La amante de la muerte

(«Mistress of Death», con Gerald W. Page)

Ante mí, en la sombría calleja, un chasquido metálico retumbó y un hombre lanzó un grito como los que lanzan sólo los hombres mortalmente heridos. Surgiendo de una esquina de la sinuosa callejuela, tres formas envueltas en capas llegaron corriendo desesperadamente, como corren los seres dominados por el pánico y el terror. Me pegué contra la pared para dejarles pasar. Dos de ellos me rozaron sin verme, jadeando y lanzando secas exclamaciones; el tercero, corriendo con la cabeza baja, me golpeó de lleno.

Gritó como un alma condenada; evidentemente, se creía atacado y me agarró salvajemente e intentó morderme, como un perro rabioso. Con una imprecación, me arranqué de su abrazo y le arrojé violentamente contra la pared. Pero mi propio impulso me arrastró y mi pie resbaló en un charco entre los adoquines del piso. Perdí el equilibrio y caí de rodillas.

Huyó gritando hacia la entrada de la calleja. Cuando me levantaba, una silueta alta surgió por encima de mí, como un fantasma saliendo de las espesas sombras. La luz de una antorcha lejana lanzó un reflejo oscuro sobre el capacete y la espada que blandía sobre mi cabeza. Apenas tuve tiempo para detener el golpe; las chispas volaron cuando chocaron nuestras hojas. Contraataqué, lanzando una estocada tan violenta que la punta de mi espada se hundió en su boca, entre los dientes, atravesando su nuca y chocando contra el borde de su casco de acero.

Quiénes eran mis asaltantes, lo ignoraba, pero no era aquel momento de parlamentar o pedir explicaciones. Formas indistintas se lanzaban desde la penumbra sobre mí; las hojas cortaban el aire por encima de mi cabeza. Un golpe se abatió ferozmente sobre mi casco y llenó mis ojos de chispas de fuego. Mi situación era crítica; había renunciado a lanzar estocadas, mi ataque favorito, para golpear violentamente a derecha e izquierda. Escuché gruñir y lanzar juramentos a los hombres cuando el filo de mi espada les alcanzaba. En aquel instante, di un salto hacia atrás para evitar un golpe virulento. Mi pie se enredó en la capa del hombre a quien derribé en primer lugar y caí cuan larga era sobre su cadáver.

Retumbó un feroz grito de triunfo. Uno de los asaltantes se lanzó sobre mí, blandiendo la espada en el aire… Antes de que pudiera golpear o que yo tuviera tiempo de alzar mi propia arma por encima de la cabeza, escuché a mis espaldas el ruido de una rápida carrera. Una imprecisa silueta apareció bañada en la incierta luz y la hoja que descendió impetuosamente golpeó con sonoridad en una espada a mitad de su recorrido.

—¡Perro! —gritó el desconocido con un curioso acento—. ¿Atacarías a un hombre que está en tierra?

El otro lanzó un rugido y golpeó locamente en su dirección. Entre tanto, yo ya estaba en pie; como los demás acentuaban la presión, me enfrenté a ellos con la punta y el filo de la espada, golpeando fieramente, lanzando estocadas, batiéndome como un demonio. Yo estaba loca de rabia al verme en tan crítica situación de la que un desconocido me había sacado en el último momento. Una mirada de soslayo me lo reveló hundiendo la espada en el cuerpo de un enemigo; al verlo, redoblé mis ataques y contraataqué nuevamente, hiriéndoles y haciendo manar la sangre en cada uno de los asaltos. Descorazonados, los rufianes abandonaron bruscamente el combate y huyeron veloces bajando por la calleja.

Me volví hacia mi desconocido salvador y vi a un hombre macizo, de cuerpo esbelto, un poco más alto que yo misma. La luz de la lejana antorcha le iluminaba débilmente; noté que llevaba botas de cuero de Córdoba de excelente calidad y un jubón de terciopelo bajo el que pude ver el reflejo de unas mallas de acero. Una espléndida capa escarlata colgaba de sus hombros; un bonete con una pluma remataba su cabeza; bajo aquel tocado, sus ojos claros y helados brillaban con un resplandor peligroso. Su rostro moreno se mostraba muy afeitado y tenía los pómulos altos y los labios delgados. Las numerosas cicatrices que le señalaban demostraban vagamente una vida aventurera. Su porte era el de un hombre habituado a combatir; el menor de sus movimientos revelaba unos músculos de acero y la perfecta coordinación del luchador nato.

—Te lo agradezco, amigo mío —le dije—. ¡Me alegro que llegaras cuando lo hiciste!

—¡Por Dios! —exclamó—. No hay que decir nada. Habría hecho lo mismo por cualquier hombre… ¡Por San Andrés, eres una mujer!

Como no tenía nada que responder a aquello, limpié la espada y la envainé, mientras él seguía con la boca abierta mirándome fijamente.

—¡Agnès de La Fère! —dijo lentamente, pasado un momento—. No puede ser nadie más. He oído hablar de ti, incluso en Escocia. ¡Tu mano, joven! Tenía muchas ganas de conocerte. Y apretar la mano de John Stuart no es un deshonor… ¡ni siquiera para Agnès la Negra!

Tomé su mano; a decir verdad, no había oído hablar de él. Sentí los músculos de acero de sus dedos; su muñeca de mano rápida y nerviosa me reveló una naturaleza apasionada e impetuosa.

—¿Conoces a esos rufianes que querían tu cabeza?

—Tengo muchos enemigos —respondí—, pero creo que sólo se trataba de unos bribones al acecho, ladrones vulgares. Seguían a tres hombres y creo que querían matarme para hacerme callar para siempre.

