10. Ultimas palabras

Y si sólo queda uno, ¡ese seré yo!

VICTOR HUGO (Los castigos)

Bajo la presión de esa fuerza omnipotente y de esos argumentos irrebatibles que son las patadas bien dadas en el culo, casi todos los guerreros de Longeverne habían tenido que realizar una promesa, un juramento: la promesa de no pelear más con los velranos y el juramento de no birlar jamás botones ni clavos ni tablas ni huevos ni perras pertenecientes al patrimonio familiar.

Sólo los Clac y Gambeta, que vivían en fincas alejadas del centro, habían conseguido escapar por el momento al chaparrón; en cuanto a Pacho, más cabezota que media docena de mulas pardas, se había negado a confesar, a pesar de las amenazas y del garrote. No había prometido ni jurado nada; había permanecido mudo como un muerto, es decir, que durante la furiosa paliza que recibió no había proferido ningún sonido articulado de forma humana; en compensación, se había despachado con aullidos, rugidos, relinchos y alaridos que habrían hecho palidecer de envidia a todos los animales salvajes de la creación.

Por supuesto, todos los jóvenes longevernos se acostaron aquella noche sin cenar, o bien recibieron, como único avituallamiento, junto al trozo de pan seco, el permiso necesario para ir a echar un trago de agua a la regadera o al cazo[49].

Se les prohibió que a la mañana siguiente se entretuviesen antes de clase, se les ordenó que volviesen inmediatamente a casa después de las once y de las cuatro; igualmente prohibido hablar con los compañeros; hubo indicaciones al tió Simón para que les pusiera deberes suplementarios y lecciones ídem, para que cuidase el aislamiento, castigase con dureza y redoblase el castigo cada vez que algún atrevido osase romper el silencio e infringir la prohibición general impuesta de común acuerdo por todos los cabezas de familia.

Los dejaron salir a las ocho menos cinco.

Los Clac, al llegar, quisieron preguntar algo a Tintín, que caminaba bajo la mirada atenta de su padre; Tintín, que, con los ojos enrojecidos y los hombros caídos, al oírles les dirigió una mirada descompuesta y calló tan obstinadamente como si el gato le hubiese comido la lengua. Y no tuvieron más éxito con Botijo.

Decididamente, aquello se estaba poniendo serio.

Todos los padres estaban en el umbral de su puerta. Pardillo permaneció tan mudo como Tintín y Grillín hizo con los hombros un ademán muy, pero que muy significativo.

Granclac pensaba desquitarse en el patio de la escuela, pero el tió Simón no le dejó entrar.

Parado ante la puerta, los colocaba de dos en dos desde que llegaban, prohibiéndoles abrir la boca.

Granclac lamentó amargamente no haber seguido su primer impulso, que le aconsejaba acompañar a Gambeta en sus investigaciones, y haber dejado a su hermanó el encargo de informarles.

Entraron.

Desde lo alto de su tarima, el maestro, erguido y severo, con su regla de ébano en la mano, empezó condenando en términos enérgicos su salvaje comportamiento del día anterior, indigno de unos ciudadanos civilizados que viven en una república cuya divisa es: ¡Libertad, igualdad, fraternidad!

Después los comparó con los seres que, por lo visto, consideraba más horrendos y degradados de la creación: apaches, antropófagos, antiguos ilotas, monos de Sumatra y del África Ecuatorial, tigres, lobos, indígenas de Borneo, Bachibuzuks, bárbaros de otros tiempos y, lo que era mucho más grave, como conclusión de todo este discurso, declaró que no toleraría una sola palabra, que el primer gesto de comunicación que sorprendiese tanto en clase como en recreo le valdría a su autor treinta días sin salir y diez páginas por tarde de Historia de Francia o de Geografía, páginas que habría que copiar y repetir de memoria.

Aquella fue una clase triste para todos; sólo se oía el crujido de las plumas al morder rabiosamente el papel, algunos chasquidos de los zuecos, el roce ligero y ahogado de los pupitres abiertos con prudencia y, cuando llegaba la hora de dar las lecciones, la voz arrogante del tió Simón y el recitado dubitativo y tímido del interrogado.

