Capítulo I

¡Nada de institutrices, gracias!

—¿Sabéis que es el cinco de mayo ya? —murmuró Jack, con melancólica voz—. Todos los chicos volverán al colegio en el día de hoy.

—¡Qué lástima; qué lástima! —observó el loro «Kiki», con voz tan melancólica como la de Jack.

—Y todo ello por culpa del sarampión —anunció Lucy, contristada—. El primero en pillarlo fue Jorge, cuando llegó a casa de vacaciones. Luego Dolly, y ella me lo contagió a mí. Y luego lo tuviste tú.

—Bueno, pero hemos salido todos de cuarentena ya —dijo Dolly, desde su rincón del cuarto—. Es una estupidez por parte del médico empeñarse en que nos hace falta un cambio de aires antes de volver al colegio. ¿No hay bastante cambio ya con volver al colegio? ¡Con lo que a mí me gusta el curso de verano!

—Sí… y apuesto a que a mí me hubiera tocado formar parte del equipo de fútbol —respondió Jorge, echándose atrás con la mano el mechón de pelo que le caía sobre la frente—. ¡Troncho! ¡Cuánto me alegraré de poder cortarme el pelo otra vez! ¡Me siento como una chica ahora que me ha crecido tanto!

Los cuatro niños habían pillado el sarampión muy fuerte durante las vacaciones. Jack fue el que lo pasó peor, y a Dolly le dieron mucho quehacer los ojos. De esto tuvo ella la culpa en parte, porque le habían prohibido que leyese y ella se empeñó en desobedecer las órdenes del médico. Ahora no hacían más que llorarle los ojos y, siempre que la luz era fuerte, parpadeaba.

—Desde luego, se acabaron los estudios para Dolly, de momento —había dicho con severidad el doctor—. Supongo que creerías saber más que yo, jovencita, cuando te empeñaste en desobedecer mis órdenes. ¡Puedes darte por afortunada si no tienes que usar lentes dentro de poco por no haber hecho lo que te mandaban!

—Dios quiera que no nos mande mamá a una de esas pensiones tan horribles a orillas del mar —dijo Dolly—. No puede acompañarnos ella, porque ha aceptado no sé qué clase de trabajo importante para el verano. Espero que no se le ocurrirá buscarnos una institutriz o algo así para que se nos lleve.

—¡Una institutriz! —exclamó Jorge, con desdén—. Maldito si iría yo, entonces. Y, en cualquier caso, dudo que se quedara ahora que me he puesto a entrenar ratas.

Su hermana Dolly le miró con repugnancia. Jorge siempre llevaba encima un bicho u otro, porque le gustaban mucho los animales. Hacía lo que quería con ellos. Lucy, en su fuero interno, estaba convencida de que, si se encontraba con un tigre enfurecido en la selva, se limitaría a extender hacia él la mano, y el tigre lo lamería como un perro, ronroneando como un gato.

—¡Te he dicho, Jorge, que como llegues a enseñarme siquiera una de tus ratas, daré un chillido! —anunció Dolly.

—Bueno, pues, ¡chilla entonces! —le contestó Jorge—. ¡Eh, «Chirriamucho»! ¿Dónde estás?

«Chirriamucho» apareció por encima del cuello del jersey del muchacho y, haciendo honor a su nombre, se puso a chirriar. Dolly soltó un chillido.

—¡Bruto, más que bruto! ¿Cuántos bichos de esos tienes metidos por el cuello? Si tuviéramos un gato, se los daba todos.

—Pero no lo tenemos —respondió Jorge, empujándole la cabeza a «Chirriamucho» para que se escondiera.

—Tres ratoncitos ciegos —observó «Kiki», con gran interés, ladeando la cabeza en espera de que «Chirriamucho» apareciera otra vez.

—Te equivocas, amigo «Kiki» —dijo Jack, alzando con indolencia una mano y tirándole a su loro de las plumas de la cola—. Lejos de tratarse de tres ratoncitos ciegos, se trata de una sola rata, y la mar de espabilada por añadidura. Oye, «Kiki», ¿por qué no pillaste tú el sarampión?

El loro estaba muy dispuesto a entablar una conversación con su amo. Cloqueó ruidosamente, y agachó la cabeza para que se la rascaran.

—¿Cuántas veces he de decirte que cierres la puerta? —gritó—. ¿Cuántas veces he de decirte que te limpies los pies? Limpia la puerta, cierra los pies, limpia…

—¡Eh, que te estás haciendo un lío! —le interrumpió Jack.

