Capítulo II

Una idea colosal

Después de haberse despedido la señorita Lawson precipitadamente de la señora Mannering, y de haberse cerrado la puerta de la casa tras ella, la señora volvió enfadadísima al cuarto de juegos de los niños.

—¡Os habéis portado pésimamente! Estoy enfadada con vosotros. ¿Cómo pudiste permitir que «Kiki» obrara así, Jack? Y Jorge, no había ninguna necesidad de que hicieses salir a todas esas ratas a un tiempo.

—¡Pero, mamá —arguyó el niño—, yo no puedo marcharme sin mis ratas! Conque me pareció que tenía la obligación de darle una idea a la señorita Lawson de lo que le aguardaba… quiero decir… en realidad obré con honradez, y…

—Tú lo que hiciste —le interrumpió la madre— fue obrar todo lo más obstructivamente posible, y bien lo sabes. Considero que estáis dando muy pocas muestras de quererme ayudar. Sabéis que no se os permite volver al colegio todavía… estáis todos delgados y paliduchos y tenéis que reponeros un poco primero… y yo estoy haciendo todo lo que está en mis manos para que paséis unas buenas vacaciones en compañía de alguna persona de responsabilidad.

—Lo sentimos mucho, tía Allie —dijo Jack, viendo que la señora Mannering estaba disgustada de verdad—. Es que… unas vacaciones así nos resultarían la mar de desagradables. Somos demasiado grandes para dejarnos dominar por la señorita Lawson. Si se hubiese tratado de Bill, por ejemplo…

¡Bill! Todos se animaron al pensar en él. En realidad, se llamaba Cunningham; pero como, al correr la primera aventura, le habían conocido con el nombre de Bill Smugs, había continuado siendo Bill Smugs para ellos aún después de descubrir su verdadera identidad. ¡Qué aventuras habían corrido con él!

—¡Troncho, ya lo creo! —exclamó Jorge frotándole afectuosamente el hocico a «Chirriamucho»—. ¡Si pudiéramos marchar con Bill…!

—Sí, y meteros de cabeza en otra aventura terrible —repuso la señora Mannering—. ¡Cómo que no conozco ya a Bill!

—¡Oh, no, tía Allie…! Somos nosotros los que nos metemos en las aventuras y arrastramos a Bill —aseguró Jack—. De veras que sí. Pero hace Dios sabe cuánto tiempo que no tenemos noticia de él.

Esto era cierto. Bill parecía haber desaparecido del mapa. No había contestado las cartas de los niños. La señora Mannering tampoco sabía una palabra de él. No se encontraba en su casa, y llevaba la mar de semanas sin aparecer por ella.

A nadie le preocupaba gran cosa su ausencia, sin embargo, Bill andaba siempre llevando a cabo misiones secretas y peligrosas y desaparecía durante largos intervalos. Aquella vez, no obstante, llevaba más tiempo que nunca sin comunicar con nadie. Bueno, era igual, aparecía de pronto, dispuesto a tomarse unas vacaciones, con su expansiva sonrisa dibujada en el alegre y encendido rostro.

¡Ah! ¡Si se presentara aquella tarde…! ¡Eso sí que sería magnífico! A ninguno de ellos les importaría entonces un comino perderse el curso de verano con tal de poder marchar con Bill.

Pero a Bill no se le vio aparecer por parte alguna, y era preciso tomar una determinación sin tardanza. La señora Mannering contempló con desesperación a los amotinados niños.

—¿No os gustaría marchar a algún sitio junto al mar donde pudierais hacer un estudio de las aves marinas y de sus costumbres? —preguntó de pronto—. Sé que Jack siempre ha tenido ganas de hacerlo… pero ha sido imposible antes, porque os encontrabais todos en el colegio durante la mejor época del año para hacer cosa semejante y…

—¡Tía Allie! —gritó Jack, loco de alegría—. ¡Esa es la idea más maravillosa que ha tenido usted en su vida!

—Sí, mamá, ¡es magnífica! —asintió Jorge, dando un golpe en la mesa paro dar mayor énfasis a sus sentimientos.

«Kiki», para no ser menos, dio unos golpes con el pico y dijo con voz solemne:

—¡Adelante!

Pero nadie le hizo caso. La emoción despertada por la nueva idea era demasiado grande para que les preocupara en aquellos momentos el pájaro.

