedes desmontan las tiendas… si es que no es necesario que yo les ayude.
Cogió la máquina y se fue con «Kiki» en dirección al farallón. Bill le gritó que no intentase descender por el acantilado, y Jack, sin dejar de andar, le contestó que no lo haría.
No tardó en quedar todo empaquetado de nuevo a bordo de la canoa, a la que la marea empezaba a poner a flote. Aguardaron con paciencia el regreso de Jack. Éste apareció a los pocos momentos, con la máquina fotográfica y los gemelos colgados al cuello, y radiante el rostro que reflejaba su alegría.
—He conseguido unas cuantas instantáneas maravillosas —anunció—. «Kiki» me ha resultado la mar de útil. Le hice evolucionar delante de los pájaros, que se quedaron inmóviles de asombro, contemplándole. Yo aproveché entonces la ocasión para retratarles. Deberán resultar magníficas las fotografías.
—¡De primera! —dijo Bill, sonriendo al ver el entusiasmo del niño—. Tendrás que hacerte publicar un libro de fotografías de pájaros. «Obras maestras» por Jack Trent, precio, treinta chelines.
—Me gustaría eso —exclamó Jack, con los ojos muy brillantes—. No lo de los treinta chelines, sino el tener un libro de aves que llevara mi nombre.
—Vamos —dijo Jorge con impaciencia, porque Jack aún seguía en tierra—. Queremos marchar. Hace tanto calor, que estoy ansiando encontrarme en el mar otra vez y sentir la brisa en la cara.
No tardaron en sentirla y agradecerla. Hacía mucho calor para mayo, en verdad. La embarcación surcó rápidamente el mar, saltando un poco a impulsos de las olas. Lucy arrastró los dedos de nuevo por el agua, hallándola agradablemente fresca.
—Lo que a mí me gustaría —anunció Jorge, cuya nariz empezaba a perlarse de sudor—, sería darme un baño. ¿Podremos hacerlo desde la canoa, Bill?
—Aguardad a que lleguemos a otra isla. No tengo muchos deseos de pararme en alta mar cuando hay una tormenta en perspectiva. Hace tanto calor, que estoy seguro de que habrá truenos incluso. Quiero llegar a sitio resguardado antes de que descargue. Mirad…, por ahí asoman más islas. Veamos si podemos descubrir una habitada por frailecillos. Eso es lo que queréis, ¿verdad?
Lucy, con la mano metida en el agua, sintió de pronto que algo la tocaba con suavidad. Sorprendida, bajó la mirada, retirando inmediatamente la mano por temor a una estrella de mar.
Con gran asombro suyo, sin embargo, vio que era una piel de naranja la que flotaba entre las olas. Llamó a Bill.
—¡Bill, mire! Hay una cáscara de naranja. ¿Quién puede comer naranjas en estas islas abandonadas? ¿Cree usted que habrá más gente estudiando pájaros por los alrededores?
Todos contemplaron la piel de naranja que se alejaba. Sí que parecía totalmente fuera de lugar allí. Bill la miró fijamente. Estaba intrigado. No era probable que los pescadores, si es que había alguno en las islas, tuviesen naranjas. Y no era fácil que a ningún naturalista se le ocurriera cargarse con ellas.
¿Cómo había llegado allí aquella piel? No era zona por la que navegasen barcos. Se trataba de una región solitaria donde las tormentas descargaban de repente y las galernas alzaban olas gigantescas.
—¡Qué me ahorquen si lo entiendo! —exclamó Bill por fin—. ¡Acabaremos viendo una pina americana o algo por el estilo! ¡Mirad! Aquí hay una isla… bastante llana… probablemente habrán frailecillos. ¿Nos dirigimos a ella?
—No…, naveguemos un poco por ahí primero —suplicó Jack—. Echémosle una mirada a unas cuantas islas más. Hay todo un grupo de ellas por aquí.
Navegaron por los alrededores, mirando una isla primero, luego otra. Llegaron a una que tenía acantilados muy pendientes por el lado oriental, luego formaba una especie de valle, y volvía a alzarse en acantilado otra vez.
Jack se llevó los gemelos a los ojos y dio un grito de excitación:
—¡Frailecillos! ¡A montones! ¿Los ves, Jorge? Apuesto a que la isla está llena de madrigueras suyas. Desembarquemos aquí, Bill. Habrá masas de pájaros en los acantilados y centenares tierra adentro. Es una isla bastante grande. Probablemente encontremos dónde resguardarnos aquí y agua también. Los farallones nos protegerían por el este y por el oeste. ¡Adelante hacia la Isla de los Frailecillos!
—De acuerdo —respondió Bill.
Miró todo a su alrededor al guiar la embarcación hacia la isla. Había muchas otras a corta distancia; pero, que se viera, sólo estaban habitadas por las aves. El mar estaba picado por entre ellas, formando minúsculas olas.
La canoa dio la vuelta a la Isla de los Frailecillos, y Jorge gritó:
—Ahí hay un sitio magnífico por donde meter el barco, Bill…, ¡fíjese en esa hendidura por la que se interna el mar acantilado adentro! Habrá profundidad allá y podremos atar la embarcación a una roca. Podemos poner palletes para que no golpee contra las paredes rocosas.
La canoa se metió por aquel canalizo. Como había dicho Jorge, el agua era profunda allá dentro formando una especie de puertecito natural. Había una repisa de roca en la que podían desembarcar. ¿Podían haber encontrado nada mejor? ¡Hurra por la Isla de los Frailecillos!