—Es más que probable —dijo—. Vi a tres hombres con capas negras salir a la carrera de la callejuela, como si Satanás les siguiera los pasos…, y eso despertó mi curiosidad. Por esa razón vine a ver lo que pasaba…, particularmente cuando oí el entrechocar de las armas. ¡San Andrés! Dicen que golpeas como el rayo en verano, ¡y es la pura verdad! Pero veamos si esos bandidos han huido realmente o si nos esperan al salir de la calleja para apuñalarnos por la espalda cuando nos vayamos.

Avanzó prudentemente, se detuvo y juró en voz baja.

—Se han ido, pero veo algo tirado en los adoquines. Se diría que es un cadáver.

Me acordé entonces del grito que había oído antes y me reuní con él. Unos instantes más tarde nos inclinábamos sobre dos formas en el lodo de la calleja. La primera de ellas era la de un hombrecillo envuelto en una capa, lo mismo que los tres hombres que huyeron; una profunda herida se abría en su pecho…, una de esas heridas de las que no se sobrevive. Mi compañero acabó de dar la vuelta al otro hombre y le contemplé con extrañeza.

—¡Este hombre lleva horas muerto! —exclamó con sorpresa—. Además, no ha sido muerto de una estocada o un disparo. ¡Mira! ¿Ves sus rasgos hinchados y violáceos? ¡Es la marca de la horca! Y todavía lleva la camisa de los que son conducidos al cadalso. Por San Andrés, Agnès, ¿sabes quién es este hombre? —Al verme sacudir la cabeza negativamente, añadió—: Es Costranno, el brujo italiano; le colgaron esta mañana, al alba, ante los muros de la villa, por practicar la magia negra. Es quien envenenó al hijo del duque de Tours y dejó que acusaran en su lugar a un inocente. Pero Françoise de Bretaña, dudando de la verdad, le tendió una trampa y le obligó a confesarlo todo. Luego, reveló lo que sabía a la justicia.

—He oído hablar de esa historia —dije—. Pero apenas llevo una semana en Chartres.

—Es Costranno, de eso no hay duda alguna —me replicó Stuart, sacudiendo la cabeza—. Sus rasgos están tan convulsionados que no habría podido reconocerle…, de no haber sido por ese dedo corazón que le falta en la mano izquierda. Y el otro hombre es Jacques Pelligny, su alumno en magia negra. También pesaba sobre él la sentencia de muerte; había conseguido escapar y ocultarse. Por Dios, todo su arte no ha podido salvarle de la espada de un salteador de caminos. Los discípulos de Costranno han debido bajarle de la horca…, pero ¿por qué han traído su cuerpo a la ciudad?

—Parece que Pelligny tiene algo en la mano —dije, esforzándome por separar los dedos del muerto. Se diría que, incluso en la muerte, apretaban todo lo que tenían. Era un fragmento de cadena de oro, de cuyo extremo colgaba una gema roja extremadamente curiosa; brillaba en la oscuridad como un ojo coriáceo.

—¡San Andrés! —murmuró Stuart—. Una rara piedra, a decir verdad… ¡Oh, escucha! —Se incorporó vivamente—. ¡La guardia! ¡No deben encontrarnos cerca de los cadáveres!

Al otro extremo de la calleja vi luz de linternas que se acercaban y oí los pasos pesados y la cadencia de hombres vestidos con armaduras. Mientras me levantaba, la cadena y la gema se resbalaron de mis dedos…, de hecho, hubiera jurado que me habían sido arrancadas de las manos… y cayeron sobre el pecho del difunto hechicero. No tenía ningún interés en perder el tiempo por recuperarlos y corrí hacia el final de la calle, siguiendo a Stuart. Mirando a mis espaldas, vi centellear la gema sobre el seno del muerto, como si fuera una estrella purpúrea.

El callejón daba a una calle estrecha y sinuosa, apenas mejor iluminada. Nos alejamos rápidamente. Al llegar a la altura de una taberna, entramos en ella. Elegimos una mesa apartada de los demás bebedores que se querellaban y jugaban a los dados sobre la mesa común manchada de vino. Pedimos vino y el tabernero no tardó en traemos dos grandes frascas de cuero.

—¡Por nuestro encuentro, esperando que podamos conocernos mejor! —dijo John Stuart levantando su jarra—. Por San Andrés, ahora que te veo a la luz, te admiro todavía más. Eres una mujer alta y hermosa; incluso con ese casco, el capacete, las calzas y las botas, nadie te tomaría por un hombre. ¡Bien mereces que te llamen Agnès la Negra! Pese a tus cabellos rojos y tu clara piel, hay algo en ti extraño y sombrío. Se dice que cruzas por la vida como una de las Parcas, insensible, inmutable, llevando la tragedia y el destino, y que los hombres que te acompañan nunca llegan a viejos. Dime, joven, ¿por qué llevas pantalones y sigues la vida de un hombre?

Sacudí la cabeza, incapaz de encontrar una explicación. Sin embargo, como me forzaba a responder, declaré:

—Me llamo Agnès de Chastillon; nací en la aldea de La Fère, en Normandía. Mi padre es hijo bastardo del duque de Chastillon y una campesina… toda su vida formó parte de los Compañeros Francos, como mercenario, hasta que se hizo demasiado viejo para marchar y combatir. Si yo misma no hubiera sido más robusta y dura que la mayor parte de las chicas de mi edad, me habría matado a palizas, antes incluso de llegar a la adolescencia. Finalmente, quiso casarme por la fuerza con un hombre al que odiaba; maté a aquel villano y huí del pueblo. Un tal Étienne Villiers me ayudó pero me mostró que también era una mujer sin defensa y una presa fácil para todos los hombres. Cuando le vencí, en combate leal, comprendí que era tan fuerte como la mayor parte de los hombres, y mucho más rápida.

