La isla de los pájaros
Al día siguiente, tras un desayuno de «porridge»[2] y nata y arenques asados, recogieron las tiendas de campaña y volvieron los cinco a bordo. La embarcación se llamaba «Lucky Star»[3], nombre que a los niños les pareció muy bonito.
«Kiki» no se había hecho popular en la isla. El pescador y su mujer no habían visto un loro hasta entonces, y no comprendían que un pájaro pudiese hablar. «Kiki» les inspiró temor y reverencia y parecían asustados de su agudo y curvado pico.
—Dios salve al rey —dijo el loro, habiendo aprendido, por experiencia, que a la mayor parte de la gente le parecía muy hermosa y muy apropiada la frase. Pero lo echó todo a perder al agregar:
—¡Pum, salta el rey! ¡Pum, pum, pum!
Ahora se hallaba a bordo con los otros y la embarcación surcó nuevamente el agua azul. El firmamento era azul de nuevo, y el sol calentaba otra vez, verdadero tiempo de mayo, que daba al mar un azul claro transparente, y hacía brillar millares de minúsculas centellas por la superficie.
—Sigo teniendo esa sensación tan agradable —dijo Lucy, muy contenta, arrastrando lo mano por el agua—. Ahora, a encontrar islas de pájaros. Encontraremos alguna hoy, ¿verdad, Bill?
—Ya lo creo que sí —respondió el detective, dando mayor velocidad a la canoa.
Se alzó una nube de agua pulverizada, regándoles levemente a todos.
—¡Ooooh! ¡Qué agradable! —exclamó Dolly—. ¡Tenía un calor…! Me ha refrescado la mar de bien. Dele otra vez al motor, Bill. No me iría mal otra dosis.
Navegaron durante cinco horas y luego Jack soltó una exclamación.
—¡Las islas! ¡Mirad, se ven como manchones aquí y allá en el horizonte! ¡Deben de ser las islas!
Momentos más tarde empezaron a ver aves de distintas clases en vuelo y posadas sobre el agua. Jack fue cantando su nombre, excitado.
—¡Ése es un picotijera, y bien que le cuadra el nombre! Y mira. Jorge, ése es un alca torda… Y ¡troncho! ¿Es ésa un alca menor?
Los niños, muy versados en el aspecto de las aves acuáticas, casi se cayeron al agua en su excitación. Muchos de los pájaros no parecían asustarse ni pizca del ruido del motor, permaneciendo a flote sin molestarse casi en quitarse del paso al aproximarse la embarcación.
—¡Ahí bucea un cuervo marino! —gritó Jack—. ¡Mirad! ¡Se le ve nadar por debajo del agua! ¡Ha pescado un pez! Aquí viene. Es torpe para salir del agua y emprender el vuelo. ¡Troncho! ¡Qué lástima que no tenga preparada la máquina fotográfica!
«Kiki» observó a las aves con melancolía. No le gustaba el interés que parecía sentir Jack de pronto por todos aquellos pájaros. Cuando apareció una gaviota grande volando tranquilamente por encima de la canoa, «Kiki» se alzó por debajo de ella, soltó un chillido espantoso y dio una voltereta en el aire. La gaviota, sobresaltada, se elevó verticalmente, exhalando un grito de alarma.
—¡Iii-u! —gritó en desafío.
«Kiki» lo imitó a la perfección y la gaviota, creyendo que el loro debía ser una extraña especie de pariente, voló en círculo. Luego se abalanzó sobre él. Pero «Kiki» la esquivó y fue a posarse de nuevo sobre el hombro de Jack.
—¡Iii-u! —gritó en desafío.
Y la gaviota, tras dubitativa mirada, prosiguió su camino preguntándose, sin duda, qué clase de gaviota era aquélla que de forma tan singular se comportaba.
—Eres un idiota, «Kiki» —dijo Jack—. El día menos pensado se te comerá una gaviota para almorzar.
—¡Pobre «Kiki»! —dijo el loro.
Y exhaló un gemido la mar de bien imitado.
Bill se echó a reír.
—No sé lo que hará «Kiki» cuando veamos anadear a los frailecillos por entre brezos y plantas marinas —dijo—. Me temo que les va a hacer pasar un mal rato.
A medida que se fueron aproximando a la isla más cercana, se vieron más y más aves en el agua y en el aire. Planeaban con gracia, buceaban en busca de peces, flotaban como patos de juguete. Se oía un coro de gritos distintos, agudos algunos, guturales otros, sin faltar los melancólicos y desamparados. Escuchándolos, los niños experimentaban una especie de triunfo salvaje.
Al acercarse a la isla, los niños guardaron silencio. ¡Se alzaba ante ellos un elevado farallón y, estaba cubierto de pájaros de arriba abajo! Los contemplaron con delicia.
¡Pájaros, pájaros, pájaros! Los había en todas las repisas, de pie o sentados. Millares de bubias blancas, decenas de millares de guillemotes más oscuros, y una mescolanza de otras especies marinas que apenas lograban distinguir los niños a pesar de pasarse minuto tras minuto con los gemelos de campaña pegados a los ojos.
—¡Cuánto trasiego! —exclamó Bill, mirando como fascinado también.
¡Y vaya si lo había! Además de los pájaros posados en las repisas, llegaban y marchaban sin cesar otros. El movimiento era continuo e iba acompañado de un coro de gritos.
