¡Dios y tu Dama!
(Lema de los caballeros antiguos)
Aquella tarde había batalla en el Salto. El tesoro, atiborrado de botones de todas clases y tamaños, de corchetes múltiples, de cordones diversos, de alfileres complicados, más un magnífico par de tirantes (¡los del Azteca, claro!), daba confianza a todos, estimulaba las energías y azuzaba a los más audaces.
Aquel fue el día, por decirlo así, de las iniciativas individuales y de los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, mucho más peligrosos, sin duda alguna, que las refriegas de conjunto.
Las fuerzas, más o menos igualadas, habían iniciado la contienda con un duelo colectivo a pedrada limpia y, cuando escasearon esas municiones, paso a paso y salto a salto, habían llegado a la confrontación directa, entremezclándose.
Pardillo zamarreaba (él decía zarrameaba) a Jetatorcida. Pacho sacudía al Azteca y los demás andaban ocupados con otros guerreros de menor envergadura; Tintín, por su parte, se había enredado con El Titi, un gilipolleras más tonto que «treinta y seis cerdos casaos en segundas nupcias», pero que con sus largos brazos de pulpo le paralizaba y asfixiaba.
Por más que le hundía los puños en la barriga, le soltaba unas patadas capaces de tumbar a un elefante (pequeño) y le tundía el mentón a cabezazos y los tobillos a patadas, el otro, paciente como una mula, le tenía agarrado por la cintura, lo apretaba como a una morcilla y lo doblaba y lo zarandeaba tanto que ¡zas!, allá fueron los dos, aquel encima y Tintín debajo, entre los grupos que se zurraban a lo largo y ancho del campo de batalla.
Los vencedores, arriba, rugían amenazadoramente mientras los vencidos, y entre ellos Tintín, callado por amor propio, pegaban como locos y lo más fuerte posible cada vez que podían y donde fuera, con tal de recuperar el terreno perdido.
Resultaba muy difícil, por no decir imposible, arrastrar a un prisionero hacia uno u otro campo.
Los que estaban de pie boxeaban como profesionales, esquivando con la derecha, protegiéndose con la izquierda, y los que habían caído estaban realmente por los suelos; por lo demás, cada uno tenía bastante con la preocupación de ponerse a salvo a sí mismo.
Tintín y El Titi figuraban entre los más atareados. Enlazados en el suelo, se mordían y golpeaban, rodando uno sobre otro y alternando, tras esfuerzos más o menos prolongados, uno encima y otro debajo. Pero lo que ni Tintín ni los demás longevernos, ni siquiera los propios velranos, demasiado ocupados, podían ver era que aquel idiota del Titi, que quizá no fuese tan bruto como parecía, se las estaba apañando para hacer rodar a Tintín o para rodar él mismo hacia el lindero del bosque, separándose así poco a poco de los demás grupos que peleaban en el campo de batalla.
Pasó lo que tenía que pasar y la pareja Titi-Tintín estuvo muy pronto, sin que el longeverno hubiera podido darse cuenta, inmerso como estaba en el fragor del combate, a cinco o seis pasos del campo de Velrans.
Cuando sonó, en no se sabe qué parroquia, el primer toque del rosario y los grupos se disolvieron instantáneamente, los velranos volvieron a su linde y, por decirlo así, no tuvieron más que recoger a Tintín, que pataleaba con todas sus fuerzas, boca arriba en el suelo, donde le mantenía aferrado su tenaz adversario.
Los longevernos no habían visto ni sospechado siquiera tal captura, de modo que cuando se reagruparon en el Matorral Grande y procedieron al consabido recuento, tuvieron que reconocer, quieras que no, que Tintín faltaba a la cita.
Lanzaron el «pituit» de reagrupamiento, pero nadie respondió.
Gritaron, aullaron el nombre de Tintín y entonces llegó hasta sus oídos un abucheo burlón.
Habían trincado a Tintín.
—Gambeta —ordenó Pacho—, corre, corre al pueblo y dile a la Mari que su hermano está prisionero; tú, Botijo, vete a la cabaña, rompe el cofre del tesoro y prepara to lo necesario pa remendar al tesorero; busca los botones y enhebra las agujas pa no perder ni un minuto. ¡Ah, qué cerdos! Pero ¿cómo han podido hacerlo? ¿Quién ha visto algo? ¡Es casi imposible!
Nadie podía contestar, desde luego, a las preguntas del jefe; ninguno se había dado cuenta de nada.
—Habrá que esperar a que lo suelten.
Pero a Tintín, maniatado y amordazado tras la cortina de matorrales del lindero, le faltaba aún bastante para volver.
Por fin, entre gritos, aullidos y zumbido de guijarros, le vieron aparecer, desaliñado, con la ropa bajo el brazo y el mismo aspecto que Pacho y el Azteca tras sus ejecuciones respectivas, es decir, con el culo al aire o casi, ya que su corta camisa apenas velaba lo que habitualmente se oculta a las miradas.