»Poco después, conocí a Guiscard de Clisson, capitán de los Compañeros Francos. Me enseñó el arte de la esgrima antes de ser cobardemente asesinado en una emboscada. Adopté, naturalmente, la vida de un hombre; puedo jurar, marchar, batirme y alardear como los mejores de ellos. Todavía no he encontrado a ninguno que se me pueda comparar con la espada.

Stuart se estremeció ligeramente, como si mis palabras no le agradasen en exceso. Alzó su copa, bebió un par de grandes tragos y declaró:

—Hay tantos hombres valerosos en Escocia como en Francia; algunos de ellos han llegado a decir que la espada de John Stuart no tiene par. Pero ¿qué es esto?

La puerta acababa de abrirse; un soplo de viento helado hizo vacilar las velas y temblar a los hombres sentados a los bancos. Un hombre alto entró en la taberna, cerrando la puerta a sus espaldas. Iba envuelto en una gran capa negra; cuando alzó la cabeza y recorrió la sala con la mirada, un espeso silencio se extendió bruscamente. Aquella cara tenía un aspecto raro y anormal; era tan morena de tez que casi era negra. Sus ojos eran igual de extraños, fuliginosos y fijos. Vi que varios bebedores se persignaban al cruzar los ojos con los del recién llegado. Se instaló en una mesa, la más alejada de las velas, y recogió su capa todavía más estrechamente contra su cuerpo; sin embargo, la noche era cálida. Tomó la copa que le presentó una sucia sirvienta, llena de aprensión, y agachó la cabeza para beber. Su rostro no era visible, oculto por su sombrero de ala ancha. Las conversaciones, aunque atenuadas, volvieron a la taberna.

—Hay sangre en esa capa —declaró John Stuart—. Si el hombre no es un asesino, acepto que me llamen imbécil. ¡Eh, tabernero, otra garrafa!

—Eres el primer escocés que conozco —dije—. Pero ya he tenido algunos asuntos con los ingleses.

—¡Que su raza sea maldita! —exclamó—. ¡Que el demonio se los lleve a su madriguera! ¡Y que malditos sean mis enemigos, que me han expulsado de Escocia!

—¿Eres un exiliado? —pregunté.

—¡En efecto! Con muy poco oro en mi sporan. Pero la fortuna siempre sonríe a los audaces. —Dejó que su mano reposara en el pomo de su espada, junto a su cadera.

En cuanto a mí, observé al desconocido sentado en su rincón. Stuart se volvió para mirarle. El hombre había alzado su mano e inclinado un dedo para llamar al tripudo tabernero. El hombre se acercó, limpiándose las manos en el mandil de cuero; se leía en su rostro una expresión poco segura. Había algo en el desconocido de la capa negra que repugnaba a los hombres.

El desconocido habló, pero sus palabras fueron un susurro inaudible. El tabernero sacudió la cabeza con estupor.

—Un italiano —murmuró Stuart—. Reconocería ese charloteo en cualquier parte.

El extranjero se expresó entonces en francés. Mientras hablaba, de una manera titubeante, sus palabras se fueron haciendo más claras, su voz más apagada, pero audible.

—Françoise de Bretaña —dijo, y repitió aquel nombre varias veces—. ¿Dónde se encuentra la casa de Françoise de Bretaña?

El tabernero empezó a darle explicaciones y Stuart rezongó:

—¿Dice que ese bribón italiano de la triste figura desea ir a casa de Françoise de Bretaña?

—Por lo que he oído decir —respondí cínicamente—, no es muy sorprendente que los hombres pregunten por su casa.

—Se dicen muchas mentiras a costa de las mujeres hermosas —replicó Stuart alzando la copa—. El hecho de que sea la amante del duque de Orleans no quiere decir necesariamente que ella…

Se inmovilizó bruscamente, con la copa junto a los labios, los ojos convertidos en dos fisuras; vi una expresión de sorpresa pasar por su rostro moreno y cruzado por las cicatrices. En aquel momento, el italiano se levantó. Envolviéndose en su amplia capa, marchó rápidamente hacia la puerta.

—¡Detenedle! —rugió Stuart, levantándose de un salto y desenvainando la espada—. ¡Detened a ese rufián!

En el mismo instante, un grupo de soldados con cascos y corazas irrumpió en la taberna, abriéndose paso brutalmente por entre los bebedores. El italiano se deslizó junto a ellos, salió y cerró la puerta a sus espaldas. Stuart avanzó profiriendo un juramento, luego se detuvo, pues los soldados le cerraban el paso. Marchando con aspecto de importancia por la sala y paseando una mirada severa sobre los bebedores que bajaban la cabeza, el capitán, un hombre alto y revestido con una armadura centelleante, anunció con voz fuerte:

—¡Agnès de La Fère, te detengo por el asesinato de Jacques de Pelligny!

—¿Qué quieres decir, Tristán? —exclamé encolerizada, levantándome de un salto—. ¡Yo no he matado a Pelligny!

—Esta mujer te ha visto salir del callejón donde le han asesinado —replicó. Señalaba a una hermosa y alta joven, adornada con plumas y perlas, sujeta por un hombre de armas de aspecto fornido. Evitó mi mirada. La conocía bien: era una cortesana a la que había ayudado. Nunca hubiera esperado que me acusase falsamente.

—En ese caso, también me habrá visto a mí —intervino John Stuart—, pues yo estaba con Agnès. Si la detenéis, también tendréis que detenerme a mí, ¡y por San Andrés que mi espada dirá algo al respecto!

—No tienes nada que ver en todo esto —respondió Tristán—. Sólo deseo detener a esa mujer.

—Eres un estúpido, amigo mío —gritó Stuart lleno de furia—. Ella no ha matado a Pelligny. ¿Y aunque así fuera? ¿No se había pronunciado una sentencia de muerte contra él?

