Planes emocionantes
Bill se pasó la noche, sin que la señora Mannering tuviera conocimiento de ello, en una habitación pequeña que se tenía reservada para posibles huéspedes. Se alegró al saber que, aunque una criada iba todas las mañanas a hacer la limpieza, nadie dormía en la casa salvo los de la familia.
—Nosotros mismos hacemos las camas y todo eso aquí arriba ahora que estamos buenos —le dijo Dolly—. Conque puede quedarse aquí arriba si quiere, sin que nadie se entere. Ya le subiremos el desayuno.
Pero a la mañana siguiente todo se descabaló otra vez. La señora Mannering llamó dando unos golpes en el tabique que separaba su habitación de la de los niños y Dolly fue corriendo a ver qué sucedía.
—¡Dolly! ¿Sabes lo que ha ocurrido? ¡Qué soy yo quien tiene el sarampión ahora! —exclamó la madre, con disgusto—. ¡Fíjate en las manchas! Creí haberlo tenido a tu edad… pero no cabe duda de que se trata del sarampión. ¡Lo que siento no haber contratado a la señorita Lawson ayer para que os llevara a Bournemouth o a algún otro sitio! ¿Qué haremos ahora?
—¡Ay, Señor! —exclamó Dolly. Luego decidió decirle a su madre que Bill estaba allí. Quizás aquello pudiera resolver algo—. Iré a buscarte el batín y pondré en orden el cuarto —anunció—, porque hay alguien que desea verte. Tal vez pueda hacer él mucho. Se trata de Bill.
—¡Bill! —murmuró la señora Mannering, estupefacta.
—¿Cuándo llegó? Aguardé hasta las once, pero me sentía tan cansada, que tuve que acostarme por fin. ¡Si Bill os pudiese llevar una temporada y dejar que Hilda, la que viene a hacer la limpieza se encargara de cuidarme…!
—Estoy segura de que no tendrá inconveniente —contestó Dolly, encantada—. ¡Pobre mamá! Cuando se siente una peor es durante los dos o tres días primeros; luego se hace más llevadero. Vaya… ¿estás cómoda? ¿Tienes bien puestas las almohadas? Haré pasar a Bill.
Fue a darles la noticia a los otros. Los niños lo sintieron mucho y se quedaron consternados. ¿Era posible que las personas mayores tuviesen el sarampión también? ¡Pobre mamá! ¡Pobre tía Allie! Era natural que quisiese alejarles de la casa.
—Está preparada para recibirle, Bill —dijo Dolly—. Su… supongo que habrá tenido usted el sarampión ya, ¿verdad?
—Docenas de veces —aseguró alegremente Bill, echando a andar hacia la habitación de la señora Mannering—. ¡Animaos! ¡Arreglaremos las cosas en seguida!
—¡Pero si sólo se puede tener el sarampión una vez! —empezó Lucy.
La puerta se cerró tras el detective antes de que pudiese decir nada más y ya sólo pudieron oír murmullo de voces dentro del cuarto.
Bajaron a desayunar. Los niños habían recobrado el apetito, pero las niñas no hacían más que Jugar con la comida aún. Dolly miró a Lucy.
—Apenas se te notan las pecas —le dijo—. Y a Jack le pasa lo mismo. Un poco de sol nos hará bien a todos. No me siento con ganas de comer este tocino, ¿y tú? ¡Caramba! ¡Ojalá se diera Bill prisa en bajar! Tengo unos deseos enormes de saber lo que han decidido.
Bill no bajó. Los niños oyeron abrirse la puerta arriba y luego un silbido muy quedo. Bill temía, por lo visto, que estuviese por allí la mujer de la limpieza. Pero ésta había salido a hacer la compra.
—No tenga miedo —dijo Dolly—. Hilda no está. Baje si quiere. Le hemos guardado el desayuno.
Bajó el otro entonces.
—Vuestra madre no quiere más desayuno que té y pan tostado —dijo—. Encárgate tú de las tostadas, Dolly… Veo que el agua está hirviendo, así es que podremos hacer el té en cuanto tú hayas terminado de preparar el pan. Luego voy a telefonear al médico. Y a continuación, a la señorita Tremayne, la amiga de vuestra madre, para pedirle que venga a pasarse aquí una semana o dos con la enferma. Dice que le gustará eso.
Los niños escucharon en silencio.
—Y nosotros, ¿qué? —inquirió Jack, por fin—. ¿No lo decidieron?
—Sí. Vuestra madre me suplicó que os sacase de aquí un par de semanas. Le dije que yo iba a desaparecer una temporada, y que os llevaría a los mares del norte. No quise asustarla diciéndole los motivos que me impulsaban a desaparecer… porque se siente mala de verdad esta mañana. Y se alegra tanto de pensar que podéis disfrutar de un cambio de aires después de todo, que apenas se le ha ocurrido hacerme pregunta alguna.