Los Clac deseaban ardientemente cualquier información, porque el temor aprensivo a la paliza pendía constantemente sobre sus destinos, cual espada de Damocles.

Al final, Granclac, por mediación de sus compañeros más cercanos y con infinitas precauciones, consiguió hacer llegar a Pacho una brevísima nota interrogativa.

Pacho, por el mismo procedimiento, pudo contestarle, describirle la situación en algunas frases de impacto e indicarle en pocas palabras concisas la conducta a seguir.

«Baquero en lacama con fievre, pero sacel malo. Saido dela lengüa. Tol mundo ha sido bareao. Proivido ablar o abra masleña. Guramento deno enpenzar otra bez. Pero nos hinporta unpito, los belrranos nos la pagaran. Ay quesegir vuscando eltesoro».

Granclac ya sabía bastante. Era inútil explicar más.

Aquella misma tarde se chupaba la clase y corría a reunirse con Gambeta, mientras su hermano lo excusaba ante el maestro contándole que Narciso, el molinero, se había lastimado un brazo y su hermano tenía que sustituirle momentáneamente en el trabajo del molino.

El martes y el miércoles fueron, como el lunes, días tristes y de trabajo. Todos atendían imperturbablemente a las clases y cuidaban, pulían y repulían los deberes.

Nadie intentó transgredir las órdenes; era demasiado grave; hicieron como los gatos; esconder las uñas y aparentar sumisión.

Chiquiclac le pasaba todos los días la misma nota a Pacho:

«¡Nada!»

El viernes, la vigilancia se suavizó un poco: estaban siendo buenos, se habían enmendado sin duda, parecían curados por completo y, además, se supo que Vaquero se había levantado de la cama.

Como el temor a la justicia y a los daños y perjuicios se disipaba con la curación del enfermo, los padres y madres sintieron que su rencor se aplacaba poco a poco y empezaron a mostrarse menos intolerantes. Pero seguían vigilando estrechamente el pequeño mundo de los chavales.

El sábado, Vaquero salió a la calle y la tensión disminuyó aún más; los dejaron jugar en el patio y, mediante partidas bien organizadas, pudieron introducir entre las expresiones reglamentarias del juego ciertas frases sobre su situación; frases breves, prudenciales y de doble sentido, puesto que se sentían vigilados.

El domingo, un poco antes de la misa, consiguieron reunirse alrededor del abrevadero y charlar por fin de sus cosas.

Vieron pasar a Vaquero, de la mano de su padre, completamente restablecido y más burlón que nunca, con sus ropas relimpias. Después del rosario, consideraron más prudente y sagaz volver a sus casas antes de que se lo pidiesen.

Fue una buena idea, desde luego, porque este último detalle acabó de desarmar a los padres y al maestro, hasta el punto de que el lunes los dejaron jugar y charlar libremente, como antes del follón, oportunidad que, naturalmente, no desaprovecharon, a las cuatro, lejos de oídos inquisitoriales y miradas malintencionadas.

Pero el martes se produjo una gran conmoción: Granclac llegó a la escuela con su hermano, y Gambeta bajó también de la Costa antes de las ocho. Traía al tió Simón un trozo de papel grasiento doblado en cuatro. El otro lo abrió y leyó:

Ceñor maetro:

Le mando estas dos linias padecirle que dejau al Leon en casa porcosa de mi reuma pa que atienda al ganau.

Juan-Bautista Romero.

La nota la había redactado Gambeta y Granclac la había firmado por el padre del ausente, para que los dos tipos de letra no se pareciesen en absoluto: pasó sin dificultad.

El asunto, por lo demás, no inquietaba a los guerreros; ya se sabía que Gambeta tenía que quedarse en casa con frecuencia.

Pero si Gambeta volvía con Granclac, eso quería decir que había encontrado la cabaña de los velranos y recuperado el tesoro.

Los ojos de Pacho brillaban como los de un lobo y los compañeros mostraban un interés similar. ¡Ah! ¡Atrás quedaba el recuerdo de la tunda de hacía dos domingos! ¡Y qué poco pesaban en sus espíritus de doce años las promesas y juramentos arrancados de sus labios por la fuerza!

