Una visita de Bill y una gran idea
El desconocido se movía con sorprendente cautela. Había capturado a Jorge sin apenas hacer ruido y como el niño no había tenido tiempo de emitir un solo grito nadie se enteró de nada.
Jorge forcejeó, frenético, medio asfixiado por la tierra contra la que tenía pegada la cara.
Le dieron la vuelta bruscamente y le pusieron una especie de mordaza y descubrió que le habían atado ya las muñecas. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Le había confundido aquel hombre con Bill? Pero ¿era posible que no conociese la estatura y la corpulencia del detective?
Se retorció y luchó, tratando de escupir el barro que conservaba en la boca tras la mordaza. Todo fue inútil, no obstante: era demasiado fuerte y despiadado el otro.
Le alzaron en vilo y le transportaron a un invernadero en silencio.
—Y ahora —le susurró sibilantemente una voz al oído—, ¿cuántos más hay aquí? Dímelo, si no quieres tener motivos para arrepentirte. Gruñe dos veces si tienes compañeros en las cercanías.
Jorge no contestó. No sabía qué hacer, si gruñir o no gruñir. Acabó gimiendo, porque el barro andaba muy lejos de saber a caramelo.
El que le había capturado, le cacheó. Luego sacó una pequeña lámpara de bolsillo y la encendió un instante, iluminándole el rostro al niño. Vio el mechón de pelo por encima de la frente, y exhaló una exclamación de sorpresa.
—¡Jorge! ¡Si serás bobo! ¿Qué haces arrastrándote por aquí en la oscuridad?
Jorge reconoció la voz de Bill, con asombro y alegría. ¡Troncho! ¡Con que era él! Ya no le importaba tener la boca llena de tierra. Mordió la mordaza, emitiendo una serie de sonidos.
—¡Cállate! —le susurró Bill con urgencia, destapándole la boca—. Puede haber gente por ahí. No hagas ruido. Si tienes algo que decirme, susúrramelo al oído como hago yo.
—Bill —contestó el niño, siguiendo sus instrucciones—, hay un hombre escondido entre los matorrales junto a la puerta de nuestro jardín. Le descubrimos, y yo salí para avisarle si venía. Tenga cuidado.
Bill le desató las muñecas. Jorge se las frotó con cuidado. Bill sabía atar muy bien a la gente. ¡Vaya si sabía! ¡Menos mal que no se le había ocurrido tumbarle de un puñetazo!
—La puerta de atrás está abierta —le susurró—. Que yo sepa, no hay nadie escondido por allí. Probemos entrar en casa. Cuando estemos dentro podremos hablar.
Caminando en silencio, ambos se dirigieron al hueco del seto. Ninguno de los dos pisó la grava porque los crujidos de ésta hubieran podido poner sobre aviso a cualquiera que estuviese vigilando.
Se metieron por el agujero muy despacio y con mucho cuidado. Una vez en el otro jardín. Jorge agarró a Bill del brazo y le hizo cruzar el césped por debajo de los árboles en dirección al edificio. No se veía ninguna luz. La señora Mannering se había acostado ya.
La puerta de atrás seguía entornada. Jorge la empujó y entraron.
—No enciendas la luz —dijo Bill, en voz baja—. No nos interesa que sepa nadie que hay gente despierta en la casa. Yo cerraré.
Subieron con cautela la escalera. Uno de los escalones chirrió y Jack, que aguardaba en la alcoba, corrió a la puerta. Afortunadamente, no se le ocurrió encender la luz.
—No te asustes, soy yo —anunció Jorge—. Y traigo a Bill.
—¡Estupendo! —exclamó Jack con alegría.
Y le hizo entrar. Bill le estrechó cordialmente la mano. Le tenía mucho afecto a toda la familia.
—He de enjuagarme la boca —dijo Jorge—. La tengo aún llena de tierra. No me atreví a escupir en el jardín por no hacer ruido. ¡Uf, es horrible!
—¡Pobre Jorge! —exclamó Bill—. No sabía que fueses tú, muchacho. Creí que era alguien que me acechaba y mi propósito fue reducirle a la impotencia antes de que pudiese atacarme.
