Los sollozos del mártir y del ajusticiado
son una sinfonía sin duda embriagadora…
CH. BAUDELAIRE (Las flores del mal)
Vaquero, liberado de sus ataduras, con las nalgas ensangrentadas, el rostro congestionado y los ojos desorbitados de espanto, recibió en plena cara los bultos malolientes de su ropa, mientras todo el ejército, siguiendo a los jefes, lo abandonaba a su suerte y salía con dignidad de la cabaña para dirigirse un poco más allá, a un lugar apartado y oculto, a ponerse de acuerdo sobre lo que convenía hacer en tan apremiante y penosa circunstancia.
Nadie se preguntaba qué sería del traidor desenmascarado, castigado, azotado, deshonrado, infecto. Eso era asunto suyo, había recibido justamente lo que se merecía, nada más. Los estertores y los hipidos de rabia, los sollozos del ajusticiado llegaban perfectamente a sus oídos, pero no les preocupaban en absoluto.
Los lamentos, gritos y aullidos fueron disminuyendo poco a poco y pronto dejaron de oírse, porque el otro, volviendo sobre sí, se quitó de en medio a toda velocidad.
Entonces Pacho ordenó:
—Hay que ir a la cabaña a coger to lo que pueda servirnos entodavía y esconderlo en otro sitio mientras tanto.
A doscientos metros de allí, entre la maleza, una pequeña gruta excavada, insuficiente para sustituir a la que acababan de perder por el crimen de Vaquero, podía acoger momentáneamente, a falta de algo mejor, los restos del que había sido glorioso palacio del ejército de Longeverne.
—Hay que traerlo todo aquí —decidió.
E inmediatamente la mayor parte de la tropa se encargó de ese trabajo.
—Tiray también el muro —añadió—, quitay el techo y tapiay el almacén de leña; que no se vea na de na.
Una vez dadas las órdenes, y mientras los soldados se dirigían a realizar esas tareas reglamentarias y perentorias, Pacho consultó con los demás jefes: Pardillo, Grillín, Tintín, Botijo, Granclac y Gambeta.
Fue una deliberación larga y misteriosa.
En ella se compararon el futuro y el presente con el pasado, no sin lamentaciones y quejas, y, sobre todo, se planteó la cuestión de reconquistar el tesoro.
El tesoro debía estar seguramente en la cabaña de los Velranos y la cabaña tendría que estar en el bosque; pero ¿cómo encontrarla y, sobre todo, cuándo podrían buscarla?
Para tal misión sólo podían contar con Gambeta, que vivía en la Costa, y Granclac, que a veces se encargaba del molino y, en consecuencia, podía aducir motivos aceptables de ausencia sin correr el riesgo de un control inmediato y riguroso.
Gambeta no vaciló:
—Pues me fumaré las clases que haga falta; registraré el bosque de arriba abajo y de alante atrás; no dejaré ni un palmo inesqueplorado, hasta que consiga echarles abajo la cabaña y recuperar nuestra bolsa.
Granclac declaró que to las veces que pudiera unirse a él iría a buscarlo a la cantera de Pipote, más o menos media hora antes de entrar a clase.
Cuando acabase la batida de Gambeta y se hubiese reconquistado el tesoro, volverían a construir la cabaña en un emplazamiento que se determinaría más tarde, tras minuciosas indagaciones.
Por el momento se contentarían con proteger la vuelta de los Clac a Vernois hasta el límite de los Menelots y el margal de Juan-Bautista.
El traslado de materiales había concluido; los guerreros se reunieron en torno a sus jefes.
Pacho, en nombre del Consejo, anunció con gravedad que la guerra del Salto quedaba aplazada hasta una fecha próxima que se determinaría de modo más preciso cuando se hubiese encontrado lo que hacía falta.
El Consejo, prudente, se reservaba el secreto de las grandes decisiones.
Borraron todo lo posible las huellas que llevaban de la antigua cabaña al nuevo almacén y, ya a la caída del sol, decidieron volver al pueblo, sin sospechar que a esa hora éste estaba ya en plena efervescencia.
Los quintos que jugaban a los bolos, los hombres que bebían en la taberna del Guisote, las comadres que iban a cotorrear con la vecina, las mozas que aprendían a bordar o a hacer ganchillo tras los visillos, todo el pueblo de Longeverne, que en aquel momento se divertía o descansaba, se vio de pronto atraído, o habría que decir mejor «arrastrado» hacia la mitad de la calle, por los gritos espantosos, estertores que no tenían nada de humano, de un desgraciado que está en las últimas, que va a caer de un momento a otro, que las va a palmar, y todo el mundo, con los ojos desmesuradamente abiertos por la angustia, se preguntó qué pasaba.