—¿Qué, ya está? —preguntó.

—Sí, ya está —respondió Gambeta.

Pacho estuvo a punto de desvanecerse, tragó saliva…

Tintín, Grillín y Botijo habían oído la pregunta y la respuesta; también ellos estaban pálidos.

Pacho decidió:

—¡Hay que reunirse esta tarde!

—Sí, a las cuatro, en la cantera de Pipote. Y si nos cogen, ¡mala suerte!

—Haremos —expuso Grillín— como que estamos jugando al escondite; cada uno se irá por un sitio hacia ese mismo lado, sin decirle nada a nadie.

—¡De acuerdo!

• • • • •

Era una tarde gris y sombría. El cierzo había soplado durante todo el día, barriendo el polvo de los caminos: paraba un poco, una calma fría pesaba sobre los campos; nubes plomizas, grandes nubes informes jugueteaban en el horizonte; seguramente, la nieve andaba cerca, pero ninguno de los jefes que acudieron a la cantera notaba el frío: llevaban un brasero en el corazón y una luz inextinguible en el cerebro.

—¿Dónde está? —preguntó Pacho a Gambeta.

—Allá arriba, en el escondrijo nuevo —respondió el otro—. Y, ¿sabes?, ha parido.

—¡Ajá!

Al llegar Botijo, el último como siempre, todos salieron a galope tendido hacia el refugio provisional, donde Gambeta sacó de debajo de un montón de tablas y clavos una bolsa enorme, llena a rebosar de botones, cargada con todas las municiones de los guerreros de Velrans.

—¿Cómo has podido encontrarla? ¿Les has tirao la cabaña?

—¡Cabaña! —exclamó Gambeta—. ¡Vaya una cabaña! ¡Puag! Eso no es una cabaña, son demasiao brutos pa hacer una como nosotros, ni siquiera un cuchitril, ¡unos palitroques de na arrimaos a un cacho peñasco que casi no se vía! ¡Si apenas se podía entrar de rodillas!

—¡Ah!

—Sí, allí tenían amontonaos los sables, los palos y las lanzas y, pa empenzar, los rompimos todos, uno detrás de otro, que ya nos dolían las rodillas.

—¿Y la bolsa?

—¿Pero no sus he contao cómo encontramos el chamizo? ¡Jo, machos, qué trabajito nos costó!

—Llevábamos ocho horas buscando y na —intervino Granclac—, ¡aquello empezaba a ser jorobao!

—¿Y a que no sabís cómo lo encontramos?

—Yo me rindo, dilo —le animó Grillín.

—Y yo también —dijeron todos los demás, impacientes.

—No lo adivinaríais nunca, ¡y menos mal que nos dio por mirar a lo alto!

—¿…?

—Sí, tíos, ya habíamos pasao por allí por lo menos cuatro o cinco veces, cuando vimos, en un roble, un poco más allá, el bujero de una ardilla y Granclac me dijo: «¿No estará ahí dentro? ¿Por qué no subes a ver?» Entonces me puse un palo entre los dientres, pa hurgar, porque si la ardilla hubiera estao dentro, me podía morder los dedos al meter la mano. Conque me subo, llego, tanteo y ¿qué es lo que encuentro?

—¡La bolsa!

—¡Qué va! ¡Na de na! Entonces lo echo to abajo y, al mirar, resulta que allá, un poco más hacia el lao del viento, descubro el cuchitril de esos asquerosos velranos. ¡Jo! Me tiré en un santiamén. Granclac se creía que me había mordido la ardilla y que chillaba de miedo, pero cuando me vio correr, en seguida pensó que había visto algo y entonces fue cuando caímos sobre su escondrijo. Los botones estaban en el fondo, debajo una piedra gorda; no se vía ni jota, los encontré tanteando. ¡No veáis qué contentos nos pusimos! Pero eso no es todo. Antes de irnos, me quité los calzones allí mismo… lo tapé con la piedra, colocamos los pedazos de sable y lanza tal como estaban y cuando vayan a meter la mano debajo la piedra ¡entonces verán el tesoro que tienen ahora! ¿Qué? ¿Lo he hecho bien, o no?