Lucy, para quien la mayor felicidad era encontrarse donde estuviese su hermano, se puso radiante de alegría al pensar en lo mucho que iba a disfrutar Jack entre los pájaros. Jorge, que sentía un amor profundo por todos los animales y las aves, apenas podía creer que hubiese hecho tan maravillosa sugerencia su madre.

Sólo Dolly pareció contristada. Porque los animales salvajes le gustaban muy poco, y les tenía un miedo cerval a casi todos ellos, aun cuando en eso, séase dicho de paso, había mejorado mucho en los últimos tiempos. Los pájaros le gustaban, pero no sentía tanto interés por ellos como los niños, ni los amaba tanto. No obstante, ¡qué alegría poder estar ellos solitos en algún lugar agreste y solitario a orillas del mar…, vestir de cualquier manera y correr a su antojo por playas y acantilados! Al imaginar lo mucho que se divertirían, Dolly empezó a sonreír también, e hizo coro a las animadas preguntas y exclamaciones:

—¿De veras podemos ir? ¿Nosotros solos?

—¿Cuándo? ¡Di cuándo, por favor!

—¡Mañana! ¿No podemos marchar mañana? ¡Troncho! ¡Me siento mejor con sólo pensarlo!

—¡Mamá! ¿Cómo se te ha ocurrido eso? ¡Es verdaderamente fantástico!

«Kiki», posado en el hombro de Jack, escuchaba con profundo interés todo aquel barullo, mientras las ratas que llevaba Jorge ocultas entre la ropa procuraban ahondar más en su escondite, asustadas por aquel clamor repentino.

—Dadme lugar a que os lo explique —dijo la señora Mannering—. Dentro de un par de días va a salir una expedición hacia las costas y las islas solitarias del norte de la Gran Bretaña. Se compondrá de unos cuantos naturalistas y un solo niño: el hijo del doctor Johns, el ornitólogo.

Todos los niños sabían que los ornitólogos eran gente amante de las aves y dados a estudiar sus costumbres. El padre de Jorge, muerto ya, había sido un gran amante de los pájaros. El niño sentía no haberle conocido, porque se parecía mucho a él en su amor por todos los animales silvestres.

—¡El doctor Johns! —exclamó—. Pero…, ¡si era uno de los mejores amigos de papá!

—Sí —le respondió la madre—. Lo encontré la semana pasada y me habló de la expedición. Iba a acompañarle su hijo, y me consultó acerca de la posibilidad de que tú y Dolly les acompañarais. No os encontrabais bien del todo entonces, y le dije, sin vacilar, que no. Pero, ahora…

—¡Pero ahora podemos! —exclamó Jorge, dando un repentino abrazo a su madre—. ¡Mira que ocurrírsete pensar en una persona como la señorita Lawson cuando sabías eso! ¿Cómo pudiste?

—Pues… me parece un viaje demasiado largo para vosotros. Y no era ésa precisamente la clase de vacación que había pensado para vosotros. Sin embargo, si creéis que va a gustaros, telefonearé al doctor Johns y le pediré que agregue cuatro personas más al grupo, si puede hacerlo.

—¡Claro que podrá hacerlo! —exclamó Lucy—. Así tendrá compañía su hijo. ¡Con lo hermoso que va a resultar ir tan al norte en este tiempo veraniego!

Aquella tarde, mientras tomaban el té, se sintieron muy felices y animados al discutir la expedición. ¡Ir de exploración por las islas norteñas, algunas de las cuales no tenían más habitantes que los pájaros! ¡Nadar, navegar, caminar y observar centenares, no, millares, de aves silvestres en su propio ambiente!

—Habrá frailecillos[1] —dijo muy contento Jack—. A millones. Van allá a hacer sus nidos. Y siempre he querido estudiarlos. ¡Tienen un aspecto tan chocante!

—Choc… choc… chocante —dijo inmediatamente «Kiki», creyendo que le invitaban a imitar la locomotora y disponiéndose a lanzar un estridente silbido. Pero Jack le contuvo con severidad.

—No, «Kiki». Basta de eso. Asustas a las gaviotas y a los corvejones, a los guillemotes y a los frailecillos todo lo que se te antoje con ese aullido tan terrible cuando tengas la ocasión de hacerlo…, ¡pero te prohíbo que lo sueltes aquí! Le pone los nervios de punta a tía Allie.

—¡Qué lástima; qué lástima! —exclamó «Kiki», con melancolía—. ¡Puf-puf, cho-choc-choc!

—¡Idiota! —dijo Jack, revolviéndole las plumas.

