El templo está en ruinas, en lo más alto del promontorio.
J. M. DE HEREDIA (Las trofeos)
A pesar de todo, no habían guardado ningún rencor a Vaquero por su disputa con Pardillo ni tampoco por sus intentos de chantaje y sus veleidades de chivateo con el tió Simón.
A fin de cuentas, había llevado la peor parte, había sido castigado. Se andarían con cuidado con él y, salvo algunos irreductibles, entre ellos Grillín y Tintín, el resto del ejército, incluido el propio Pardillo, había corrido un tupido velo sobre aquel episodio lamentable pero por lo demás bastante frecuente, que a punto había estado, en un momento crítico, de sembrar la discordia y la cizaña en el campo longeverno.
Pese a beneficiarse de aquella actitud tolerante, Vaquero no había depuesto las armas. Guardaba en su corazón, si no en sus mofletes, las bofetadas de Pardillo, el castigo del tió Simón, el testimonio adverso de todo el ejército (mayores y pequeños) y, sobre todo, sentía contra el explorador y lugarteniente de Pacho el odio que producen los celos espantosos del derrotado en lides de amor. ¡Y eso sí que no! No podía perdonarlo.
Por otra parte, había llegado a la conclusión de que le resultaría más fácil ejercer sobre los longevernos en general y sobre Pardillo en particular sus misteriosas represalias y tenderles nuevas trampas si continuaba combatiendo entre sus filas. De manera que, en cuanto cumplió el castigo, se acercó a la banda.
Aunque no participó en el famoso combate en cuyo transcurso fueron capturados y recuperados, como un reducto importante, los calzones de Tintín, a Vaquero no se le ocurrió la idea de ahorcarse, como el valiente Crillón, sino que acudió al Salto las tardes siguientes e incluso tomó parte, modesta y desdibujada, en los grandes enfrentamientos artilleros y en los asaltos tumultuosos y ululantes que, por lo general, sucedían a aquellos.
Experimentó la sana alegría de no ser capturado y de ver apresados, por unos o por otros, puesto que los odiaba a todos, guerreros de ambos bandos a quienes se devolvía, o que volvían, en estado lastimoso.
El se mantenía prudentemente en retaguardia, riendo para sus adentros cuando caía un longeverno, o más ruidosamente cuando era un velrano. El tesoro funcionaba, por decirlo de alguna manera. Todo el mundo, y Vaquero lo mismo que los demás, acudía a la cabaña antes del regreso para depositar las armas y comprobar la situación de la reserva que, en función de las victorias o las derrotas, fluctuaba, crecía cuando se hacían prisioneros, descendía cuando había uno o más vencidos (¡cosa bastante rara, por cierto!) que requerían remiendos para el retorno.
Aquel tesoro era la alegría, el orgullo de Pacho y los longevernos, su consuelo en la adversidad, su panacea contra la desesperación, su estímulo tras el desastre. Un día, Vaquero pensó:
—¡Mira que si les birlo el tesoro y lo quito de en medio! No habría nada que pudiera sentarles peor, y les estaría bien empleao, en venganza.
Pero Vaquero era prudente. Pensó que podrían verle rondando en solitario por aquellos pagos, que las sospechas caerían naturalmente sobre él y que entonces, ¡oh, entonces!, podría esperar cualquier cosa de la justicia y la ira de Pacho. No, no podía ser él mismo quien cogiera el tesoro.
«¿Y si se lo chivateo a mi padre?», pensó.
¡Pues sí! Eso sería aún peor. En seguida se sabría de dónde venía el golpe y entonces sí que no se libraba del castigo.
¡No, no era eso!
Sin embargo, su espíritu y su pensamiento volvían una y otra vez sobre ello, era allí donde había que golpear, lo veía clarísimo, así los alcanzaría de lleno.
Pero ¿cómo?, ¿cómo? Esa era la cuestión…
Después de todo, tenía tiempo: probablemente, la oportunidad se le presentaría por su propio pie.
El jueves siguiente, muy de mañana, el padre de Vaquero salió hacia la feria de Baume, acompañado por su hijo. En la delantera del carro de tablas al que habían uncido a la Morita, la burra vieja, se habían instalado sobre una bala de paja atravesada; detrás, en un lecho de hierba fresca, con todo el cuerpo metido en un saco cerrado en torno a su cuello, iba un becerrillo de seis semanas que sacaba la cabeza sorprendido. El viejo Vaquero, que se lo había vendido al carnicero de Baume, aprovechaba la oportunidad que le ofrecía la feria para llevárselo al comprador. Como era jueves y había dinero por medio, llevaba a su hijo consigo.