Estrecharon la mano de Gambeta, le dieron golpecitos en la barriga y puñetazos en la espalda para felicitarle como se merecía.

—Así que —continuó, interrumpiendo el coro de alabanzas que se le dirigían—, ¿así que os han dao leña a todos?

—¡Jo, macho, cómo nos han zumbao! Y el negro ha dicho —añadió Pacho— que tampoco haré la primera comunión este año, por lo de los calzones de San José, ¡pero me importa un pito!

—De toas maneras, ¡vaya padres que tenemos! En el fondo, son tos unos asquerosos. ¡Como si ellos no hubieran hecho lo mismo! Y pue que se crean que, ahora que nos han zurrao la badana, ya pasó todo y que no se nos ocurrirá volver a empenzar.

—¡Pues sí! ¿Pero es que nos toman por tontos o qué? Pues por mucho que digan, en cuanto se les olvide un poco, buscaremos a los otros, ¿eh? ¡Y a empenzar otra vez! —dijo Pacho—. Sí —añadió—, ya sé que hay algunos cagones que no vendrán, pero vosotros, todos, seguro que vendréis, y muchos más, y aunque me quedase yo solo, volvería y les diría a los velranos que me cagüen… y que no son más que unos lameculos y unas vacas machorras. ¡Sí! ¡Pues claro que se lo diré!

—¡Nosotros también estaremos allí, seguro, y que les den morcilla a los viejos! ¡Como si no supiéramos lo que hacían ellos cuando eran jóvenes! Después de cenar, nos mandan a la piltra[50] y se ponen a charlar con los vecinos, a jugar a la brisca, a partir nueces, a comer queso, a beber, a darle al aguardiente y empienzan a contar cosas de sus tiempos. Como tenemos los ojos cerraos, se cren que nos hemos dormido y hablan, y nosotros los escuchamos y no saben que nos enteramos de to.

»Una noche del invierno pasao oí que mi padre contaba a los demás cómo se las arreglaba cuando iba a ver a mi madre.

»Entraba por la cuadra, fijaisus, y esperaba a que los viejos se fuesen a la cama pa subir a acostarse con ella; pero una noche, mi agüelo estuvo a punto de pescarlo cuando iba a echar un vistazo al ganao; ¡sí, mi padre se había escondido debajo el pesebre, en los mismísimos hocicos de los bueyes, que le resoplaban en la nariz y no estaba muy a gusto, no!

»El viejo se metió tranquilamente con su candil y de pronto se volvió por casualidad, como si le estuviese mirando, y mi padre se pensó que se le iba a tirar encima.

»Pero qué va, el agüelo ni se lo imaginaba siquiera; se desabrochó y se puso a mear tan ricamente, y mi padre decía que no acababa nunca de sacudirse el aparato y que a él el tiempo se le hacía larguísimo porque le picaba el gañote y temía empenzar a toser; así que en cuanto se fue el agüelo pudo levantarse y recuperar el aliento, y un cuarto de hora después estaba encamao con mi madre, en la habitación de arriba.

»¡Eso es lo que hacían! ¿Cuándo hemos hecho nosotros alguna gorrinada de esas, eh? Venga, contestay, si apenas podemos dar un beso de cuando en cuando a nuestras amigas, y pa eso tenemos que regalarlas un alfajor o una naranja, y porque una vez le arreamos un poco a un asqueroso traidor y ladrón, arman la gorda y levantan más cisco que si hubiamos desollao a un becerro.

—Pero nada de eso impedirá que hagamos lo que tenemos que hacer.

—¡Pues claro, rediós! ¡Qué desgracia la de los niños, tener padre y madre!

Un largo silencio siguió a esta reflexión. Pacho volvió a esconder el tesoro hasta el día de la nueva declaración de guerra.

Todo el mundo pensaba en la paliza y, al bajar otra vez por entre los matorrales del Salto, Grillín, conmovido, invadido por la melancolía de la nieve ya cercana y quizá también por el presentimiento de las ilusiones perdidas, dejó caer estas palabras:

—¡Y pensar que cuando seamos mayores a lo mejor somos tan tontos como ellos!