Los ojos del niñoHoy es relativamente fácil encontrar novelas pensadas, o por lo menos atractivas, para un público joven. Abundan también las protagonizadas por niños o adolescentes. Pero podrían contarse con los dedos de una mano las historias escritas desde el punto de vista de sus personajes juveniles: narraciones en las que el autor no usa a los niños como simples pretextos para exponer sus teorías o para atiborrarlos de consejos más o menos instructivos, sino que es capaz de situarse de hecho en el lugar de esos niños, ver el mundo con sus ojos y enjuiciarlo desde esa perspectiva precisa, que la mayoría de las veces no tiene nada que ver con la de los adultos.
Esta es probablemente la característica más llamativa y quizá también la más importante de La guerra de los botones, obra de Louis Pergaud, que aparece ahora traducida al castellano pero que fue escrita hace ya setenta años. Desde luego, conviene investigar los motivos de este retraso, pero el dato en sí podría no tener demasiada importancia para el lector actual, puesto que tanto el tema central de la novela como su tratamiento, la vivacidad de los diálogos, etc., mantienen plena vigencia y resultan perfectamente comunicativos para quien se acerca ahora a ella por primera vez. Sin embargo, interesa subrayarlo, porque, al mismo tiempo, el ambiente concreto y numerosos matices más o menos secundarios se disfrutarán mejor si se conocen algunas particularidades del momento y el lugar en que fue escrita.
Esta breve introducción pretende ayudar a ello, ofreciendo información en torno a tres aspectos fundamentales: 1) las circunstancias históricas y geográficas presentes en La guerra de los botones, 2) la biografía de su autor y 3) las características más acusadas de la propia novela.
La época
Francia 1894-1911El mismo Pergaud se encarga de situar a su novela en el espacio y en el tiempo: la historia se desarrolla en Francia, y más exactamente en la región centro-oriental llamada Franco Condado, durante el curso escolar 1894-1895. Incluso sugiere el autor que se trata de una narración hasta cierto punto autobiográfica, cuando le pone como subtítulo: Novela de mis doce años. El había nacido en aquella región (Belmont, departamento de Doubs) en 1882. Esto no quiere decir, naturalmente, que Pergaud sea o se retrate a sí mismo en alguno de los personajes de su novela, pero sí que está tratando de revivir en ella lo que fue su infancia de escolar en una aldea perdida entre bosques y montañas.
Hay, pues, dos fechas claves: la de la acción (1894) y la de redacción de la obra, diecisiete años más tarde (1911). Entre ambas transcurrió media vida del autor, que moriría trágicamente en la guerra poco tiempo después de publicarla.
Cuando nació Louis Pergaud, Francia vivía la III República, surgida tras la caída del II Imperio (Napoleón III), la guerra franco-prusiana de 1870-71 y la experiencia prometedora y dolorosa de la Comuna de París, que fue la primera revolución verdaderamente popular, fulgurante y radical, aplastada pronto y de modo sanguinario por la reacción conservadora que daría paso a un nuevo régimen burgués. Eran, por tanto, tiempos de gran agitación social y política que afectaba a todas las esferas de la vida cotidiana.
Pero cabe preguntarse qué influencia real podían tener esos conflictos sobre los habitantes de un pueblo pequeño y alejado de todo. Y la respuesta sería negativa si no existieran ciertas circunstancias que es preciso tener muy en cuenta. Por ejemplo: la guerra franco-prusiana, detonante de aquellas convulsiones, gravitó en buena medida sobre el destino de dos regiones francesas, Alsacia y Lorena, que son precisamente fronterizas del Franco Condado, convertido así indirectamente en escenario de los hechos.
Precedentes revolucionariosPor otra parte, la Comuna no fue un estallido aislado ni fortuito. En los últimos cien años había tenido, por lo menos, dos precedentes decisivos: la gran Revolución Francesa de 1789, en la que la burguesía ascendente se alió con todas las fuerzas posibles para derrocar a la vieja aristocracia de raíz medieval, y la de 1848 (la «cuarentayochada»), más avanzada de contenido y que afectó prácticamente a todos los países desarrollados de Europa. A la larga, una y otra habían ejercido un gran influjo sobre todas las capas de la población, adaptándolas poco a poco a las nuevas concepciones y formas de vida.