Vaquero estaba contento. Esas ocasiones no se presentaban todos los días. Iba disfrutando de antemano todos los placeres de la jornada: cenaría en la posada, bebería vino, copitas o jarabes en el cubilete de su padre, compraría alfajores, un silbato y todavía se alegraba más al pensar que sus compañeros, sus enemigos, envidiaban sin duda su suerte.
Aquel día hubo una batalla terrible entre Longeverne y Velrans. Es verdad que no se hicieron prisioneros, pero las piedras y los garrotes causaron estragos, y por la noche, los heridos no tenían ninguna gana de reír.
Pardillo tenía un chichón espantoso en la frente, un chichón con una hermosa herida roja, que le había sangrado durante dos horas; Tintín no sentía el brazo izquierdo, o mejor, lo sentía demasiado; Botijo llevaba una pierna amoratada. Grillín no veía bajo la inflamación del párpado derecho, Granclac tenía los dedos de los pies machacados, su hermano movía con gran dolor la muñeca derecha, y todo eso sin contar las múltiples mataduras que adornaban los costillares y las extremidades del general, de su lugarteniente y de la mayoría de los guerreros.
Pero no podían quejarse demasiado, porque los velranos habían escapado peor, seguramente. Claro que no habían llegado a hacer el inventario de los porrazos recibidos por los enemigos, pero milagro sería que, entre todo aquel montón de bajas, no hubiese algunos que tuvieran que meterse en la cama con meningitis, esguinces graves, luxaciones o, por lo menos, con unas fiebres de aúpa.
Vaquero, entre sus tablas y sobre la bala de paja, volvió por la tarde un poco achispado, con aspecto triunfal, e incluso se rió sarcásticamente en las mismísimas narices de los compañeros que por casualidad asistieron a su bajada del vehículo.
—¡Mira el tipejo éste! ¡Rediós, pa una vez que va a la feria, el muy gilipollas! ¡Cualquiera diría que baja de una carroza y que el penco que lleva es un pura sangre!
Pero el otro, con aire de venganza satisfecha y de profundo desdén, seguía burlándose sin dejar de mirarlos.
Ellos no podían entenderlo, claro.
A la mañana siguiente, en vista de la cantidad de unidades que estaban fuera de combate, resultó imposible pensar siquiera en la lucha. ¡Y con toda seguridad los velranos tampoco podrían acudir! De modo que descansaron, se cuidaron, se aplicaron diversas curas con potingues sencillos o complicados que consiguieron birlar, a la buena de Dios, de las viejas cajas de medicinas de sus madres. Por ejemplo, Grillín se hacía lavados de manzanilla en el párpado y Tintín se curaba el brazo con tisana de grama. Y hasta juraba que le sentaba perfectamente. Y es que en medicina, como en cuestiones de religión, lo que salva es la fe.
Después jugaron algunas partidas de canicas para variar un poco de las violentas distracciones de la tarde anterior.
Ni el viernes ni el sábado había que ir al Matorral Grande. Sin embargo, Pardillo, Pacho, Tintín y Grillín, muertos de aburrimiento, decidieron, no buscar camorra ni avistar al enemigo, desde luego, pero sí darse una vuelta por la cabaña, aquella querida cabaña que escondía el tesoro y donde se estaba tan tranquilo y tan bien para celebrar fiestas.
No confiaron su proyecto a nadie, ni siquiera a los Clac y a Gambeta. A las cuatro, cada uno se fue a su domicilio respectivo y, un momento después, se reunieron en el camino del tió Señorita para dirigirse, atravesando el bosque de Teuré, hacia el emplazamiento de la fortaleza.
Por el camino hablaron de la gran batalla del jueves. Tintín, con el brazo en cabestrillo, y Grillín con una venda en el ojo, dos de los que salieron peor parados aquel día, revivían con fruición las patadas que habían dado y los garrotazos que habían repartido antes de recibir, uno el puño de Jetatorcida en el ojo y el otro el palo de Pichafría en el radio… o en el cúbito.