Y de pronto aparece por la trocha de las Chimeneas, cojeando como nunca y corriendo y aullando a más no poder, Vaquero, en pelotas o casi, porque no llevaba encima más que la camisa y los zapatos sin cordones. Tenía en brazos dos hatillos de ropa y olía, apestaba más que treinta y seis bichos muertos en plena putrefacción.
Los primeros que acudieron a su encuentro retrocedieron tapándose la nariz y después, echándole valor, acabaron acercándose, estupefactos, y preguntaban:
—¿Qué ha pasao?
Vaquero llevaba las nalgas rojas de sangre, regueros de saliva: le caían por las patas abajo, tenía los ojos en blanco y ya sin lágrimas, los pelos tiesos y apegotonados como las púas de un erizo, y temblaba como una hoja muerta a punto de caer de la rama y volar al viento.
—¿Qué ha pasao? ¿Qué ha pasao?
Vaquero no podía decir una palabra: hipaba, mugía, se retorcía, agachaba la cabeza y se dejaba llevar.
Acudieron su padre y su madre y se lo llevaron a casa, medio desvanecido, mientras todo el pueblo, intrigado, los seguía.
Le curaron las piernas, lo lavaron, pusieron sus ropas a remojar en un cubo viejo, lo acostaron, le calentaron piedras, botellas y bolsas de agua caliente; le dieron té, café y ponches y, sin dejar de hipar, se calmó un poco y entornó los párpados.
Un cuarto de hora después, ya algo repuesto, volvió a abrir los ojos y contó a sus padres y a las numerosas mujeres que rodeaban su lecho todo lo que acababa de pasar en la cabaña, aunque cuidándose muy mucho de especificar los motivos que habían hecho que se le aplicara aquel tratamiento bárbaro, es decir, su traición.
Contó todo lo demás: vendió todos los secretos del ejército de Longeverne, narró las escapadas al Salto y las batallas, confesó lo de los botones robados y la cuota de guerra, descubrió todos los tejemanejes de Pacho, denunció todos los consejos que impartía; le echó a Pardillo todas las culpas que pudo; habló de las tablas sustraídas, los clavos birlados, las herramientas cogidas y la juerga, el aguardiente, el vino, las manzanas y el azúcar robados, las canciones verdes, las vomitonas del regreso y las faenas hechas al Beduino, el pantalón confeccionado a San José con los despojos del Azteca de los Vados, todo, todo, todo; se volcó, se vació, se vengó y acabó durmiéndose con la fiebre y la pesadilla.
Las visitantes se retiraron de puntillas, una a una o en pequeños grupos, volviéndose a cada paso para echar una ojeada a tan interesante enfermo. Pero se esperaban en el umbral y, cuando estuvieron todas juntas, cambiaron impresiones, se animaron, se excitaron y consiguieron llegar a un grado de auténtico furor enloquecido: huevos robados, botones saqueados, clavos birlados, todo eso sin contar lo que ni siquiera sabían; y muy pronto no quedó un gato en el pueblo —en el supuesto de que esos gráciles animalitos tuviesen el mal gusto de prestar oídos a las chácharas de sus amos— que ignorase algún detalle de tan terrible suceso.
—¡Los muy pillos! ¡Bribones! ¡Granujas! ¡Canallas! ¡Sinvergüenzas!
—¡Espera, espera a que vuelva, le voy a dar yo al mío!
—¡Se va a enterar el nuestro también!
—¡Habráse visto, a su edad!
—¡Pues al mío le ajustará las cuentas su padre!
—¡Esperay, esperay a que vengan y veréis!
El hecho era que los chavales de Longeverne no parecían tener demasiada prisa en regresar y desde luego habrían tenido mucha menos si hubiesen sospechado siquiera el estado de sobreexcitación en que el regreso y las revelaciones de Vaquero habían colocado a los autores de sus días.
—¿No los habéis visto entodavía?
—¡No! ¿Qué tonterías podrán estar haciendo por ahí?
Los padres acababan de llegar para atender a los animales, darles de comer, llevarlos a beber y cambiar las camas de paja. Gritaban menos que sus mujeres, pero mostraban gestos crispados y endurecidos.
El viejo Vaquero había hablado de enfermedad, pleito, daños y perjuicios y ¡bueno!, cuando era cuestión de rascarse el bolsillo, la cosa se ponía muy negra; de modo que, para sus adentros o incluso en alta voz, anunciaban fabulosas palizas para sus retoños.