—No se preocupan mucho de sus huevos —dijo Lucy, acongojada cuando le tocó la vez de mirar con los gemelos de Jack.
Al emprender el vuelo, los descuidados pájaros desalojaban los huevos a veces, y éstos caían farallón abajo, estrellándose contra las rocas.
—Pueden poner muchos más —dijo Jorge—. Vamos, Lucy, ¡devuélveme los gemelos! ¡Troncho! ¡Qué vista más maravillosa! Lo anotaré todo en mi libreta esta noche.
La canoa bordeó, con cuidado, la rocosa costa. Bill dejó de contemplar a los pájaros para concentrar su mirada en el agua y evitar los escollos. Al cabo de un rato vieron que los farallones desaparecían y el terreno formaba pendiente hacia el mar. Y, poco después, Bill descubrió un sitio que le pareció apropiado para una embarcación.
Era una caleta pequeña, abrigada y arenosa. Puso proa a ella y encalló la canoa en la arena. Saltó a tierra acompañado de los niños y aseguró el barco arrastrando el ancla playa arriba y clavándola.
—¿Va a ser éste nuestro cuartel general? —inquirió Dolly, mirando a su alrededor.
—¡Oh, no! —respondió sin vacilar Jack—. Es mejor que naveguemos un poco por ahí primero, ¿verdad, Bill?, hasta encontrar una isla de frailecillos. Lo que a mí me gustaría sería encontrarme en el centro de las islas, para poder pasar de una a otra cuando quisiéramos. Pero podríamos pasar la noche aquí, ¿no os parece?
Fue un día maravilloso para los cuatro niños, y para Bill también. Con millares de pájaros gritando a su alrededor pero sin temerles al parecer, los muchachos se dirigieron a los pendientes acantilados que vieron desde el otro lado de la isla.
Había pájaros anidados en el suelo, y resultaba difícil pisar a veces sin turbar a los que incubaban o romper los huevos. Algunas de las aves dirigieron salvajes picotazos a las piernas de los niños, pero sin alcanzar a ninguno. Se trataba de un simple gesto de amenaza y no de un intento de hacer daño.
«Kiki» estaba bastante callado. Iba sobre el hombro de Jack, con la cabeza hundida. El ver tantos pájaros de una vez parecía abrumarle. Pero Jack sabía que no tardaría en rehacerse y en sobresaltar a las aves diciéndoles que se limpiaran los pies y cerrasen la puerta.
Llegaron a la cima del acantilado y quedaron casi ensordecidos por los gritos y las llamadas. Las aves se alzaban y caían, planeaban o ascendían en vertical, tejiendo diseños sin fin en el firmamento azul.
—Es raro que no tropiecen nunca unos con otros —dijo Lucy con asombro—. No se dan ni un solo choque, lo he estado observando.
—Probablemente cuentan con un guardia que regula el tráfico —contestó Jorge con solemnidad—. A lo mejor algunos de ellos llevan número de matrícula debajo de las alas.
—No digas tonterías. Pero la verdad es que son muy hábiles para no chocar siendo tantos miles. ¡Qué ruido! Apenas oigo mi propia voz.
Llegaron al mismísimo borde del farallón. Bill asió a Lucy del brazo.
—No os acerquéis demasiado —ordenó—. El farallón casi cae a pico por aquí.
Así era, en efecto. Cuando los niños se echaron boca abajo y atisbaron con cautela por la orilla, sintieron una sensación extraña al ver el mar tan lejos debajo de ellos, con su movimiento de flujo y reflujo, sin más que un rumor lejano que señalara el rompimiento de las olas. Lucy asió con fuerza las plantas que crecían a su lado.
—Me da la sensación de que no estoy segura en tierra —dijo, riendo—. Siento como si no tuviera más remedio que agarrarme. Me siento como si…, bueno, ¡cómo si estuviera patas arriba!
Bill la agarró con más fuerza después de oírle decir aquello. Comprendió que sentía algo de vértigo y no tenía la menor intención de correr riesgos. Todos los niños le eran muy simpáticos, pero Lucy era su favorita.
Estuvieron contemplando todos las continuas idas y venidas de las aves. La vista resultaba magnífica y maravillosa. Jack, mirando con los gemelos, rió al observar las riñas y los empujones que se producían en algunas de las repisas más estrechas y pobladas.
—Se parecen a niños traviesos —dijo—, que se dicen: «Hazme sitio o te tiro de aquí»… y a más de uno le echan, en efecto, a empujones. Pero no importa, porque, el que cae, despliega las alas y planea. ¡Caramba! ¡No me importaría nada ser ave marina…, poder pasear por la playa, flotar en el mar, bucear en persecución de los peces, o planear millas y millas sobre la brisa! Nada me importaría ser…
—¿Qué es eso? —le interrumpió Jorge de pronto al oír un ruido que no procedía de las aves—. ¡Escuchad! ¿No es un aeroplano?
Escucharon todos, escudriñando el cielo. Y, allá a lo lejos, vieron un punto que surcaba el firmamento y oyeron el trepidar de un motor.
—¡Un avión! ¡Fuera de todas las rutas! —exclamó Bill—. Caramba… ¡era lo que menos esperaba ver aquí!