El loro se le acercó más, frotándole el pico en el hombro. Luego, de un picotazo, sacó una fresa del tarro de confitura.

—Escucha, Jack —dijo la señora Mannering—, bien sabes que no me gusta que ande «Kiki» por la mesa a las horas de comer. Y, además, esta es la tercera vez que saca fresas del tarro.

—Vuelve a dejarla en su sitio, «Kiki» —ordenó inmediatamente el niño.

Pero eso tampoco le hizo ninguna gracia a la señora Mannering. La verdad, pensó, aquí se estará mejor y habrá mayor tranquilidad cuando hayan marchado de vacaciones los cuatro niños y el loro.

Los niños pasaron una velada muy agradable hablando de los días que le esperaban. Jack y Jorge sacaron los gemelos de campaña y los limpiaron y, el primero de ellos, fue también en busca de su magnífica máquina fotográfica.

—Aprovecharé la ocasión para sacar unas instantáneas únicas de los frailecillos —le dijo a Lucy—. Ojalá estén nidificando cuando lleguemos, Lucy, aunque creo que será demasiado pronto para que encontremos huevos.

—¿Hacen su nido en los árboles? —preguntó la muchacha—. ¿Puedes sacar «fotos» de los nidos también, con los frailecillos dentro?

Jack soltó una carcajada.

—Los frailecillos no hacen nidos en los árboles —explicó—. Los preparan en madrigueras, bajo tierra.

—¡Caramba! —exclamó Lucy—. ¡Cómo los conejos!

—Sí; y hasta usan a veces las de los propios conejos —añadió el niño—. Resultará divertido verles meterse bajo tierra. Y Apuesto a que serán mansos a más no poder, porque en algunas de esas islas nadie ha puesto pie, que se sepa… conque no se asustarán lo bastante para alzar el vuelo y huir cuando lleguemos nosotros.

—Entonces no costará ningún trabajo tener frailecillos como quien tiene un perro o un gato —dijo Lucy—. Apuesto a que Jorge lo consigue. Apuesto a que no tiene más que silbar, y todos los frailecillos correrán a su encuentro soplando y bufando.

La forma de expresarse de Lucy hizo reír a todos.

—Soplando y bufando —repitió «Kiki», rascándose la cabeza—. Soplando y bufando…, pobre chiquito mono.

—Pero ¿qué está diciendo éste? —exclamó Jack—. «Kiki», ¡cuidado que dices tonterías!

—Pobre cerdito chiquito mono —repitió «Kiki», con solemnidad—. Bufando y soplando, soplando y bufando…

Jorge soltó una carcajada.

—¡Ahora lo entiendo! Recuerda haber oído el cuento de los tres cerditos y el lobo feroz… ¿No os acordáis que el lobo se acercó soplando y bufando para derribarles la casa? ¡Ah, «Kiki», eres una maravilla!

—Les dará a los frailecillos algo que pensar —dijo Dolly—. ¿Verdad, «Kiki»? Se preguntarán qué clase de bicho raro ha ido a visitarles. ¡Hola…! ¿Es ese el timbre del teléfono?

—Sí —contestó Jack, emocionado—. Tía Allie telefoneó al doctor Johns para decirle que íbamos a ir nosotros con él. Pero no estaba en casa y dejó recado para que llamase él a su regreso. Apuesto a que ahora es él. Voy a verlo.

Salieron todos al vestíbulo, donde estaba instalado el aparato. La señora Mannering se encontraba allí ya. Se apiñaron a su alrededor, ávidos de oír lo que se decía.

—¡Oiga! —dijo la señora—. ¿El doctor Johns…? ¡Ah, es la señora Johns! Sí; la señora Mannering al habla. ¿Cómo dice? ¡Oh…, cuánto lo siento! Es terrible para usted eso. Sí, sí, claro…, comprendo perfectamente. Tendrá que aplazarlo todo… hasta el año que viene quizá. Bueno, pues confío en que tendrá usted buenas noticias pronto. No dejará usted de decírnoslo, ¿verdad? Adiós.

Colgó el auricular y se volvió hacia los niños con solemne expresión.

—Lo siento mucho, niños…, pero el doctor Johns ha sido víctima de un accidente de automóvil esta mañana… Se encuentra en el hospital. Como es natural, se ha tenido que renunciar a la expedición.

¡Renunciar a la expedición! ¡Nada de islas llenas de aves después de todo…, nada de ratos felices en los mares porteños! ¡Qué desilusión más terrible!