Y los otros se echaron a reír. Cuando «Kiki» empezaba a hacer una mescolanza de las cosas que tanto le gustaba decir, siempre resultaba cómico en extremo. Al loro le gustaba hacer reír a la gente. Alzó la cabeza, irguió la cresta, e imitó el ruido de una segadora mecánica.

—¡Basta ya! —exclamó Jack, dándole un golpe en el pico—. ¡Calla ya, «Kiki»!

Pero «Kiki», encantado con el ruido que estaba haciendo, voló hasta posarse sobre las cortinas y continuó siendo una segadora mecánica… de las que andan necesitando que las engrasen.

La señora Mannering asomó la cabeza por la puerta.

—¡Niños! ¡No le dejéis hacer tanto ruido a «Kiki»! Estoy celebrando una entrevista con alguien, y resulta la mar de molesto.

—¿Quién ha venido a entrevistarse contigo? —preguntó al punto Jorge—. ¡Mamá! No se te habrá ocurrido buscar una institutriz o algo igualmente terrible para que nos lleve a hacer un cambio de aires, ¿verdad? ¿Está aquí?

—Sí que está —contestó la señora. Y todos los niños gimieron a coro—. De sobra sabéis que no dispongo de tiempo para acompañaros yo. He aceptado trabajo para este verano, aunque claro, de haber sabido que ibais a tener el sarampión tanto tiempo, y que ibais a quedaros tan flacuchos después…

—¡No estamos flacuchos! —exclamó Jorge, indignado—. ¡Qué palabra más horrible!

—Flacucho, «Chirriamucho» —dijo inmediatamente «Kiki», y rompió a reír. Le encantaba aparejar las palabras que sonaban igual—. ¡Flacucho «Chirriamucho»!

—¡Cállate, «Kiki»! —ordenó Jack, tirándole un cojín—. Tía Allie…, podríamos irnos divinamente solos. Tenemos bastante edad ya para saber cuidarnos.

—Jack, en cuanto os permito que os alejéis de mi lado un instante durante las vacaciones, siempre os metéis de cabeza en alguna aventura espeluznante —le respondió la señora Mannering—. Jamás olvidaré lo que sucedió el verano pasado…, ¡mira que equivocarse de aeroplano y perderse durante Dios sabe cuánto tiempo en una calle!

—¡Oh, ésa fue una aventura maravillosa! —exclamó Jorge—. Ojalá pudiésemos correr otra así. Estoy harto de tener sarampión tanto tiempo. Por favor, mamá, ¡sé buena y deja que vayamos solos!

—No. Vais a ir a una playa completamente segura, con una institutriz completamente segura, a pasar unas vacaciones completamente seguras.

—¡Segura, segura, segura! —aulló «Kiki»—. ¡Segura y completamente!

—Al revés, «Kiki» —advirtió Jack.

La señora Mannering se tapó los oídos con los dedos.

—¡Ese pájaro! Supongo que estoy cansada como consecuencia de haber tenido que hacer de enfermera de los cuatro; pero, la verdad, «Kiki» me pone los nervios de punta ahora. ¡El alivio que sentiré cuando se haya marchado con vosotros!

—Apuesto a que «Kiki» no le gustará a ninguna institutriz —dijo Jack—. Tía Allie, ¿le habló usted de «Kiki»?

—Aún no —confesó la señora—. Pero supongo que será mejor que la haga pasar y os la presente.

Salió. Los niños se contemplaron unos a otros con mirada torva.

—Ya sabía yo que ocurriría eso —anunció Dolly, sombría—. En lugar de divertirnos en el colegio, tendremos que andar por ahí como atontados con una persona a la que no podremos soportar. Jorge…, ¿no puedes hacer algo con esas terribles ratas tuyas cuando… entre ella? Si supiese que tú eres uno de esos niños a los que les gusta llevar ratones, ratas, escarabajos y erizos dentro del jersey y en los bolsillos, seguramente echaría a correr como si la persiguiera el mismísimo demonio.

—¡Magnífica idea, Dolly! —exclamaron todos a un mismo tiempo.

Y Jorge les dirigió una mirada radiante, y dijo:

—Rara vez se te ocurre una idea; pero ésa es buena. ¡Eh, «Chirriamucho»! ¡Sal de ahí! ¿Dónde estás, «Hocicudo»? ¡Sal de mi bolsillo, «Bigotes»!