—Su destino era el verdugo, no caer bajo los golpes de simples civiles —replicó Tristán.

—Escucha —siguió Stuart—. Le mataron unos salteadores. Luego atacaron a Agnès; ella cruzaba por el callejón en aquellos momentos, puro azar. Acudí en su ayuda, y matamos a dos de esos canallas. ¿No has encontrado sus cadáveres con las marcas en sus cuerpos demostrando nuestra actividad?

—No hemos visto nada parecido —respondió Tristán—. Y a ti nadie te ha visto por allí; por eso tu testimonio carece de valor. Esta mujer, aquí presente, ha visto a Agnès de La Fère perseguir a Pelligny por la calleja y apuñalarle. Tengo que llevarla a prisión.

—Sé por qué quieres detenerme, Tristán —dije fríamente. Me acerqué a él con lentitud—. Llevaba en Chartres apenas una semana cuando ya querías que me convirtiera en tu amante. Ahora te vengas, porque rechacé todos tus ofrecimientos. ¡Imbécil! ¡Soy amante de la Muerte, y de nadie más!

—¡Basta ya con esta ociosa discusión! —ordenó Tristán secamente—. ¡Soldados, prendedla!

Fue su última orden en este mundo, pues hundí mi espada en su cuerpo antes de que pudiera levantar la mano. Los soldados se lanzaron aullando sobre mí. Mientras golpeaba y detenía golpes, el albergue se transformó en un manicomio… Las botas pateaban el suelo pesadamente, las espadas chocaban con furor, gritos e imprecaciones sanguinarias se alzaban por doquier. Nos abrimos paso entre la aullante multitud, dejando a nuestras espaldas un suelo lleno de cadáveres; alcanzamos la calle. Cuando llegábamos a la puerta, vi a la cortesana que habían traído para testimoniar en mi contra. Estaba acurrucada bajo un banco volcado. La cogí por los largos cabellos rubios y la arrastré hasta la calle.

—¡Démonos prisa! —exclamó John Stuart—. La guardia no tardará en llegar. ¡Por San Andrés, Agnès!, ¿de verdad quieres librarte de esa belleza? ¡Debemos huir deprisa!

—Tengo una cuenta que saldar con ella —grazné, pues tenía la sangre hirviendo.

La arrastré con nosotros. Tras haber corrido durante unos instantes llegamos a una calleja sumida en sombras, y nos detuvimos en ella para recuperar el aliento.

—Vigila la calle —le pedí a Stuart. Luego, volviéndome hacia la temblorosa traidora, le dije con rabia contenida—: Margot, si un enemigo que me golpea de frente merece una estocada, ¿qué castigo merece una traidora? Hace menos de cuatro días te salvé la vida, librándote del ardor de un soldado borracho. Incluso te di unas monedas, pues tus lágrimas despertaron mi estúpida compasión. ¡Por San Trignant, me gustaría arrancarte la cabeza de los hombros!

—¡Oh, Agnès! —sollozó, cayendo de rodillas y abrazándome las piernas—. Ten piedad. Yo…

—De acuerdo, perdonaré tu vida sin valor —dije llena de cólera, desabrochándome el cinturón de la espada—. ¡Pero te levantaré las faldas y te azotaré como nunca antes lo haya hecho nadie!

—¡No, Agnès! —gimoteó—. ¡Escúchame, por favor! ¡No he mentido! Es la verdad…, te vi a ti y al escocés salir de la calleja, con las espadas en la mano. Pero la guardia dijo que sólo había tres cadáveres tirados en la calleja, y que dos de ellos estaban enmascarados. Se trataba de ladrones. Tristán declaró que el que los hubiera matado —fuera quien fuera— había hecho una buena acción. Luego me preguntó si había visto a alguien salir de la calleja. No pensaba que hiciera ningún mal al decirle que os había visto a vosotros dos, a ti y a John Stuart. Pero, cuando pronuncié tu nombre, sonrió y les dijo a sus hombres que tenía buenas razones para echar a Agnès de La Fère a un calabozo, encadenada y sin armas. Les exigió que siguieran sus órdenes. Acto seguido, afirmó que mi testimonio sobre ti sería aceptado, pero no quiso escuchar nada más, ni sobre John Stuart ni sobre los otros dos ladrones. Me amenazó de un modo tan terrible que no me atreví a llevarle la contraria.

—¡Perro abyecto! —murmuré—. ¡Bien, hay un nuevo capitán de la guardia en el Infierno esta noche!

—¿Dijiste tres cadáveres? —intervino John Stuart—. ¿No eran cuatro? Pelligny, los dos ladrones y el cuerpo de Costranno.

Ella sacudió la cabeza.

—Vi los cuerpos. No había más que tres. Pelligny estaba al fondo del callejón, totalmente vestido, y los otros dos al doblar la esquina. El más alto estaba desnudo.

—¡Qué! —exclamó Stuart—. ¡Por el Cielo, ese italiano! ¡Acabo de darme cuenta! ¡Deprisa, vayamos a casa de Françoise de Bretaña!

—¿Por qué? —pregunté.

—Cuando el italiano de la taberna se envolvió en la capa antes de salir —respondió Stuart—, vi fugitivamente sobre su pecho un trozo de cadena de oro y una enorme piedra roja… Estoy seguro de que era la joya que Pelligny estrechaba en su mano cuando le encontramos. ¡Creo que ese hombre es un amigo de Costranno, un brujo venido para vengarle y que quiere todo el mal del mundo para Françoise de Bretaña!

Echó a correr, subiendo a lo largo de la calle; le seguí. La muchacha, Margot, aprovechó para escapar en otra dirección, al parecer bastante contenta por salir tan bien librada.