Así se explica, entre otras cosas, que los pequeños guerreros de Longeverne, protagonistas de esta historia, no sepan muy bien qué es un ciudadano. O crean que la política consiste en que un marqués estreche la mano a los campesinos para que le elijan diputado otra vez… Pero, en cambio, estén seguros de que llamar prusiano a alguien es atizarle el peor de los insultos, o de que la norma suprema de una república es garantizar libertad, igualdad y fraternidad para todos.
Iglesia y EstadoEsa misma mezcla de ignorancia y sabiduría práctica, de marginación e intervención directa en acontecimientos trascendentales, es la que justifica que en un villorrio dedicado a la agricultura y ganadería en ínfima escala haya un niño que se llama Gambeta…, porque su padre anduvo en las filas de Léon Gambetta, uno de los inspiradores de la III República. O que el odio eterno entre longevernos y velranos tenga mucho que ver con el anticlericalismo visceral de los primeros y la santurronería de los segundos: la disputa sobre la separación entre la Iglesia y el Estado se mantenía viva en Francia desde hacía muchos años y tanto una postura como otra poseían ya una larga tradición, se habían convertido en costumbre aceptada. Costumbre que todavía hoy puede sorprender a muchos lectores de países de lengua castellana, donde las ideas cruciales de la época moderna han llegado mucho más tarde, o no han llegado aún del todo.
AmbienteEn cualquier caso, se puede afirmar que el caldo de cultivo mental en el que nadan, un poco a su aire, las huestes adolescentes de Longeverne es una pócima compuesta, a partes desiguales, por las consecuencias de la Ilustración y las del Ruralismo, por las ideas modernas recibidas quién sabe cómo y los prejuicios ancestrales firmemente anclados todavía en el seno de la familia campesina… De ahí que el lenguaje y los comportamientos de este feroz ejército de doce años puedan parecer demasiado avanzados en unas Ocasiones y muy anticuados en otras. De ese contraste vivo surge también lo que hay de más estimulante en La guerra de los botones.
Sin embargo, para entender la importancia que tienen estos aspectos en la novela hay que añadir todavía otros datos: los que se refieren a la vida y las preocupaciones fundamentales de su autor.
El autor
Un maestro de escuela insatisfechoSi sus padres no hubiesen muerto demasiado pronto, Louis Pergaud habría podido ser, como quería, un notable investigador científico. Pero la orfandad le obligó a abandonar la escuela superior de Besançon en 1901 para dedicarse a la enseñanza, como suplente, en Durnes y Landresse. Sería maestro rural para sobrevivir, pero procurando huir por todos los medios de ese oficio que le parecía gris y sin horizontes.
Primeros librosEn 1907 prefirió trasladarse a París, como simple empleado de la Compañía de Aguas, con la idea de entrar en los ambientes literarios de la capital. Un año después publicaba el primer libro de poemas (De Goupil a Margot,) galardonado con el premio Goncourt.
Desde entonces escribe sin descanso, aunque teniendo que compaginar siempre su gran afición con las obligaciones de la enseñanza o el trabajo como funcionario en la secretaría de la Prefectura del Sena. En 1912 aparece La guerra de los botones y poco después Miraut, perro de caza, Lebrac [=Pacho] el leñador (continuación de La guerra)… y un sinfín de artículos, poemas, relatos y hasta estudios de psicología animal.
El 3 de agosto de 1914, MovilizaciónAlemania declara a Francia lo que sería la Primera Guerra Mundial. Pergaud es movilizado ese mismo día y enviado a Verdún como sargento del ejército francés. Al partir escribía a su amigo, el escritor Lucien Descaves:
«Ya sabes cómo odio la guerra; pero, en realidad, no somos nosotros los agresores y tenemos que defendernos… Siento una furia terrible contra los miserables que han preparado la inmunda carnicería que se nos viene encima».
Unos meses más tarde, en marzo de 1915, añadía:
«Recordarás con qué entusiasmo partí. Como pacifista y antimilitarista, no quería que la bota del Kaiser ni ninguna otra aplastase mi país… Si salgo de ésta seré todavía más antimilitarista… ¡Qué estercolero, qué pudridero moral debe de ser la Alemania militarista!»
