Capítulo VII

Por fin a flote

Habían completado ya la mitad del viaje cuando los niños volvieron a despertarse. Bill golpeó la pared, y se despertaron todos con sobresalto. Se vistieron y se dirigieron dando traspiés al coche restaurante, con mucho apetito. A Lucy le hacía muy poca gracia cruzar los fuelles que unían a un coche con otro. Asió la mano de Bill en cuanto llegó al primero.

—Siempre tengo miedo de que el tren se parta en dos en el momento en que cruzo de un vagón a otro —explicó.

Bill comprendió, y ni siquiera sonrió, aunque los otros se mostraron desdeñosos de la extraordinaria idea de Lucy.

«Kiki» se portó muy mal durante el desayuno. Tiró las tostadas por todas partes y lanzó una serie de gritos porque no le dejaron tocar la pequeña ración de mermelada. Hizo ruidos muy groseros cuando Jack le ofreció semillas de girasol. A los demás pasajeros les divirtió y se echaron a reír, lo cual sólo sirvió para que «Kiki» quisiese exhibirse más.

—Basta ya, «Kiki» —dijo Bill, exasperado.

Y le dio un golpe en el pico. «Kiki» soltó un chillido y se le arrojó sobre la barba. Le dio un fuerte tirón y se llevó un trozo. No había logrado comprender el loro por qué se había presentado Bill con aquella extraña mata de pelo en la barbilla y en las mejillas. Ahora, habiendo conseguido apoderarse de un mechón, se retiró, metiéndose debajo de la mesa, donde se puso a picotear con cuidado, separando los pelos uno por uno, sin dejar de murmurar.

—Dejadle en paz —dijo Bill—. Se distraerá deshaciendo ese trozo de barba. (Se frotó la barbilla). Me hizo daño. Espero que no tendré un aspecto demasiado raro ahora.

—¡Oh, no! Apenas se nota —le aseguró Jack—. «Kiki» se pone siempre excitado cuando hace un viaje así. Es terrible cuando vuelvo a casa del colegio con él: silba como el jefe del tren, y les dice a todos los que van en el compartimiento que se suenen la nariz y se limpien los pies, y chilla en los túneles hasta dejarnos casi sordos.

—Pero es encantador a pesar de todo —anunció lealmente Lucy, sin mencionar siquiera que «Kiki» le estaba desatando los cordones de los zapatos y quitándoselos en aquel preciso instante.

El viaje fue largo. Hubo que cambiar de tren en una estación muy grande y ruidosa. El segundo tren no era tan largo como el primero, ni iba tan aprisa. Les condujo a un lugar de la costa, y los niños quedaron llenos de júbilo al ver brillar el mar azul en la distancia. ¡Hurra! A todos les encantaba el mar.

—Ahora es cuando me parece que empieza de verdad nuestra vacación —anunció Lucy—. Ahora que hemos visto el mar, quiero decir. Es eso lo que me da sensación de vacaciones.

A todos les ocurría lo mismo; hasta a «Kiki», que empezó a dar saltos sobre la red de equipajes, por encima de la cabeza de los niños, como piel roja en danza guerrera. Fue a posarse sobre el hombro de Jack en cuanto se apearon en una gran población costera.

La fuerte brisa les azotó la cara, haciéndoles ondear el pelo a las muchachas. También ondeó la barba de Bill y «Kiki» tuvo muy buen cuidado de mantenerse de cara al viento, toda vez que le hacía muy poca gracia que el aire le levantase las plumas.

Hicieron una buena comida en un hotel y luego Bill marchó al puerto para ver si estaba ya allí su canoa automóvil. Acababa de llegar. El hombre que la había conducido hasta allí conocía muy bien a Bill, y le habían dicho, además, de qué manera iba disfrazado para no confundirlo.

—Buenos días, doctor Walker —dijo en voz muy alta—. Hace un tiempo magnífico para su expedición. Todo está dispuesto, señor.

—¿Hay provisiones en abundancia, Henry? —inquirió el doctor Walker, parpadeando a través de los gruesos lentes.

—Las bastantes para aguantar un asedio —aseguró Henry—. Yo he de hacerle de piloto. Tengo un bote atrás.

Todos subieron a bordo. Era una canoa magnífica, con un camarote pequeño en la parte delantero. Los ojos de Jack brillaron al ver la cantidad de provisiones: ¡latas, latas y más latas! Y la pequeña nevera estaba llena de cosas también. ¡Estupendo! Habría comida de sobra, por lo menos y eso, según la opinión de Jack, era una de las principales cosas que había que cuidar cuando se hallaba uno de vacaciones. ¡Le entraba a uno un apetito tan enorme!

Henry les sacó del puerto, flotando tras ellos su pequeña embarcación. Una vez fuera, el hombre les saludó y embarcó en su bote.