—Conque, ¿vamos a ir? —exclamó Jack, sin poder ocultar su alegría, a pesar de sentir mucho lo de tía Allie—. ¡Eso sí que es estupendo!
Los cuatro rostros estaban radiantes. «Kiki» sacó un trozo de cáscara de naranja de la mermelada y como nadie le dijo unas palabras tomó un terrón de azúcar del azucarero.
—Mamá estará bien con la señorita Tremayne, ¿verdad? —preguntó Jorge—. ¿No querría que se quedara uno de nosotros con ella? Porque me quedaré yo, si quiere.
—Estará mucho mejor si salís todos de la casa —respondió Bill, sirviéndose tocino—. Se encuentra agotada y necesita tranquilidad y paz. El sarampión no es muy agradable, pero por lo menos le obligará a permanecer en cama una temporada y así descansará.
—Entonces podremos marcharnos sin remordimiento ni pena —dijo Jack—. ¡Ah, Bill! ¡Siempre se presenta usted en el momento más oportuno!
—¡Aquí está Hilda! —exclamó Jorge, de pronto—. Más vale que suba al cuarto, Bill. Llévese el plato. Le subiré más pan tostado y té cuando vaya a llevarle el desayuno a mamá. ¿No está ese pon tostado aún, Dolly?
—En este momento termino —contestó la niña, colocando el último pedazo en un plato—. No, «Kiki», déjalo en paz. ¡Oh, Jack! ¡Fíjate en el pico de «Kiki»! ¡Está chorreando mermelada! ¡No va a quedar ni pizca para nosotros! ¡Glotón, más que glotón!
Bill desapareció escalera arriba. Hilda se metió en la cocina y se puso a cargar la estufa. Dolly fue a decirle lo que le había ocurrido a la señora Mannering. Hilda lo sintió mucho, pero no dio muestras de preocupación.
—¡Oh!, yo creo que podré arreglármelas sola —dijo—; pero con todos vosotros aquí…
—Es que nosotros no estaremos —interrumpió Dolly—. Nos vamos a estudiar pájaros en cuanto podamos… y la señorita Tremayne va a venir a cuidar de mamá, conque…
—¡Hilda! ¡Hilda! ¡Hiiiiiil-da! —llamó una voz.
La mujer dio un brinco.
—¡Llama la señorita! —exclamó—. Y ¡tú me dijiste que estaba en la cama! ¡Voy, señorita!
Pero no era más que «Kiki», claro, que hacía una de sus imitaciones. Rompió a reír estrepitosamente al ver entrar corriendo a Hilda en el comedor.
—¡Límpiate los pies! —ordenó—. ¡No respingues! ¿Cuántas veces he de decirte que no? —El loro siguió charlando.
Hilda se marchó, cerrando la puerta de golpe tras sí.
—No me importa nada recibir órdenes de quien tiene derecho a darlas —le dijo a Dolly, que estaba riendo—; pero no tengo la menor intención de dejarme mandar por ese pajarraco tan ridículo. Espero que os llevaréis ese loro. No quiero tener que cuidarlo durante vuestra ausencia. Acabaría volviéndome loca.
—¡Claro que nos lo llevaremos! —dijo Dolly—. A Jack jamás se le ocurriría marcharse sin él.
Llegó el médico. Se presentó la señorita Tremayne. Hilda accedió a quedarse a dormir allí. Todo parecía marchar bien. Bill, parapetado en la habitación de desahogo, cuya puerta había cerrado con llave para impedir que entrara Hilda por sorpresa, trazó rápidamente sus planes.
—Haced vuestro equipaje. Pedid un taxi para las ocho de la noche de mañana. Tomaremos el tren nocturno para el Norte. Yo procuraré salir de aquí sin que me vea nadie a última hora de hoy, y ultimaré los planes del viaje y de las vacaciones. Me encontraré con vosotros en la estación de Euston, y no será con el aspecto de Bill Smugs que conocéis. Seré entonces el doctor Walker, naturalista. Me acercaré a vosotros y me daré a conocer como tal en voz bien alta cuando os vea llegar, por si acaso anda rondando por allí alguien que os conozca… ¡o que me conozca! Luego tomaremos el tren.
Sonaba todo la mar de emocionante. ¡Qué forma más misteriosa de dar principio a unas vacaciones! Parecía como si se dispusieran a emprender una aventura de primera aunque, claro, no pensaban hacer tal cosa. Hubiese resultado la mar de divertido correr una; pero ¿qué podía ocurrir en unas islas desiertas que no tenían más habitantes que los pájaros? Pájaros a montones, y más pájaros, y aún más pájaros.