Stuart me precedía, observando un feroz silencio. Corría detrás de él, un poco intrigada tanto por su mutismo como por el silencio que reinaba en las calles. Pues las tortuosas callejas estaban extrañamente silenciosas…, ¡incluso demasiado silenciosas para aquellas horas de la noche! A mi pesar, me estremecí; no habría sabido decir si por el silencio o por el frío. No encontramos a nadie, ni siquiera a los hombres de la guardia, en todo el trayecto hasta la casa de Françoise de Bretaña.

No tuvimos que recorrer un largo camino, pese a que la taberna donde tuvimos el encuentro con la guardia se encontrase en el barrio más sucio y de peor fama de la ciudad y la morada de Françoise de Bretaña, por ser un edificio bastante suntuoso, se hallase en una parte de la ciudad más conveniente y apropiada para una mujer de la nobleza extremadamente rica. Ninguna luz brillaba en sus ventanas; a decir verdad, todas las casas vecinas estaban sumidas en la oscuridad. Stuart y yo nos detuvimos ante la entrada que conducía a un patio interior y escuchamos atentamente. El silencio se abatió sobre nosotros, tan opresivo y amenazante como las tinieblas que nos rodeaban.

Fue John Stuart quien se adelantó y empujó la puerta. Esta se abrió sin hacer ruido.

—¡Ah! —exclamó el escocés un instante más tarde—. ¡La cerradura ha sido forzada hace menos de media hora, me apuesto lo que sea!

—Entonces, entremos, deprisa —repliqué, obligándome a no alzar la voz—. ¡Puede que lleguemos demasiado tarde!

—Entendido —contestó Stuart, empujando la puerta y abriéndola por completo. Oí el chirrido del acero en la vaina al sacar su arma. La oscura sombra que formaba la silueta de John Stuart franqueó la puerta ágilmente. Le seguí. El patio estaba tan silencioso como las calles de fuera, pero este abrigaba sombras más cerradas: a nuestro alrededor se alzaban árboles y espesos arbustos, tan inmóviles como estatuas oscuras en la noche inanimada.

—¡Por San Andrés! —le oí exclamar a John Stuart. Vi la forma oscura de su cuerpo inclinarse hacia el suelo y acuclillarse…, agachándose hacia algo… o hacia alguien. Me uní a él y miré lo que era.

La luna eligió aquel preciso instante para aparecer en el cielo; vi que estábamos inclinados sobre el cadáver de un hombre. Por su librea —y como se encontraba en el patio— comprendí que se trataba de uno de los sirvientes de Françoise de Bretaña.

—¿Todavía vive? —pregunté.

—No —respondió John Stuart—. Ha sido estrangulado, a juzgar por la expresión de su rostro y las marcas de la garganta…, marcas muy extrañas, si he de decir la verdad. Hay algo en todo esto que se sale de lo ordinario. ¿Llevas un chisquero, muchacha?

Por toda respuesta, saqué el chisquero de la bolsa que colgaba de mi cintura e hice girar la piedra con un golpe seco. Una chispa brotó brevemente, bañando con una luz amarillenta el rostro hinchado del cadáver. Lancé una exclamación al ver las marcas que tenía el difunto en la garganta.

—¡Por todos los santos! —exclamó John Stuart— ¡Tenemos que vérnoslas con un enemigo al que preferiría evitar! Quizá sería mejor que deshiciéramos el camino andado y nos largásemos de esta ciudad maldita…

—¿Qué pasa, John Stuart?

—¿No tienes ojos para verlo tú misma, chica?

—Lo he visto… pero preferiría oírlo de tus propios labios.

—Entonces, escucha atentamente. He visto las marcas de una mano en el cuello de ese cadáver… ¡Y falta el dedo de esa mano!

—¿La mano del brujo muerto, la mano de Costranno? —pregunté—. ¿Cómo puede ser? Hemos visto su cadáver, y las marcas que dejó la cuerda en su garganta.

—Esa joya… —empezó a decir John Stuart—. ¡Por San Andrés! Ha venido un mago para vengar a Costranno…, sin embargo, no es uno de sus amigos como habíamos pensado, sino Costranno en persona. La nigromancia es la única explicación posible. La calleja donde fuiste atacada. Oí decir que los adoquines del suelo procedían de un templo pagano muy antiguo…, uno que se alzaba hace ya mucho tiempo en el exterior de la ciudad, en un bosquecillo.

»Eso me produce escalofríos y me hace pensar; y si sólo la décima parte de las historias que cuentan sobre Costranno son ciertas, es lo bastante versado en magia para hacer eso y muchas otras cosas. Sus amigos quizá no le llevaban a su casa, sino a aquella calleja pavimentada con las piedras del templo. Sí, es seguro que se trata de eso: le bajaron de la horca y le llevaron allí. Pelligny había, casi con toda seguridad, pronunciado el conjuro que le devolvería la vida al muerto; los pasos le molestaron. No tuvo tiempo para depositar la gema…, y acabar el ritual. Y eso ocurrió cuando la gema resbaló de tus dedos y cayó sobre el pecho del muerto.

—¡Por todos los santos! —grité—. En ese caso, he jugado mi papel en esta historia. Sin embargo, juraría que la piedra se me escapó de entre los dedos…, que me fue arrancada por algo, ¡por una fuerza invisible!

—Por algo que se encontraba más allá de este mundo —declaró firmemente Stuart al tiempo que se levantaba—. Ahora debes dar media vuelta, ganar las puertas de la ciudad lo antes posible y abandonarla, pues la guardia reclamará tu cuello para ahorcarte si sigues en Chartres.