—Mira —dijo Pardillo sin pensar—, él también les ha enseñao el culo. ¡Es bárbaro!
—¿Cómo es posible que le haigan dejao hacerlo y no le haigan cogido otra vez? —observó Grillín, que temía algo peor—. ¡Qué raro! Si les hemos enseñao hasta la manera de hacerlo.
Pacho rechinó los dientes, frunció el ceño y se mesó los cabellos, señal de perplejidad enfurecida.
—Sí —respondió a Grillín—, seguramente habrá algo más. Tintín se acercaba hipando, tragando saliva y con la nariz húmeda por los tremendos esfuerzos que hacía para contener las lágrimas. Desde luego, no era la actitud propia de un guerrero audaz que acaba de jugar una mala pasada a sus enemigos.
Se acercaba con toda la rapidez que le permitían sus sandalias sueltas. Le rodearon con solicitud.
—¿Te han hecho daño? ¿Quién te ha pegao? ¡Dilo, rediós, que los cogemos! ¿Ha sido otra vez el cerdo de Guiñaluna, ese cagón asqueroso, cobarde y retorcido?
—¡Mis calzones! ¡Mis calzones! ¡Hip, hip! ¡Mis calzones! —gimió Tintín, viniéndose abajo un tanto, en una crisis de sollozos y lágrimas.
—¡Bueno, hombre, no pasa nada, te coseremos los calzones! ¡Vaya problema! Gambeta ha ido a buscar a tu hermana y Botijo está preparando el hilo.
—¡Hip, hip! ¡Mis calzones, mis calzones!
—¡Venga! ¡A ver esos calzones!
—¡Hip! ¡Que no los tengo! ¡Esos ladrones me han robao mis calzones!
—¿…?
—Sí, el Azteca dijo: «Ah, tú fuiste el que me birló mi pantalón la otra vez, ¿eh? Pues te llegó la hora de pagar, so guarro; ojo por ojo; tú y los chupagaratusas de tus amigos cogisteis el mío, conque yo te confisco éste. Nos servirá de bandera». Y me lo quitaron y después me arrancaron to los botones y después se liaron a darme patás en el culo, ¿cómo voy a volver a mi casa?
—¡Agg, joder! ¡Vaya una cabronada! —exclamó Pacho.
—¿No ties otros pantalones en casa? —preguntó Pardillo—. Hay que mandar a alguien que busque a Gambeta pa que le diga a la Mari que te los traiga.
—Sí, pero se va a notar que no son los que llevaba esta mañana; precisamente me había vestido de limpio y mi madre me dijo que si los llevaba sucios esta tarde me iba a enterar. ¿Qué le voy a decir?
Pardillo esbozó un amplio gesto evasivo y preocupado, acordándose de las palizas paternas y de los lloriqueos jeremíacos de las madres.
—¡Y el honor, rediós! —rugió Pacho—. ¿Querís que se diga que los longevernos se han dejao quitar los calzones de Tintín como si fueran una mierda de Azteca cualquiera? ¿Es eso lo que querís, eh? ¡Ah, no, rediós, claro que no! ¡Nunca! O no somos más que una pandilla de patanes que no sirven más que pa ayudar a misa y pa apilar leña al lao del fogón.
Los demás dirigían a Pacho sus miradas interrogantes; él respondió:
—Hay que recuperar los calzones de Tintín, cueste lo que cueste, aunque no sea más que por el honor, o si no, no vuelvo a ser jefe ni a combatir.
—Pero ¿cómo?
Tintín, con las piernas al aire, tiritaba llorando en medio de sus amigos.
—Ya está —prosiguió Pacho, que había ordenado sus ideas y pergeñado un plan—: Tintín se va a ir a la cabaña, a reunirse con Botijo y a esperar a la Mari. Mientras, nosotros, al galope tendido, con los palos y sables, iremos a toa mecha por los campos de abajo del todo, rodeando el bosque, pa esperarlos en su trinchera.
—¿Y el rosario? —dijo alguien.
—¡A la mierda el rosario! —respondió el jefe—. Los velranos irán a su cabaña, porque tienen una, seguro que la tienen; entre tanto, tenemos tiempo de llegar; nos meteremos entre las ramas de la última tala, a lo largo de la zanja que baja. En ese momento, ellos no llevarán palos, estarán desprevenidos; entonces, cuando yo dé la orden, de pronto, nos echamos encima y recuperamos los calzones. ¡A palo limpio, ya sabís, y si se resisten, les partís la jeta! Entendido, ¿no? Pues ¡en marcha!
—¿Y si han escondido los calzones en su cabaña?
—Eso ya lo veremos después, ahora no es momento de cháchara. ¡Y de todas formas, habremos salvado el honor!