—Y lo hizo usted la mar de bien —aseguró el niño, enjuagándose—. ¿Dónde está mi pasta dentífrica? He de limpiarme los dientes. ¡Oh, maldita sea!
Al buscar a tientas el tubo de pasta había tirado un vaso. Cayó dentro del lavabo y se hizo añicos, poblando de ruido el silencio.
—¡Corre a decirles a las niñas que no enciendan la luz si esto les ha despertado! —dijo Bill con urgencia a Jack—. ¡Aprisa! Y ve a ver si se ha despertado tía Allie. Si así es, ponía sobre aviso.
Lucy estaba despierta, y Jack llegó a tiempo para impedir que encendiera la luz. La señora Mannering no dio señales de vida. Su cuarto se encontraba un poco más lejos y no había oído el ruido del vidrio roto. Lucy quedó sorprendida al oír la voz de Jack.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Estás enfermo? ¿Se ha puesto malo Jorge?
—¡Claro que no! —le contestó el niño, impaciente—. Ponte el batín y despierta a Dolly. ¡Está aquí Bill! Pero no hemos de encender las luces, ¿comprendes?
Algo le revoloteó cerca de la cabeza, y oyó un grito.
—¡Ah, «Kiki»! Empezaba a preguntarme dónde estarías —murmuró Jack—. ¿Cómo se te ocurrió dormir en el cuarto de las niñas esta noche? ¡Ven a ver a Bill!
Lucy despertó a Dolly, que quedó estupefacta. Las dos niñas se pusieron la bata y marcharon al cuarto de los muchachos. «Kiki» estaba allí ya, mordisqueándole la oreja, encantado, a Bill.
—¡Hola, hola! —dijo el detective al entrar las muchachas con sigilo—. ¿Cuál es cuál? Sólo puedo darme cuenta de vuestra presencia por el tacto. ¡Ah, ésta debe ser Lucy! ¡Huelo a pecas!
—Las pecas no huelen —contestó Lucy riendo—; pero sí que soy yo. Oh, Bill, ¿dónde ha estado tanto tiempo? No contestó a ninguna de nuestras cartas.
—No; pero es que… bueno, estaba encargado de un trabajo muy particular… dando caza a unos bribones… Y, de pronto, antes de que me diera cuenta de lo que sucedía, se enteraron de lo que estaba haciendo y… ¡empezaron a darme caza a mí! Conque tuve que desaparecer de su vista y esconderme.
—¿Por qué…? ¿Le hubiesen secuestrado o algo, Bill? —preguntó Lucy, asustada.
—¡Oh, cualquiera sabe lo que me hubiesen hecho! —contestó Bill—. Desde luego hubiera desaparecido para siempre. Pero aquí estoy, como veis.
—¡Conque para eso se emboscó ese hombre junto a la puerta… con la esperanza de poder matarle! —exclamó Jorge—. ¿Por qué ha venido usted a vernos ahora, Bill? ¿Quiere que hagamos alguna cosa?
—Pues, veréis… Tengo que desaparecer durante una temporada y quería ver a vuestra madre para darle unas cuantas cosas que quisiera que me guardase… por si acaso… bueno, por si acaso no vuelvo a aparecer. Soy lo que se llama un «hombre sentenciado» ahora, en cuanto a esta cuadrilla se refiere, por lo menos. Sé demasiado de ellos para que puedan vivir tranquilos mientras yo exista.
—¡Oh, Bill…! Pero ¿dónde piensa usted esconderse? No me gusta que desaparezca sin dejar rastro. ¿No puede decírnoslo a nosotros?
—Lo más probable es que me vaya a vivir a algún lugar agreste hasta que esos individuos dejen de darme caza o caigan en manos de las autoridades. Yo no quiero desaparecer… ¡No vayáis a creer lo contrario! No le tengo miedo a ninguno de ellos, pero mis jefes no pueden permitirse el lujo de correr el riesgo de que alguien me elimine y por eso tengo que desaparecer por completo durante una temporada… sin comunicar con nadie, ni siquiera con vosotros ni con mi propia familia.
Reinó el silencio. No resultaba muy agradable escuchar todo aquello en voz baja, a medianoche y en completa oscuridad. Bill a tientas acarició a Lucy.