—¡Es imposible huir! El poder que me arrancó la gema de los dedos —sea cual sea— me hace cómplice de prácticas blasfemas de nigromancia y magia negra —respondí, ofendida igualmente por lo que aquello significaba. En efecto, se trataba de que yo iba a escapar mientras que John Stuart se quedaba para enfrentarse a todo aquello completamente solo—. ¡Dos contra uno es una proporción pareja si ese uno es un mago resucitado de la tumba!

John Stuart se quedó en silencio durante unos instantes. Esperaba que esgrimiera argumentos en contra; en su lugar, dijo:

—En ese caso, debemos darnos prisa. Costranno, una vez vuelto de entre los muertos, ha debido despojar de la ropa al cadáver del ladrón y ponerse en marcha para encontrar a Françoise de Bretaña. Ha sido una suerte que eligiera la taberna donde nos encontrábamos para preguntar por el camino a seguir. Sin embargo, por lo que oí decir, debía saber dónde estaba la casa.

—Pero no conocía el barrio de la ciudad al que le habían llevado sus acólitos —repliqué—. Es un barrio populoso y sórdido, lleno de ladrones y salteadores, pero estos no tenían nada que ver con él, ni él con ellos. Deprisa. ¡Quién sabe si no es ya demasiado tarde!

Encontramos abierta la puerta de la casa, como la del patio. Vimos unas velas; tomé una y la encendí. Nos encontrábamos en un salón espacioso, magníficamente decorado y amueblado, indicando la elevada fortuna de la propietaria de la casa. Pero no era momento para admirar el lujo de la sala y la suntuosidad de sus colgaduras.

—Por aquí —dijo John Stuart. Se dirigió hacia la escalera y le seguí a toda prisa.

Llegamos a lo alto de los peldaños. La vela proporcionaba una luz rojiza y temblorosa en las espesas sombras de un estrecho pasillo. Por un momento, el escocés se detuvo, señaló con la mano y dijo:

—¡Aquella puerta!

Al fondo del corredor había una puerta abierta. Corrió hacia ella y yo le imité. En mi precipitación, apagué la vela que llevaba en la mano.

La habitación que había tras el umbral de la puerta era un dormitorio, el de una mujer, tan suntuosamente amueblado y decorado como el salón de la planta baja. El lecho estaba vacío y las sábanas tiradas por el suelo. Vimos sillas caídas y un espejo roto, como si algún objeto lanzado violentamente lo hubiera alcanzado a él en lugar de a lo que en él se reflejase. No había ni rastro de Françoise de Bretaña, ni de Costranno.

—¿Qué es esta brujería? ¿Se habrá volatilizado llevándola con él? —pregunté—. No han podido salir por el pasillo, porque les habríamos visto.

En la oscuridad retumbó un ruido. Fue tan súbito e inesperado que a punto estuve de tirar la vela. Me volví vivamente para mirar en la dirección de la que provenía el sonido. Mantuve la vela en alto para iluminar un oscuro rincón de la estancia. Había un hombre, encogido y acuclillado en un rincón; temblaba y sollozaba como un niño aterrado.

El hombre se pegó a la pared cuando John Stuart se acercó a él. El lacayo croó unas palabras; eran sonidos inarticulados y sin sentido; casi agradables de oír cuando son emitidos por un ser viviente. Sentí un escalofrío involuntario bajando por mi columna vertebral; me di cuenta de que el propio John Stuart estaba impresionado por el espectáculo. Cuando se volvió hacia mí, la luz de la vela bastó para mostrar sus rasgos, crispados al máximo.

—Ha perdido la razón —declaró John Stuart. Se quedó inmóvil durante unos instantes y sus ojos recorrieron la estancia de un modo que me convenció (casi) de que las espesas sombras no ocultaban nada más—. Sí —dijo bruscamente—. Ahora todo está claro para mí. Es evidente que Françoise de Bretaña se sentía en peligro. Los dos criados que hemos visto estaban vestidos y encargados de velar por ella durante la noche. Pero ella estaba lejos de sospechar la amplitud del peligro que corría, pues de otro modo habría huido de la ciudad… de Francia, incluso. Ahora, uno de sus servidores está muerto y el otro ha sido privado de la razón al ver que un muerto raptaba a su señora. De que ha sido raptada, no hay ninguna duda… ¿pero quién sabría decir a dónde ha sido llevada?

—Sin duda, ya es demasiado tarde para salvar a Françoise de Bretaña —dije—, pero siempre podemos vengar su muerte.

—¡Quizá todavía estemos a tiempo —replicó John Stuart— si nos damos prisa!

Empezó a moverse por la habitación, mirando aquí y allí, palpando las paredes, palmeando la mampostería y buscando detrás de los tapices.

—Creo que Costranno la reserva una suerte peor que la muerte…, de otro modo, la habría matado y su cadáver estaría tirado sobre la cama. Quién sabe, quizá es necesario un ritual más completo para que vuelva definitivamente de entre los muertos… y ha elegido a Françoise de Bretaña para esa abominable ceremonia. ¡Ah! ¿Qué es esto?

Había deslizado la mano por detrás de un tapiz desgarrado; pude ver que movía algo, aunque lo que fuera quedaba oculto para mí por la colgadura. En el mismo instante, se abrió un panel de la pared, revelando un pasadizo y, más allá, una escalera que se hundía en el suelo.

—Por aquí ha conseguido escapar el nigromante —dijo John Stuart.

Cerca de la puerta, el sirviente loco charloteó de nuevo, más aterrado que antes.

—¡Sí! —exclamó John Stuart—. Nuestro amigo conoce la abertura.

Franqueó la entrada secreta y le seguí, levantando la vela por encima de nosotros e iluminando el camino.

—Es probable que Françoise de Bretaña ignorase la existencia de este pasadizo secreto —declaró el escocés—. Toda la ciudad puede estar excavada con pasadizos y subterráneos conocidos sólo por Costranno y otros pocos.