—¡Bueno, pues, buena suerte, jefe! —dijo—. La emisora de radio funciona bien. Esperamos recibir mensajes con regularidad para saber que se encuentra usted bien. Hay acumuladores de repuesto, y un equipo para hacer reparaciones también. Buena suerte, jefe. Estaré aquí dentro de dos semanas para recoger a los niños.

Se alejó a remo y pareció muy pequeño en verdad al separarse la canoa de Bill a gran velocidad.

—Bueno, ¡ya estamos en marcha! —dijo Bill con gran satisfacción—. Y puedo quitarme la barba por fin… y los lentes también, gracias a Dios. Y el chaquetón. Oye, Jorge, tú sabes gobernar una canoa, ¿verdad? Toma el timón mientras yo voy a ponerme presentable. No es fácil que me vea nadie ya. Conserva el rumbo hacia el noroeste.

Jorge tomó el timón con orgullo. El motor iba como una seda y surcaron rápidamente las azules aguas. Era un día maravilloso. Hacía casi tanto calor como en verano. El sol de mayo brillaba en un firmamento salpicado en minúsculas y rizadas nubes, y unos puntitos de luz brillaban sobre las olas.

—¡Es magnífico! —exclamó Jack, sentándose con una expresión de alegría cerca de Jorge—. Magnífico, colosal y grandioso.

—Tengo una sensación muy agradable —murmuró Lucy, que parecía la felicidad personificada—. La misma sensación que siente una al principio de unas vacaciones muy hermosas… cuando ve en perspectiva unos días soleados, perezosos y como encantados.

—Acabarás siendo una poetisa como no andes con cuidado —advirtió Jorge desde el timón.

—Mira —repuso Lucy, si una poetisa se siente exactamente como yo me siento en estos instantes, nada me importaría serlo el resto de mi vida, aun cuando para ello tuviese que escribir poesía.

—Tres ratoncitos ciegos, mirad cómo corren —intervino «Kiki».

Y durante un momento todos creyeron que el loro intentaba tomar parte en la conversación, poniendo como ejemplo de poesía la conocida rima infantil. Pero en realidad, a lo que él se refería era a las tres ratas domesticadas que habían aparecido de pronto sobre el hombro de Jack. Se quedaran allí paradas, alzando el sonrosado hocico, olfateando el aire marino.

—Había tenido la esperanza —dijo Dolly desde su asiento junto a Jack— que no habrías traído a esos bichos. Ojalá se los coman las gaviotas.

Pero ni la propia Dolly pudo sentirse mucho tiempo enfadada mientras surcaban las verdes olas dejando tras sí una larga estela. Al salir Bill del camarote, todos le saludaron encantados.

—¡Bill! ¡Oh, Bill, vuelve usted a ser el de siempre por fin!

—¡Oh, Bill, no vuelva a ponerse la barba nunca más; le estropea las facciones!

—¡Hurra! ¡Hemos perdido al doctor Walker para siempre! Un tipo estúpido. Nunca me gustó.

—Bill, vuelve usted a parecer agradable. Ahora le veo la boca cuando sonríe.

—La boca, la roca, la toca… —dijo el loro.

—¡Cállate, «Kiki»!, o te comerán las gaviotas.

—¡Ah!, esto ya es otra cosa —murmuró Bill con deje de contento, tomando nuevamente el timón—. ¡Caramba! ¡Si seguimos con este tiempo, estaremos todos como tizones dentro de un par de días! Más vale que conservéis puesta la camisa, muchachos, u os quemará el sol.

Todos se habían quitado chaquetas y chales inmediatamente. La brisa era fresca, pero el sol calentaba de verdad. En la distancia, el mar parecía increíblemente azul, del color de los azulejos, pensó Lucy.

—Amigos míos —anunció Bill, inflándosele la camisa con el viento—, ésta es una vacación, no una espeluznante aventura. Ya habéis tenido aventuras suficientes. Hemos corrido tres juntos y, esta vez, lo que yo quiero es un descanso.

—De acuerdo —dijo Jack—. Serán unas vacaciones. ¡Atrás, aventuras! ¡No os acerquéis aquí!

—Tampoco yo quiero aventuras —observó Lucy—. Ya las he tenido en abundancia. Esto ya es suficiente aventura para mí. Me gustan más las de esta clase… no las que nos obligan a escondernos y a arrastrarnos por túneles secretos y a vivir en cavernas. Yo sólo quiero pasar una temporada agradable, disfrutando del sol, del viento y del descanso en compañía de la gente que más nos gusta. Hubiera sido agradable tener con nosotros a tía Allie… pero quizás a ella no le hiciese disfrutar gran cosa.

—Dios quiera que se sienta mejor —dijo Dolly—. Oíd, ¿dónde hay tierra? No veo ni pizca… ¡ni siquiera una isla!

—Las verás en abundancia mañana —les aseguró Bill—. Podrás escoger una para tu uso exclusivo. La que te guste.

Pasaron una tarde y un anochecer maravilloso. Tomaron un té muy bueno, preparado por las niñas, que encontraron pan, mermelada de frambuesa y un gran pastel de chocolate en la despensa de la embarcación.