En vista de que nada se movía ya en el lindero enemigo, todos los guerreros útiles de Longeverne, conducidos por el general, se lanzaron como un huracán por la pendiente abrupta de la ladera del Salto, saltando por encima de los matorrales, sorteando las hayas, franqueando las zanjas, ágiles como liebres, enardecidos y furiosos como jabalíes.
Rodearon la cerca del bosque y, siempre galopando en silencio, agachándose todo lo posible, llegaron a la zanja que separaba los dominios de uno y otro pueblo. La cruzaron en fila india, rápidamente y sin ruido y, a una señal del jefe, que los hizo pasar delante por pequeños grupos o uno a uno, quedándose él a la cola, se agazaparon en los macizos del matorral denso que crecían entre los resalvos de la tala de Velrans.
Habían llegado a tiempo.
Desde las profundidades del bosquecillo ascendía un rumor de gritos, risas y pasos; poco después pudieron distinguir las voces.
—¡Qué bien que lo he cogido!, ¿eh? —alardeaba El Titi. No pudo hacer na. ¿Qué hará ahora con «los calzones que no tiene»?
—Pues ahora podrá dar pingoletas[45] sin que se le caigan las cosas de los bolsillos.
—Los pondremos en un palo ¿no? Jetatorcida, ¿tienes ya listo tu garrote?
—Espera un poco, que le estoy raspando los nudos pa no arrescuñarme las manos. ¡Vale, ya está!
—¡Ponlos con las patas en el aire!
—Iremos en fila —ordenó el Azteca—, cantando nuestra himno: ¡si lo oyen, van a rabiar! Y el Azteca entonó:
Soy cristiano, esa es mi gloria,
mi esperanza…
Aunque Pacho y Pardillo, ocultos en un matorral un poco por debajo de la zanja de enmedio, apenas podían ver el espectáculo, no perdían en cambio ni una palabra.
Todos sus soldados, con los puños crispados sobre los garrotes, permanecían mudos como los tocones sobre los que se habían situado a horcajadas. El general, con los dientes apretados, miraba y escuchaba. Cuando las voces de los velranos respondieron a la de su jefe:
Soy cristiano, esa es mi gloria…
Masculló entre dientes esta amenaza:
—¡Esperay un poco, rediós, que sus voy a joder yo la gloria!
Entretanto la tropa triunfal se acercaba, encabezada por Jetatorcida y con los calzones de Tintín a guisa de bandera en la punta de un palo.
Cuando estuvieron más o menos alineados en la zanja y empezaron a bajar por ella, al ritmo lento que marcaba el himno, Pacho lanzó un rugido espantoso, como el mugido de un toro degollado. Se distendió como un muelle estirado hasta el límite y saltó de su matojo mientras todos sus hombres, arrastrados por su ímpetu y galvanizados por su grito, se lanzaban como catapultas sobre la muralla desguarnecida de los velranos.
¡Ah, no hubo el menor problema! El bloque vivo de los longevernos, haciendo silbar sus garrotes, fue a golpear, aullando, contra la línea literalmente estupefacta de los velranos. Todos cayeron al mismo tiempo y fueron barridos a garrotazo limpio, mientras el jefe, machacando con sus talones a un Jetatorcida despavorido, le arrebataba de un solo golpe los calzones de su amigo Tintín, jurando como un condenado.
Una vez en posesión de la prenda reconquistada con honor, ordenó sin vacilar la retirada, que se efectuó con toda rapidez por la misma zanja de en medio que los enemigos acababan de abandonar.
Y mientras éstos se reincorporaban, lastimados y apaleados una vez más, el sotobosque silencioso retumbaba con las risas, los alaridos y los durísimos insultos de Pacho y de su ejército al volver hacia su tierra al galope en pos de los calzones recuperados.
Muy pronto llegaron a la cabaña donde Gambeta, Botijo y Tintín, éste último muy inquieto por la suerte de su pantalón, rodeaban a la Mari que, con dedos ágiles, acababa de reponer en las prendas de su hermano los accesorios indispensables, de los que habían sido despojadas con rudeza.
La víctima, con la blusa caída como un faldón por pudor ante la proximidad de su hermana, recibió el pantalón con lágrimas de alegría.
Sólo le faltó besar a Pacho, pero, para dar más cumplidamente las gracias a su amigo, declaró que encargaría ese menester a su hermana y se conformó con asegurarle, con la voz velada todavía por la emoción, que era un verdadero hermano y más aún que un hermano para él.
Todos lo entendieron y aplaudieron discretamente.
La Mari Tintín repuso también en un dos por tres los botones del pantalón de su hermano y, por prudencia, la dejaron ir sola un poco por delante de ellos.
Y aquella noche, el ejército de Longeverne, tras haber superado tan terribles trances, regresó con orgullo al pueblo, a los sones viriles de la música de Méhul:
La victoria cantando…
Feliz por haber reconquistado el honor y los calzones de Tintín.