—Cuando le planté el tacón en la barriga —decía Tintín hablando de su gran enemigo El Titi—, hizo ¡han!, como cuando se apuntilla a un becerro; creí que ya no volvía a levantar cabeza: así aprenderá a no ventilarme los calzones.
Grillín recordaba los dientes rotos y los escupitajos sanguinolentos de Jetatorcida cuando recibió su cabezazo en plena mandíbula, y todo eso les hacía olvidar los pequeños sufrimientos actuales.
Ahora andaban entre la maleza, en el viejo camino de la recolección, cada año más estrecho a consecuencia del empuje vigoroso del monte bajo que lo invadía y obligaba a inclinarse y agacharse para evitar los zurriagazos de las ramas deshojadas.
Unos cuervos que volvían al bosque obedeciendo la llamada de un macho viejo volaban graznando por encima del grupo…
—Dicen que esos pájaros traen mala suerte, como las lechuzas que cantan por la noche y anuncian que habrá una muerte en la casa. ¿Tú crees que eso será verdad, Pacho? —preguntó Pardillo.
—¡Bah! —contestó el general—. Eso son historias de viejas. Si hubiera una desgracia cada vez que se ve un cuervo, no quedaría nadie vivo en el mundo; mi padre dice siempre que esos cuervos son menos peligrosos que los que no tienen alas. Cuando se ve uno de esos sí que hay que tocar madera pa que no te caiga encima la mala suerte.
—¿Y será verdad que esos bichos viven cien años? A mí me gustaría ser como ellos: lo ven todo y no van a la escuela —afirmó Tintín con un deje de envidia.
—Macho —repuso Grillín—, pa saber si viven tanto tiempo, y es muy posible, habría que estar delante cuando nacen y señalar a uno en el nido. Lo que pasa es que cuando venimos al mundo no siempre hay un cuervo a mano, y además no se piensa en eso, ¿sabes?, y que no hay mucha gente que llegue a esa edad.
—No hablís más de esos bichos —pidió Pardillo—. Yo creo que eso sí que trae mala suerte.
—No hay que ser supreticioso, Pardillo. Eso era cosa de otros tiempos; ahora estarnos civilizaos, existe la ciencia…
Y siguieron andando, mientras Grillín interrumpía su discurso y el elogio de los tiempos modernos para esquivar la brusca caricia de una rama baja que había sido desplazada por Pacho al pasar.
A la salida del bosque torcieron a la derecha para dirigirse a las canteras.
—Los otros no nos han visto —observó Pacho—. Nadie sabe que hemos venido. ¡Qué bien escondida está la cabaña!
Los demás corearon sus palabras. Ese tema era inagotable.
—Fui yo el que la encontró, ¿eh? —recordó Grillín, lanzando una carcajada triunfa], a pesar de su ojo a la virulé.
—Adrento —cortó Pacho.
Un grito de estupor y espanto brotó simultáneamente de los cuatro pechos, un grito horroroso, desgarrador, mezcla de angustia, terror y rabia.
La cabaña había sido devastada, saqueada, destruida, aniquilada.
Allí había estado alguien, los enemigos, ¡los velranos, seguramente! El tesoro había desaparecido, las armas estaban rotas o habían desaparecido, la mesa arrancada, el fogón deshecho, los bancos patas arriba, el musgo y las hojas quemados, las estampas desgarradas, el espejo hecho añicos, la regadera abollada y llena de agujeros, el techo hundido y la escoba, afrenta suprema, la vieja escoba birlada del cuarto de los trastos de la escuela, más pelada y sucia que nunca, ridículamente clavada en tierra en medio de todo aquel desorden, como testimonio vivo del desastre y de la ironía de los saqueadores.
A cada nuevo descubrimiento surgían los gritos de rabia, los alaridos, las blasfemias y los juramentos de venganza.
¡Habían desportillado las cacerolas y… ensuciado las patatas!
Los autores de todo aquello tenían que ser seguramente los velranos: Grillín, con sagacidad intuitiva y con su lógica habitual, lo demostró impetuosamente.
Veamos, cualquier longeverno mayor que hubiese encontrado por casualidad la cabaña no habría hecho más que reírse; lo habría cotilleado en el pueblo y se hubiera sabido; un forastero no hubiera tenido nada que hacer allí y se habría largado; el Beduino estaba demasiado atontado como para encontrar él solo semejante escondite y, además, desde la última borrachera no se aventuraba ya a campo abierto y se limitaba prudentemente a cultivar y recoger las legumbres y frutos de su huertecillo.