—Ya están aquí —anunció la madre de Pardillo desde lo alto de la tapia de su granero, con la mano a modo de visera sobre los ojos.
Y efectivamente, casi al momento aparecieron por el camino, cerca de la fuente, los chavales del pueblo, persiguiéndose y discutiendo como de costumbre.
—¡Anda pa casa en seguida! —ordenó con sequedad el padre de Tintín, que estaba dando de beber al ganado—. Pacho —añadió—, y tú también, Pardillo; vuestro padre os ha llamao ya tres veces.
—Bueno, ya vamos —contestaron con despreocupación los dos jefes.
Casi instantáneamente aparecieron, por todos los rincones y en todos los zaguanes, padres y madres que llamaban a gritos a sus hijos, ordenándoles que entrasen en casa inmediatamente.
Los Clac y Gambeta, abandonados de pronto, decidieron que, puestas las cosas así, deberían volver también a sus domicilios respectivos; pero se detuvieron en seco, Gambeta al subir la cuesta y los Clac al pasar ante la última casucha.
De todas las casas del pueblo salían gritos, alaridos, voces, estertores, mezclados con un rumor de patadas, ecos de puñetazos y tumultos de sillas y muebles tirados, que se mezclaban con ladridos espantosos de perros que huían, de gatos que hacían crujir las gateras, hasta formar en conjunto el más tremebundo guirigay que jamás hubiera oído oreja humana.
Parecía que estaban degollando a todo el mundo por todas partes a la vez.
Gambeta escuchaba, inmóvil y con el corazón en un puño.
Eran… sí, eran las voces de sus amigos: eran los rugidos de Pacho, los gritos desaforados de Grillín, los mugidos de Pardillo, los aullidos de Tintín, los chillidos de Botijo, el llanto y crujir de dientes de los demás; les estaban zurrando, arreando, sacudiendo; ¡los estaban matando!
¿Qué demonios podía significar todo aquello?
Y volvió sobre sus pasos pero por detrás, atravesando los huertos y sin atreverse a pasar por delante de la casa de León, el recaudador, donde varios solterones empedernidos calculaban los golpes según los gritos y discutían irónicamente sobre la robustez comparativa de las distintas fuerzas paternas.
Vio a los dos Clac, parados también, como liebres al acecho, con los ojos como platos y los pelos de punta…
—¿Oís? Pero ¿estáis oyendo?
—Los están eslomando. ¿Por qué?
—¡Vaquero!… —dijo Granclac—. ¡Es por culpa de Vaquero! ¿Qué nos apostamos? ¡Sí, ha vuelto en seguida al pueblo, a lo mejor tal como lo habíamos dejao, con la ropa llena de mierda, y se habrá chivao otra vez!
—¡Mira que si lo ha contao todo, el muy cerdo!
—Pues entonces, cuando los viejos se enteren nos van a dar a nosotros también.
—Si no ha dicho nombres, cuando nos hablen en casa diremos que no estábamos allí.
—¡Escucha! ¡Escucha!
Una oleada de sollozos y alaridos y gritos, insultos y amenazas brotaba de cada casa, subía, se mezclaba y acababa llenando la calle con un estruendo pavoroso, un aquelarre infernal, un auténtico concierto de condenados.
Todo el ejército de Longeverne, desde el general hasta el más humilde de los soldados, desde el mayor hasta el más pequeño, desde el más malicioso hasta el menos espabilado, todos recibían lo suyo y los padres se lo administraban sin freno (andaba por medio la cuestión del dinero), a patadas y puñetazos, con zapatos y zuecos, con varas y trallas; y las madres intervenían también, feroces y despiadadas, en los asuntos de pasta, mientras las hermanas, desconsoladas y hasta cierto punto cómplices, lloraban, se lamentaban y suplicaban que no matasen a su pobre hermano por tan poca cosa.
La Mari Tintín quiso intervenir directamente. Su madre le largó un par de sonoras bofetadas, con esta amenaza:
—Tú, niña, no te metas en lo que no te importa; y como yo me entere por las vecinas de que andas por ahí de churreteo con ese sinvergüenza de Pacho, te voy a enseñar yo a ti lo que son las cosas propias de tu edad.
La Mari quiso contestarle: un nuevo par de tortas de su padre le quitó las ganas y se fue a llorar silenciosamente a un rincón.
Y Gambeta y los Clac, espantados, se fueron también, cada uno por su lado, después de haber acordado que Granclac iría a clase al día siguiente para recoger información sobre lo que había pasado y que el martes acompañaría a Gambeta al Salto en busca de la cabaña de los velranos para contarle cómo iban las cosas.