—¡Animaos! —dijo—. Ya volveréis a tener noticias mías algún día… el año que viene, o el otro. Usaré alguna clase de disfraz… me convertiré en minero en algún punto apartado de Alaska… o… en un ornitólogo solitario allá lejos, en alguna isla desierta… o…
Jack saltó una exclamación. Acababa de ocurrírsele una idea verdaderamente maravillosa.
—¡Bill! ¡Se me ha ocurrido algo magnífico!
—¡Chitón! ¡No hables tan alto! —dijo Bill—. Y ponte tú ahora a «Kiki» en el hombro, ¿quieres?, antes de que me deje sin oreja.
—Escuche Bill —prosiguió el niño, con urgencia—. He pensado en algo. Hemos tenido una desilusión muy grande hoy. Primero voy a contarle lo que ha pasado.
—Cuenta, pues —respondió Bill, con alivio, a quitársele el loro del hombro.
—Supongo que usted no lo sabrá, pero hemos tenido todos el sarampión. Y lo pillamos bastante fuerte. Por eso no hemos vuelto al colegio. El médico dijo que debíamos cambiar de aires, y tía Allie decidió dejarnos ir con una expedición que marchaba a estudiar pájaros… la del doctor Johns. Íbamos a dirigirnos a las costas solitarias y las islas desiertas del norte… ya sabe lo que quiere decir: sitios donde sólo viven pájaros y que solamente los amantes de las aves visitan.
—Ya sé —asintió Bill, escuchando atentamente.
—Bueno, pues el doctor Johns sufrió un accidente hoy. Conque no podemos ir, porque no hay nadie que nos lleve. Pero… ¿por qué no ha de poder llevarnos usted… disfrazado de ornitólogo? Pasaríamos unas vacaciones maravillosas, usted podría desaparecer sin que nadie se enterase… y podríamos dejarle allí cuando regresáramos… ¡en lugar bien seguro!
Volvió a reinar el silencio. Todos los niños aguardaron la contestación de Bill, conteniendo el aliento. Hasta el propio «Kiki» parecía estar escuchando con ansiedad.
—No sé, no sé… —respondió Bill, por fin—. Es como si os usara a vosotros de pantalla… y, si mis enemigos veían a través de ella… bueno, no irían las cosas nada de bien para vosotros, ni para mí tampoco. No lo creo posible.
El mero pensamiento de que Bill pudiera rechazar su idea, hizo que los niños se sintiesen más entusiasmados con ella. Todos contribuyeron con algunas palabras.
—Nos llevamos un chasco tan grande al saber que no íbamos a poder ir… Y esto sí que parece un medio de conseguirlo… Y después de todo, sólo sería durante un par de semanas, para nosotros, por lo menos. Volveríamos al colegio, entonces.
—Usted sabe disfrazarse muy bien. No le costaría trabajo parecer un ornitólogo… muy serio… con la mirada fija siempre en la lejanía en busca de pájaros… y con unos gemelos de campaña colgados del hombro…
—Es imposible que se enterara nadie. Estaríamos todos la mar de seguros allá en el norte, tan agreste y desolado, en su compañía. Piense en mayo allá… el mar azul, los pájaros alzando el vuelo y planeando… los claveles de mar en flor por todas partes…
—Estaría usted seguro, Bill… a nadie se le ocurriría buscarle en un sitio así. Y, ¡oh, con las ganas que tenemos de unas vacaciones así! Nos sentimos enmohecidos después del sarampión.
—No habléis tan alto —susurró Bill—. Tendré que discutir el asunto con vuestra madre primero… aun cuando considere yo que la idea es buena. Es atrevida, desde luego… y no creo que se le ocurriera a nadie pensar que pudiese marcharme así, tan abiertamente. Y confieso que unas vacaciones con vosotros cuatro… y con «Kiki» también, claro… es precisamente lo que yo necesito en estos momentos.
—¡Oh, Bill…! ¡Estoy segura de que lo hará! —exclamó Lucy, abrazándole—. ¡Qué final más hermoso va a tener un día tan horrible como el de hoy!