Y una semana después:
«Hemos tenido que intervenir en una operación estúpida desde todos los puntos de vista…, pero había que conseguir la tercera estrella para ese siniestro imbécil de B. de M., que manda nuestra división. No olvidaré nunca los muertos, los heridos, los charcos de sangre, los sesos esparcidos, los lamentos…»
MuerteA las dos de la madrugada del 8 de abril, la sección mandada por Pergaud sale de las trincheras con la orden de ocupar una posición enemiga. Se entabla el combate. El autor de La guerra de los botones entra en un fuego del que no saldrá jamás. Su cadáver no pudo ser identificado.
Triste y paradójico final para un hombre que entendía la agresividad infantil como un valor, como una muestra de vitalidad, pero que sólo la imaginaba aplicada a una guerra de… botones, de tiradores de goma y de azotes en el culo.
Louis Pergaud ha sido considerado casi siempre como un escritor discreto, menor, más importante por su sincero entusiasmo que por los valores estrictamente literarios de su obra y conocido, sobre todo, gracias a la película que en 1961 realizó su compatriota Yves Robert sobre La guerra de los botones. A pesar de ello, se ha especulado mucho sobre los móviles más profundos de su literatura.
Interpretaciones de su obraAlgunas interpretaciones psicologistas más o menos fáciles tratan de explicarlo todo a partir de su frustración ante la ardua tarea de maestro de pueblo. Otros hablan de su obsesión por la liberación natural del cuerpo frente a las absurdas imposiciones de una civilización castradora. Hay quien le ha definido como un moderno La Fontaine, por su pasión hacia los animales, aunque él mismo se encargó de marcar distancias respecto del fabulista, indicando que La Fontaine se limitaba a aplicar modelos humanizados a ciertas caricaturas de animales, mientras que él se dedica a estudiar la vida real de las criaturas que viven libremente, a tenor de sus instintos, en el marco de la naturaleza.
Ante todo, un hecho: éste es prácticamente el único relato amplio de Pergaud cuyos protagonistas no son animales, sino niños. Y, conociendo ya la perspectiva desde la que contempla el mundo animal, cabría preguntarse si lo que realmente le interesa de esta historia de longevernos y velranos no es precisamente lo que queda de animalidad sana, espontánea, incontaminada, en esos pastores montaraces escolarizados a la fuerza…
Reflexiones pedagógicasPor eso se impone hablar de su condición de maestro, asumida durante mucho tiempo a pesar de los reparos que ya hemos recogido. Y esa condición se manifiesta en dos aspectos muy nítidos: las reflexiones pedagógicas que surcan la novela y que incluso se hacen explícitas en algunos pasajes, y el tratamiento dado a la figura del tió Simón, el maestro de Longeverne. Aquí es donde se deja ver con más claridad el punto de vista adoptado por Pergaud, al que nos referíamos al principio. El tió Simón aparece descrito siempre desde la perspectiva de los niños, que lo soportan como a un enemigo molesto y temible. No hay en el autor la menor concesión ni comprensión hacia ese colega que quizá pudo haber sido él mismo, con una notable dosis de autocrítica. El maestro es un obstáculo más, y basta.
Con todo, Pergaud no es un revolucionario más o menos utópico que sueñe con un mundo idílico o que se proponga destruir las estructuras de la familia o de la escuela. A lo sumo, sería un hombre moderado, más o menos sensato, que se rebela contra la irracionalidad brutal que impera en esas dos instituciones, cuyas consecuencias guarda muy vivas en su propia memoria.
Instintos encauzadosEn el fondo, tras el continuo alegato en favor de la naturaleza, de la instintividad que los mayores tratan de extirpar en sus protagonistas, yace el convencimiento de que esos instintos deben ser encauzados, controlados y sometidos para que sea posible la vida en sociedad. Algo muy parecido a lo que, por las mismas fechas, empezaba a proponer el psicólogo austríaco Sigmund Freud, que, después de estudiar la dinámica de los instintos por la vía del psicoanálisis, acabaría defendiendo la necesidad de la represión, o por lo menos de la sublimación, para que exista una cultura, rígida e impositiva, pero imprescindible.
La diferencia más llamativa consistiría probablemente en que mientras Freud daba más importancia al instinto de unión, amoroso o erótico —por lo menos al principio—, Pergaud subraya fundamentalmente el instinto agresivo, subordinando a éste los intereses sexuales de sus personajes.