—No es un pensamiento reconfortante —respondí—. ¡Pero tengo el presentimiento de que esta historia nos reserva otras sorpresas!

Los peldaños eran de piedra, aparentemente labrados en la roca viva; la escalera se hundía muy profundamente por debajo del nivel de la calle; mucho más profundamente que si hubiera conducido a un sótano ordinario o a cualquiera de las muchas madrigueras de la ciudad. Descendía en espiral, arrastrándonos hacia profundidades desconocidas, ¡como si llevase al mismo Infierno! Luego, por delante y por debajo de nosotros, vimos una luz que se filtraba por la entrada de una puerta, al pie de las escaleras.

Nos detuvimos un instante en los mismos peldaños y escuché atentamente. Un silencio de muerte reinaba a nuestro alrededor, luego, me pareció escuchar un ruido… quizá una voz, pero demasiado débil y apagada por la distancia. Además, los muros de piedra deformaban el sonido a causa de su espesor; quizá era el rugido de una bestia salvaje.

Soplé la vela que llevaba en la mano y la deposité suavemente en la escalera. Estaba segura de que los muros que nos rodeaban apagarían el ruido de una vela al caer al suelo… para oídos humanos…, pero los oídos que podrían oír el ruido, ¿serían realmente humanos? No era muy seguro.

Desenvainé la espada y seguí a John Stuart hasta el final de la escalera.

Una vez alcanzamos el final, vimos que más allá de la puerta se extendía una cripta, brillantemente iluminada gracias a las antorchas dispuestas a lo largo de sus muros. Me dije que se trataba de una cripta porque había ataúdes, o lo que parecían ser ataúdes, encastrados en unos nichos murales. Pero los símbolos y los signos esculpidos en los ataúdes y las paredes, ni eran cristianos ni pertenecían a ninguna religión que me resultase familiar. En medio de la cripta había un altar de mármol negro; sobre el altar, desnuda e inconsciente —¡aunque todavía respiraba!— estaba tumbada Françoise de Bretaña. A unos pasos del altar, Costranno en persona se encontraba de rodillas; levantaba un pesado adoquín de siete lados encajado en el suelo. Cuando irrumpimos en la sala nos vio. Con un esfuerzo sobrehumano, consiguió retirar la piedra y la echó a un lado, descubriendo un agujero negro y profundo.

Costranno se había quitado la capa; sus rasgos, disimulados cuando le vimos en la taberna, resultaban en aquel momento evidentes a la luz de las antorchas. ¡La horca había cumplido con su trabajo! El rostro de Costranno se veía hinchado, sus labios estaban negruzcos por la muerte y la mordedura de la cuerda se mostraba fuertemente impresa en su cuello. Lanzó un grito desarticulado cuando John Stuart avanzó hacia él. Luego, el brujo saltó con rapidez hacia el muro que había a su espalda y agarró una antorcha. Su voz de falsete, sobrenatural, se elevó lanzando un grito inhumano: podía ser un aullido de rabia o una llamada a los dioses blasfemos a los que adoraba. Arrojó la antorcha hacia Stuart.

Cayó en el suelo de ocres baldosas, a los pies del escocés, lanzando una marea de chispas y llamas. Un humo negro de espesas volutas se alzó y ocultó la silueta de Stuart de mi vista. Pero podía oír su voz, dando libre curso a su furia y derramando un rosario de juramentos. El humo desapareció casi tan rápidamente como había aparecido: Stuart seguía allí, de pie, aparentemente sano y salvo. Sin embargo, cuando quiso lanzarse sobre Costranno algo pareció detenerle e impedirle avanzar, como si hubiera golpeado contra un muro invisible.

No perdí el tiempo intentando descifrar las artes mágicas de Costranno. Antes de que el hechicero pudiera apoderarse de otra antorcha, estaba sobre él. Mientras Stuart juraba y maldecía —le era imposible moverse para lanzarse sobre su enemigo— hundí mi espada dos veces en el cuerpo del muerto viviente… sin causarle ningún mal.

Un horrible grito de cólera brotó de la mutilada garganta de Costranno. Desenvainó la espada y sólo mi cota de mallas me protegió de sus terribles mandobles… y me salvó la vida. Sin embargo, tuve que retroceder bajo su asalto. Costranno, gruñendo y echando espumarajos por la boca, no aflojaba la presión; su espada cortaba y golpeaba peligrosamente, asestando golpes terribles que podía parar a duras penas.

En aquel instante conocí el miedo…, un miedo helado e innombrable que parecía alcanzar mi propia alma. Me privaba de todos mis recursos, hasta tal punto que me batía únicamente por instinto, con fuerzas limitadas… había olvidado toda la técnica y el arte de la esgrima, deteniendo los golpes gracias a la inspiración de un momento. Costranno, loco de rabia, quería mi vida, la de John Stuart y la de la joven desnuda y sin defensa que yacía en el negro altar…, el futuro sacrificio humano en honor de inmundas divinidades.

Descubrí lo que quería hacer cuando el talón de mi bota izquierda golpeó el reborde de la abertura abierta en el suelo a mis espaldas. Costranno me había obligado a retroceder, sin esperar vencerme por la espada, sino precipitándome en el pozo. Ignoraba lo que podía encontrarse en el fondo del pozo, pero sabía que, para el que cayera por la abertura, la muerte más dulce sería la que encontraría al destrozarse su cuerpo al golpear contra el fondo. Presentía —sin que supiera por qué— que había algo en aquel pozo que no tenía ganas de conocer…, y mi miedo se transformó en un pánico ciego e irracional. Aquello fue lo que me salvó.