De manera que quedaban los velranos.
¿Cuándo? ¡El día anterior, leñe!, puesto que todo estaba intacto el jueves por la tarde y hoy no habían podido disponer, a partir de las cuatro, del tiempo material necesario para llevar a cabo tal saqueo, a menos que hubiesen venido por la mañana, ¡pero eran demasiado caguetas para atreverse a hacer novillos!
—¡Ay! Si por lo menos hubiésemos venido ayer —se lamentaba Pacho—. ¡Y mira que lo pensé! Porque no han podido venir todos; había muchos lisiaos, si sabré yo cómo quedaron: seguramente estaban mucho más jodíos que nosotros entodavía. ¡Me caguen la madre que los parió! ¡Si los cojo los ahogo!
—¡Cerdos! ¡Canallas! ¡Bandidos!
—De todas formas, ¡hay, que ser cobarde pa hacer una cosa así! —comentó Pardillo.
—¡Y anda que nosotros estamos buenos pa pelear!
—Pues tendremos que descubrir su cabaña —afirmó Pacho—; ¡y no hay más que eso, leñe, na más que eso!
—Sí, pero ¿cuándo? Después de las cuatro estarán siempre al acecho en el lindero, sólo podríamos buscarla durante la clase, pero tendríamos que hacer rabona[46] por lo menos ocho horas seguidas, porque dende luego no la vamos a encontrar na más llegar. ¿Y quién es el guapo que se atreve a eso, pa que su padre le arree una panadera[47] y el maestro le deje un mes castigao?
—¡Gambeta es el único que pue hacerlo!
—Pero ¿cómo habrán podido encontrarla esos asquerosos? ¡Una cabaña tan bien escondida, que nadie conocía y que no nos habían visto venir nunca!
—¡No pue ser! ¡Alguien se lo ha dicho!
—¿Tú crees? Pero ¿quién? ¡Si na más que nosotros sabíamos dónde está! ¿Habrá un traidor?
—¡Un traidor! —mascullaba Grillín.
Y después, golpeándose la frente sin preocuparse por el ojo, iluminado a pesar de la venda por una idea repentina:
—¡Claro, rediós! —rugió—. ¡Sí, hay un traidor y yo lo conozco al muy cerdo, yo sé quién es! ¡Ah! ¡Ahora lo veo, ahora lo sé todo, el marrano, el judas, el asqueroso!
—¿Quién? —preguntó Pardillo.
—¿Quién? —repitieron los demás.
—¡Joder, Vaquero!
—¡El cojitranco! ¿Tú crees?
—Estoy seguro. Escuchay: El jueves no estuvo con nosotros, fue con su padre a la feria de Baume ¿eh? ¿Sus acordáis? Pues ahora recorday bien la cara que ponía cuando volvió: parecía que se reía de nosotros ¿a que sí? Bueno, pues al venir de Baume pasó por Velrans con su padre; estaban un poco achispados, se pararon en casa de alguno de allí, no sé de quién, pero me juego lo que queráis a que fue así; hasta podría ser que hubiera vuelto con algunos velranos y entonces les dijo, seguramente, les dijo dónde estaba nuestra cabaña. Entonces el otro, que no estaba herido, vino aquí ayer con los menos lisiaos; ¡y ya está, leñe, eso ha sido!
—¡Cerdo! ¡Traidor! ¡Crápula! —mascullaba Pacho—. Como sea verdad, rediós, ya puede ir preparándose, ¡lo machaco!
—¿Que si es verdad? ¡Pues está más claro que dos y dos son cuatro, como me llamo Grillín y tengo el ojo más negro que el culo de una sartén, leñe!
—¡Pues entonces hay que desenmascararlo! —concluyó Tintín.
—Vámonos, aquí ya no hay nada que hacer y se me parte el alma y se me revuelven las tripas al ver esto —gimió Pardillo—. Por el camino hablaremos, pero lo más importante es que nadie sospeche que hemos venido aquí hoy. Mañana domingo —continuó—, lo desenmascararemos, haremos que confiese y entonces…
Pardillo no llegó a acabar la frase. Pero su puño cerrado, elevado hacia el cielo, completaba enérgicamente su pensamiento.
Volvieron al pueblo por el mismo camino que habían venido, después de adoptar de común acuerdo medidas muy severas para el día siguiente.