Un hombre realistaY por encima de todo, Louis Pergaud es un hombre. No sólo en el sentido literario de la expresión, en el realista que sería más exacto considerarlo naturalista, sino sobre todo en lo que pudiéramos llamar sentido común. Un realista desesperanzado que se adelantó a su tiempo al defender la independencia e incluso la malicia natural de los niños —otro tema típicamente freudiano—, pero que en otros muchos aspectos seguía atado a las ideas establecidas. Y al final, ya no se sabe muy bien si es la desesperanza, la moderación o la pura lucidez lo que le conduce al desenlace del relato: la derrota de los niños que, después de haber luchado bravamente y sin desmayo, acaban teniendo que admitir una realidad estremecedora: «¡Y pensar que cuando seamos mayores a lo mejor somos tan tontos como ellos!» Naturalmente, este descubrimiento infantil, que aparece como señal de un fracaso rotundo, es también y sobre todo un juicio condenatorio y sin remisión contra el mundo de los adultos.
La obra
La Guerra de las Galias…La guerra de los botones es ciertamente la crónica casi lineal de un conflicto bélico, anunciado ya en el título mismo y reflejado irónicamente en el de cada uno de los capítulos. Pero resulta que la guerra de los botones, la guerra ancestral entre longevernos y velranos, es sólo una primera apariencia, un pretexto narrativo. La guerra de verdad, la que da vida a toda la obra, es la guerra —no menos ancestral e irresoluble— de los adultos de todas partes contra los niños de cualquier lugar.
… y de todas partesEn ambos bandos puede haber matices, divergencias secundarias, enfrentamientos internos, pero el eje central y absoluto es la lucha implacable de los adultos por controlar a los niños, por someterlos al dictado de la costumbre, del rendimiento, de la obediencia ciega, y la defensa encarnizada de éstos por su libertad, por sus intereses reales, por conquistar espacios propios…
La guerra de los botones es un catálogo completo de actitudes sórdidas de adultos que usan, manipulan, golpean y tiranizan a los niños porque sí, porque siempre ha sido así, que es la sinrazón suprema en una sociedad estancada.
Afortunadamente, Pergaud no cae en la trampa del maniqueísmo, de los buenos y los malos sin más. Sus niños, longevernos o velranos, tampoco son unos angelitos: astutos, crueles, sádicos, retorcidos, su única justificación reside precisamente en que pelean, con todos los medios que los adultos dejan a su alcance, por la satisfacción de sus necesidades y por el desarrollo de sus tendencias espontáneas…, aunque acabarán sucumbiendo y algún día serán adultos.
El sexoCiertamente, en la novela hay también otros temas que interesaría estudiar en detalle. Por ejemplo, la peculiar relación de los niños con el sexo. Con el sexo propio (al fin y al cabo, la gran jugada estratégica del jefe Pacho se basa en la desnudez y ésta tiene mucho que ver con el descubrimiento de las posibilidades y características corporales) y con el otro sexo: las niñas del pueblo como aliadas sumisas (el clásico reposo del guerrero,) como ingenuo objeto de conquista, como motivo de ardientes celos infantiles. Y en este sentido sería muy ilustrativo realizar una comparación entre las relaciones rurales de los longevernos con la Mari Tintín y, por ejemplo, las relaciones más urbanas de los proscritos con Violeta Isabel Booth, en la popular serie del Guillermo de Richmal Crompton, otra de las escasas muestras de literatura de niños vista desde el bando de éstos.
EstiloPero en esta apretada síntesis interesa más referirse, siquiera de pasada, al estilo que utiliza Louis Pergaud para contarnos La guerra de los botones. Ya se ha apuntado que la acción es prácticamente lineal, con sólo un par de momentos simultáneos, resueltos a modo de montaje paralelo, y que transcurre en el breve plazo que va desde la vuelta a la escuela después de la cosecha hasta la aparición de las primeras nieves. Es decir, el primer trimestre del curso.
ProcedimientosPara reflejar las peripecias de ese denso período de tiempo, el autor emplea a la vez, pero con distinta intensidad, hasta tres procedimientos diferentes.