Empecé a lanzar fieras estocadas contra Costranno, contando más con mi fuerza que con mi habilidad. Le obligué a recular, lo bastante como para lograr el hueco que necesitaba. Me dejé caer al suelo hacia un lado, salté, giré sobre la espalda, desde el suelo, y me incorporé rápidamente… detrás de él. Golpeé con todas mis fuerzas: la espada se hundió profundamente en la carne del roto cuello de Costranno, cortando y seccionando tanto huesos como cartílagos. La cercenada cabeza voló de los hombros del cadáver… y cayó en las tinieblas del agujero abierto en el que había intentado arrojarme.

Un grito de terror sobrenatural subió del abismo bajo los pies del cadáver aún en pie. El cuerpo decapitado de Costranno osciló durante un instante al borde del pozo, luego dio un paso adelante y se apartó de la abertura.

Mi miedo fue tan atroz en aquel momento que casi perdí la razón. Sin embargo vi lo que tenía que hacer —ignoro cómo— y me obligué a hacerlo, dominando el impulso de tocar a Costranno. Me había batido muchas veces y matado a muchos hombres; muchos de mis compañeros resultaron muertos en el campo de batalla. Yo misma enterré numerosos cadáveres en fosas comunes excavadas a toda prisa, después de una batalla, y el contacto de la carne fría y muerta no me impresionaba. Pero la idea de tocar a un muerto viviente me repugnaba lo indecible.

Sin embargo, era necesario… Debía tocar aquella cosa innombrable antes de que ella pudiera tocarme a mí. Me obligué a correr hacia el cadáver que avanzaba con paso titubeante y me daba la espalda… y apliqué las manos en sus hombros. Empujé violentamente, con todas mis fuerzas. Algo, como si me hubiera alcanzado un rayo, me quemó e irradió a través de mi cuerpo paralizándome y empujándome hacia atrás. Caí al suelo. Sin embargo, mientras caía, vi que el cadáver sin cabeza basculaba hacia el pozo.

Por un momento, el silencio reinó en la cripta. Stuart y yo ni nos movimos, paralizados. Luego Françoise de Bretaña se agitó en el altar y emitió un suave lamento al tiempo que recuperaba el sentido. John Stuart, liberado del sortilegio que le había dominado hasta aquel momento, corrió hacia mí y me tendió la mano para ayudarme a levantarme.

Me invadió una súbita vergüenza: había cedido a un temor completamente femenino cuando luchaba con Costranno. Furiosa, rechacé la mano de Stuart y me levanté, con torpeza, pero sin su ayuda.

—No me pasa nada —dije—. Ni necesito la ayuda de nadie.

John Stuart se echó a reír; curiosamente, no había ni desprecio ni malicia en su risa.

—Eres una mujer, es verdad, más de lo que quieres admitirlo —declaró—, y ese es todo tu honor, Agnès de La Fère.

—Si querías acudir en ayuda de una mujer indefensa —le dije, molesta—, haberte ocupado de Françoise de Bretaña. Creo que necesitaremos toda su influencia y protección hasta que dejemos Chartres… ¿o te has olvidado de los hombres de la guardia que nos andan buscando?

—En efecto —respondió John Stuart—. Hay mucha verdad en lo que dices.

Fue al lado de Françoise y yo me quedé donde estaba, intentando disimular mi turbación, mirando fijamente el pozo abierto en el suelo.

Fui hasta el muro y tomé una antorcha; acto seguido, volví a la abertura y me arrodillé. Acerqué la antorcha al pozo y escruté las tinieblas del fondo.

Antes de que pudiera comprender lo que me pasaba, un brazo negro y ofidiano, cubierto de una espesa pelambrera, salió bruscamente del pozo y me agarró por el jubón. Lancé un aullido mientras el brazo intentaba arrastrarme al pozo; golpeé fuertemente con la antorcha. Un grito bestial retumbó y la criatura me soltó. Sólo tuve una visión fugitiva de un ser contrahecho y simiesco que volvía a hundirse en el pozo, iluminado durante un momento por la antorcha. La tea cayó rápidamente hacia el fondo del abismo, reduciéndose a una pequeña mancha luminosa, muy abajo, como un meteorito. Empecé a sollozar como una niña pequeña y me alejé del pozo para lanzarme en los brazos de John Stuart; como los brazos protectores y bienvenidos de algún santón, los suyos me estrecharon firmemente. Sin vergüenza alguna temblé y lloré durante unos momentos en sus brazos, mientras mi miedo me dominaba completamente dejándoseme desamparada.

—Vamos, todo ha terminado, Agnès la Negra —oí que decía su voz grave y tranquilizadora—. No tienes nada que temer…, ni vergüenza que lamentar. Te has comportado muy bien ante esa monstruosidad, mejor, sin duda, que la mayoría de los hombres y las mujeres. Y si te encuentras así, no te abochornes…, reaccionas como una mujer, Agnès la Negra, y eso es lo más natural…, ¡pues eres toda una mujer!

No protesté cuando me ayudó a levantarme.

—Y pudiera ser —siguió diciendo, con una voz más alegre, y aquella sombra de risa que ya empezaba a serme familiar— que, cuando salgas de la ciudad, me encuentres a tu lado.

—No olvides la maldición que pesa sobre mí, John Stuart. ¿No te preocupa saber que los hombres que acompañan a Agnès la Negra no tardan en morir?

—En lo más mínimo —respondió con una risa tonante—. ¡Maldición más o menos, qué importa…! ¡Ya tenemos muchas los Stuart!

Juntos, volvimos a colocar la losa en su sitio, cerrando el pozo maldito; luego, ayudamos a Françoise de Bretaña a dejar la cripta y a subir la escalera que conducía a su dormitorio, dejando a nuestras espaldas el recuerdo de Costranno, el nigromante.