—Aprovechad bien la ocasión —les aconsejó Bill—. Ya no podréis comer pan fresco con frecuencia. Dudo que encontremos ninguna granja por las islas solitarias que vamos a visitar. Pero he traído la mar de latas de galletas de toda clase. Y en cuanto al pastel, comedio y disfrutadlo… no creo que podáis probar otro en dos semanas.

—Lo mismo me da —dijo Dolly, sin dejar de mascar—. Cuando tengo hambre, me tiene completamente sin cuidado lo que como… y creo que voy a tener hambre siempre durante estas vacaciones.

Se puso el sol con gran aparato de dorada luz, y las minúsculas nubecitas rizadas se tornaron de un color sonrosado brillante. La canoa continuó avanzando a través de un mar que brillaba áureo y sonrosado también.

—El sol se ha ahogado en el mar —anunció Lucy por fin, cuando el astro hubo desaparecido por completo—. He visto hasta el último trocito sumergirse en el agua.

—¿Dónde vamos a dormir esta noche? —preguntó Jack—. No es que me importe; pero resultaría divertido saberlo.

—Hay un par de tiendas de campaña a proa —contestó Bill—. Pensé que cuando llegáramos a una isla que nos gustase podríamos desembarcar, montar las tiendas y pasar en ellas la noche. ¿Qué os parece la idea?

—Muy buen —aseguraron todos—. ¡Vamos a buscar una isla… una que sea bonita y solitaria!

Pero en aquellos momentos no había tierra a la vista, ni siquiera un islote rocoso. Bill le entregó a Jack el timón y consultó la carta. Señaló con el dedo.

—Hemos estado avanzando en esta dirección. Debiéramos llegar a estas dos islas dentro de poco. En una de ellas hay alguna gente, y creo que un pequeño desembarcadero. Más vale que nos dirijamos a ésa hoy, y que emprendamos nuestro viaje hacia lo desconocido mañana. Se está haciendo demasiado tarde para ponerse a buscar islas más lejanas. Caería la noche antes de que llegásemos.

—Aún hay bastante luz —observó Jorge, consultando su reloj—. En casa estaría anocheciendo ya.

—Cuanto más al norte va uno, más largo encuentra el anochecer. No me preguntéis por qué, de momento. No me siento ahora con ánimo de dar una conferencia.

—No hay necesidad de que nos lo explique —contestó Jorge con cierto aire de superioridad—. Aprendimos esto el curso pasado. Es que, como consecuencia de que el sol está…

—¡Ahórrame ese disco, por favor! —le suplicó Bill, tomando el timón otra vez—. Mira, una de las ratas curiosas le está olfateando la cola a «Kiki». Habrá un asesinato dentro de un instante como no la retires. No creo que «Kiki» te la respete.

Pero «Kiki» tenía demasiado sentido común para hacerle daño a ninguno de los animales favoritos de Jorge. Se conformó con hacer un chasquido tan grande con el pico junto al oído de «Chirrión», que éste corrió al niño con menos tiempo del necesario para decirlo.

Poco a poco, el mar perdió su color azul y se tornó gris verdoso. La brisa era fresca, y todos se pusieron los jerseys. De pronto, allá a lo lejos, apareció una mole oscura. ¡Tierra!

—Esa es… esa es una de las islas que buscamos —anunció Bill, contento—. Me siento la mar de satisfecho. ¡Ahí es nada, seguir tan derecho un rumbo! No tardaremos en llegar.

Y en efecto, no tardaron en llegar y aproximarse a un sencillo desembarcadero de piedra. Había allí un pescador enfundado en largo jersey azul. Quedó sorprendido al verles.

Bill le explicó, en pocas palabras, el objeto de su presencia en aquellos lugares.

—¡Ah, conque son pájaros lo que buscan! —exclamó el hombre, hablando con un acento escocés muy cerrado—. Pues los encontrará a montones allá. (Y movió la cabeza en dirección al mar). ¿Dónde pasarán la noche? Mi casa es demasiado pequeña para que se albergue tanta gente en ella.

Lucy no le entendió una palabra; pero los otros adivinaron, poco más o menos, lo que quería decir.

—Traed las tiendas de campaña —ordenó Bill—. Las montaremos en un santiamén. Le pediremos a la esposa del pescador que nos haga una comida y así ahorraremos nuestras provisiones. Quizá podamos obtener leche y nata también, y buena mantequilla.

Para cuando cayó la noche habían hecho ya una buena cena y se encontraban acostados en las dos tiendas, entre mantas. El aire fresco les había dado tanto sueño que las niñas se durmieron sin decir buenas noches siquiera.

—Están mal de la cabeza —le dijo el pescador a su mujer—. ¡Mira que despreciar un barco tan hermoso como ése en pájaros! ¡Pájaros! ¡Cuándo hay tan buenos peces que coger! Bueno, pues no tardarán en ver pájaros a montones. ¡Si serán tontos!