Bill se marchó sigilosamente aquella noche. Nadie había sabido que se encontraba en la casa, ni siquiera la señorita Tremayne, a la que se le había asignado un cuartito al que se entraba por la alcoba de la señora Mannering. La señora había prometido no decir que se hallaba Bill allí, por si acaso ello pudiera representar un peligro par él. Pero tenía tanta pesadez y tanto sueño, que acabó por preguntarse, si, en efecto, Bill había estado allí de verdad o si lo habría soñado ella.
Los niños hicieron el equipaje. No había necesidad de llevar ropa de vestir ni nada de eso. No necesitarían otra cosa que pantalones cortos, jerseys, zapatos con suela de goma, toallas y… ¿por qué no unas mantas de viaje? ¿Iban a dormir bajo techo o no? Bill no había dicho nada de eso. A lo mejor resultaba que iban a dormir en tiendas de campaña. ¡Qué divertido! Decidieron no llevar mantas. Era seguro que Bill se encargaría de esas cosas si hacían falta.
—Gemelos de campaña… libros de notas… lápices… mi máquina fotográfica… una cuerda —dijo Jack, tratando de acordarse de todo.
Lucy le miró con asombro.
—¿Una cuerda? —exclamó—. ¿Por qué una cuerda?
—A lo mejor nos interesa escalar un acantilado si es que queremos examinar nidos —contestó el niño.
—Bueno, pues… ¡ya escalarás tú los acantilados si quieres, lo que es yo…! —anunció Lucy, estremeciéndose—. Maldita la gracia que me haría descolgarme por un precipicio sin más que una cuerda por la cintura y apenas sitio en que poner los pies.
—«Kiki» se ha llevado tu lápiz —dijo Dolly—. «Kiki», haz el favor de no molestar tanto. No te llevaremos a ver soplar a los frailecillos si te portas de esa manera.
—Soplando y bufando, soplando y bufando, bufando y bufanda y abrigo —murmuró el loro, haciendo un chasquido con el pico de encantado que estaba por haber dicho algo nuevo—. Soplando y bufando…
—¡Oh!, deja de soplar y de bufar —le gritó Dolly enfurecida.
—Dios salve al rey —contestó «Kiki», poniéndose muy tieso.
—Dios sabe lo que pensarán de ti los pájaros allá —dijo Lucy—. Jack, ¿le metemos en una cesta para llevarle en el tren? Ya sabes la manía que tiene de gritar: «Mozo, mozo», soltar silbidos y decirle a todo el mundo que se limpie los pies.
—Puede ir montado en mi hombro —repuso el niño—. Dormiremos en el tren en cama o litera, y no nos dará guerra. Deja de hacer esos chasquidos, «Kiki». No es una muestra de inteligencia el hacerse insoportable a todos cuantos nos rodean.
—¡Lorito malo! —dijo «Kiki»—. ¡Canta, lorito, sé buen pajarito!
Jorge le tiró un cojín y el pájaro fue a posarse sobre la barra de una cortina, con morro. Los niños continuaron discutiendo su vacación.
—¡Hay que ver qué suerte, poder estar con Bill después de todo! —dijo Jack—. Es mucho mejor que ir con el doctor Johns. ¡Si tendrá alguna embarcación para explorar por allá! ¡Troncho!, voy a disfrutar mucho estas dos semanas. ¡Hasta es posible que veamos una alca mayor!
—¡Tú y tus alcas mayores! —exclamó Jorge—. De sobras sabes que esa raza se extinguió. No empieces con todo eso otra vez. A lo mejor encontramos alcas menores por allí, sin embargo… y millares de guillemotes en los acantilados.
Llegó el día siguiente por fin y se les hizo larguísimo, por cierto. La señora Mannering se pasó la mayor parte del tiempo durmiendo, y la señorita Tremayne no quiso permitirles que la despertaran para despedirse.
—Más vale que no lo hagáis —les dijo—. Ya lo haré yo en vuestro nombre. No dejéis de escribirle desde dondequiera que vayáis. ¿Es el taxi lo que oigo? Saldré a despediros.
Si que era el taxi. Se metieron en él con todo el equipaje. Y ahora a Londres, a reunirse con el doctor Walker y recorrer centenares de millas hacia el Norte, para dirigirse a lugares en los que muy poca gente había estado. Nada de aventuras esta vez; nada más que una vacación magnífica, sin preocupaciones, en compañía de Bill.
—¡A bordo todos! —ordenó «Kiki» en voz tan profunda, que el conductor del vehículo dio un brinco—. A la una… a las dos… a las tres… ¡en marcha!