NarraciónEl más frecuente, y sin duda el más brillante, es el básicamente narrativo, el tono de crónica, casi de reportaje, donde los diálogos se imponen constantemente por su frescura, su verosimilitud y su capacidad de evocación. En esta vertiente es también donde Pergaud demuestra con mayor eficacia su habilidad para revivir y hacernos revivir desde dentro sus propias experiencias infantiles.
DescripciónJunto a la pura narración dialogada hay, sin embargo, numerosos pasajes más descriptivos, en los que el autor divaga por escenarios que le son familiares y que trata de reproducir poéticamente, con unas pretensiones literarias demasiado evidentes y no siempre logradas. En la práctica, recargan inútilmente un relato vivaz e interesante por sí mismo.
Reflexiones marginalesQuedan, por último, ciertas reflexiones descarnadas, introducidas como con calzador en una historia que no las necesita. Momentos en los que Pergaud adopta un tono sentencioso, de adulto para adultos, tratando de teorizar en vano lo que ya ha quedado sobradamente claro en la acción directa. Serían esas reflexiones, ya citadas, en las que el Pergaud pedagogo se cree obligado a salirse de pronto del relato para dar mensajes que resultan chirriantes y que, naturalmente, han envejecido con toda rapidez. Por fortuna, son escasos y se pierden en el conjunto de la obra, mucho más viva y palpitante.
Capacidad de evocaciónPorque la otra gran cualidad del autor de La guerra de los botones es justamente su extraordinaria capacidad para provocar en el lector unas sensaciones casi físicas al describir el ambiente escolar. Quienes hace tiempo que dejaron de ser niños encontrarán en estas páginas el viejo sabor del pan con chocolate a la salida de la escuela, el olor de la goma de borrar y del papel secante, el pánico que cundía cuando el maestro gruñón cazaba a alguien con la lección sin mirar o los deberes a medio emborronar, el desamparo infinito al saber que había hablado con unos padres que, indefectiblemente, coincidirían con él en sus diatribas. Es sorprendente la memoria visual, plástica, de que hace gala Pergaud al reconstruir, a sus treinta años, el inconfundible universo físico y emocional de la niñez. Y quienes no han salido todavía o acaban de salir de ella tendrán probablemente otras experiencias concretas, otros puntos de referencia, pero podrán establecer el paralelismo con toda facilidad. Y, en todo caso, tendrán la oportunidad de conocer con exactitud el precedente inmediato de ese mundo que ahora viven: un mundo más sofisticado, más técnico, aparentemente menos violento, pero también, no nos engañemos, un mundo de adultos contra niños.
¿Una obra maldita?Quizá sea éste el motivo que buscábamos para explicar la escasa difusión que hasta ahora ha tenido entre nosotros La guerra de los botones, a pesar del éxito de la versión cinematográfica —bastante suavizada, por cierto— de Y. Robert: a la mayoría de los adultos no les apetece verse reflejados con toda claridad en una guerra sucia. Por eso se inventan los pretextos de una cierta moralidad, las conveniencias y demás monsergas hipócritas contra las que se rebelaba el propio Pergaud ya en sus tiempos. Como si los niños, que saben muy bien cómo piensan y se expresan entre ellos, no tuvieran derecho a contemplarse como materia viva de una obra literaria.
Porque a estas alturas ha debido quedar claro —y, si no, basta leer el Prefacio del propio Pergaud— que el lenguaje de La guerra de los botones no es el habitual en las historias para niños. Las expresiones coloquiales, las imprecaciones y ciertas situaciones que cualquier niño ha vivido mil veces a su manera, podrán espantar todavía a quienes se empeñan en ignorar u olvidar cómo hablan y cómo actúan los niños de verdad. Es decir, a aquellos adultos que, en el fondo, siguen siendo como los que Pergaud satirizaba en su novela hace ya setenta años.
La presente traducciónNi que decir tiene, por último, que la traducción castellana que presentamos ha procurado recoger todos estos aspectos con la máxima fidelidad. Solamente se ha tratado de encontrar el equivalente más adecuado de ciertas expresiones que carecerían de sentido en nuestro idioma. Asimismo, se han adaptado o suprimido modismos dialectales del Franco Condado, de los que Pergaud era defensor acérrimo. Y pensando siempre en la mayor accesibilidad para el público más joven, se han traducido los nombres y apodos de la mayoría de los personajes, aun a riesgo de incurrir en ciertas contradicciones lingüísticas.
Juan Antonio P. MILLÁN