Dolly retrocedió hacia el rincón más lejano del cuarto, contemplando, horrorizada, a las tres pequeñas ratas blancas. Pero ¿cuántas llevaría Jorge encima? Decidió no acercarse a él si le era humanamente posible evitarlo.

—Yo creo que «Kiki» podría dar una exhibición también —dijo Jack, riendo—. «Kiki»… ¡Pof-pof-pof!

Aquélla era la señal para que el loro hiciese su famosa imitación del silbido de una locomotora dentro de un túnel. «Kiki» abrió el pico e hinchó la garganta, encantado. Rara vez le pedían que hiciera tan terrible ruido. Lucy se llevó las manos a las orejas.

Se abrió la puerta y entró la señora Mannering con una mujer alta, de severo aspecto. Era evidente que jamás se permitiría que ocurriese ninguna aventura ni cosa alguna anormal en la vecindad de la señorita Lawson. Se veía bien a las claras que, en efecto, era «completamente segura».

—Niños, ésta es la señorita Lawson —empezó a decir la señora Mannering.

Le ahogó la voz el estridente silbido de «Kiki». Jamás había hecho el loro mejor su imitación. Jamás prolongó tanto el aullido. Aquella vez se soltó el pelo de verdad.

La señorita Lawson exhaló una exclamación y retrocedió. No vio a «Kiki» al principio. Miró a los niños, creyendo que uno de ellos hacía aquel espantoso ruido.

—¡«Kiki»! —tronó la señora Mannering, furiosa—. Niños, ¿cómo le dejasteis hacer eso? ¡Me avergonzáis!

«Kiki» calló. Ladeó la cabeza y miró con descaro a la señorita Lawson.

—¡Límpiate los pies! —ordenó—. ¡Cierra la puerta! ¿Dónde tienes el pañuelo? ¿Cuántas veces he de decirte que…?

—Saca a «Kiki» de aquí, Jack —ordenó la señora, encendida de indignación—. No sabe usted cuánto lo siento, señorita Lawson. «Kiki» es propiedad de Jack, y no suele comportarse tan mal.

—Comprendo —respondió la institutriz con gesto dubitativo—. No estoy muy acostumbrada a los loros, señora Mannering. Supongo, claro está, que este pájaro no irá con nosotros. Yo no puedo hacerme responsable de animales así… y no creo que la pensión…

—Eso ya lo discutiremos más tarde —repuso apresuradamente la señora Mannering—. Jack, ¿has oído lo que te he dicho? Llévate a «Kiki» de aquí.

—Polly, pon al fuego el escalfador —le dijo «Kiki» a la señorita Lawson, que no le hizo el menor caso.

El loro gruñó como un perro enfurecido, y la institutriz hizo una mueca de sobresalto. Jack cogió al loro, les guiñó un ojo a los otros, y salió del cuarto con el pájaro.

—¡Qué lástima, qué lástima! —se condolió «Kiki» al cerrarse la puerta tras él.

La señora Mannering exhaló un suspiro de alivio.

—Jack y Lucy Trent no son hijos míos —le dijo a su compañera—. Lucy, dale la mano o la señorita Lawson. Lucy y Jack son íntimos amigos de mis propios hijos, y viven con nosotros, y todos ellos van juntos al colegio.

La señorita Lawson miró a la niña pelirroja de ojos verdes, y la encontró simpática. Se parecía mucho a su hermano, pensó. Luego contempló a Jorge y a Dolly, ambos de ojos y cabellos oscuros, con un mechoncito raro que salía, erguido, por delante. Ya les obligaría ella a cepillárselo para que no sobresaliese de aquella manera.

Dolly se acercó, muy cortés, y le estrechó la mano. La señorita Lawson sería muy como era debido, pensó, muy rigurosa y muy aburrida, pero ¡oh, tan segura!…

Luego se adelantó Jorge; mas antes de haber podido saludarla se llevó apresuradamente la mano al cuello, se dio luego un zarpazo en la pierna, y acabó pasándose los dedos en la cintura. La señorita Lawson le miró con asombro.

—Perdone —murmuró Jorge, mis ratas tienen toda la culpa.

Y con gran horror suyo, la señorita Lawson vio a «Chirriamucho» correr por el cuello del niño, avanzar el bulto que hacía «Bigotes» por debajo de la ropa a la altura del vientre, y salir por la manga a «Hocicudo». ¡Dios santo! ¿Cuántas ratas más tendría aquel endiablado chiquillo?

—Lo siento —anunció, con voz desfallecida—. Lo siento mucho… pero no puedo aceptar este cargo, señora Mannering… De verdad que no; se lo aseguro.