Solo con sangre puede lavarse tal ultraje.
CORNEILLE (El Cid, acto I, esc. V)
Era la hora de entrada, en el patio del colegio, el viernes por la mañana.
—¡Qué bien lo pasamos ayer!, ¿eh?
—¿Sabes que Chiquiclac lo vomitó todo por la cerca de los Menelots, al volver?
—¡Ah! Ojisapo también; seguramente echó las patatas y el pan; las sardinas y el chocolate, no se sabe.
—¡Debieron de ser los cigarros!
—¡O el aguardiente!
—De todas formas, ¡qué fiesta! Habría que intentar repetirla el mes que viene.
En el rincón del fondo, que protegía el granero del tió Gugú, Pacho, Granclac, Tintín y Botijo seguían felicitándose y dándose la enhorabuena por lo estupendamente bien que habían pasado la tarde del jueves.
Había sido realmente bueno, puesto que a la vuelta todos estaban prácticamente borrachos y más de media docena de ellos habían sido presa de un serio mareo que los había obligado a detenerse y sentarse en cualquier sitio, en una cerca, sobre una piedra o en el suelo, con el cuello tenso, la lengua pastosa y el estómago revuelto.
Andaban charlando de estas alegrías duraderas y puras, que debían ocupar durante mucho tiempo sus recuerdos vírgenes y sensibles, cuando unos gritos desaforados de rabia, acompañados de sonoras bofetadas y seguidos de violentos insultos, atrajeron la atención de todo el mundo.
Se precipitaron hacia el lugar de donde procedía el ruido.
Pardillo tenía cogido a Vaquero por las greñas con la mano izquierda y con la otra le arreaba a base de bien, mientras le gritaba al oído que no era más que un asqueroso hipócrita y un jodío cerdo y le pegaba, decía, pa que aprendiese, el muy marrano.
¿Qué era exactamente lo que quería enseñarle? Ninguno de los mayores lo sabía aún.
El tió Simón llegó rápidamente, atraído por el eco de las bofetadas y los insultos de los dos contendientes y empezó por separarlos a la fuerza y ponerlos frente a él, uno al extremo de su brazo derecho y otro al del izquierdo; después, y para desarticular cualquier veleidad de rebelión, impuso equitativamente un castigo a cada uno; hecho lo cual, y garantizada la paz mediante ese golpe de fuerza, quiso conocer en detalle las causas de aquella súbita y violenta disputa.
«¡Pardillo castigao! —pensaba Pacho—. ¡Pues anda que nos viene bien! Nos hace muchísima falta esta tarde, porque vendrán los velranos y todos seremos pocos».
—Yo he pensao siempre —recordó Tintín—, que ese asqueroso cojitranco iba a hacerle alguna faena a Pardillo, un día u otro. En el fondo, macho, es porque tiene celos de la Tavi y ella no le hace ni puto caso. Hace ya tiempo que viene buscándole las cosquillas a Pardillo pa conseguir que lo castiguen. Yo lo sabía y Grillín también; no hace falta ser adivino pa darse cuenta.
—Pero ¿por qué se han enredao así?
Uno de los pequeños informó discretamente a Pacho y a sus leales… Por lo demás, todos estaban previamente convencidos de que, en aquel asunto, Pardillo tenía toda la razón; y lo estaban tanto más cuanto que el lugarteniente disfrutaba de todas sus simpatías y, por añadidura, les hacía falta aquella misma tarde; de manera que, espontáneamente, pensaron realizar alguna manifestación conjunta en su favor y demostrar mediante su testimonio que, en aquel caso, Vaquero no tenía razón alguna, mientras que su rival era inocente como un cabrito recién nacido.
Así el tió Simón, coaccionado en sus sentimientos justicieros por esa avalancha de testimonios y esa espléndida manifestación, se vería obligado a absolver a Pardillo y condenar al cojo, si no quería perder la confianza de sus alumnos y destruir además en ellos cualquier noción incipiente de justicia.
Lo que había ocurrido era muy simple.
Pardillo lo explicó sin rodeos delante de todos, aunque omitiendo prudentemente algunos detalles preliminares que quizá tuvieran su importancia.
Estando en el retrete con Vaquero, éste le había meado encima, traicioneramente y a posta, y él, naturalmente, no había podido consentir semejante injuria; de ahí el moñeo y el alud de epítetos de color subido que había lanzado, junto con una buena tanda de bofetadas, a la cara de quien le había insultado.
La cosa, en realidad, era un poco más complicada.
Vaquero y Pardillo, juntos en el mismo retrete y para satisfacer la misma necesidad, habían hecho coincidir sus chorros hacia el orificio destinado a recogerlos. De ese acto tan elemental, convertido en juego, surgió un afán competitivo muy natural. Y Vaquero afirmó ser mejor: evidentemente, estaba buscando camorra.
—Yo llego más lejos que tú —había observado.
—De eso nada —respondió Pardillo, seguro de sí por la experiencia demostrada de los hechos.
Y entonces los dos, de puntillas y sacando la barriga como un tonel, se habían empeñado en llegar más lejos.
Como de los chorros de aquella rivalidad no salía ninguna prueba convincente de la superioridad de ninguno de los dos, Vaquero, que seguía buscando pelea, encontró otro motivo.
—La mía es más grande, aseguró.
—¡Amos, anda! —contestó Pardillo—. ¡Es la mía! ¡Mentiroso! ¡Vamos a medirlas!
Pardillo se prestó a la prueba. Y fue justamente en el momento de la comparación cuando Vaquero, que mantenía en reserva una parte de lo que hubiera debido echar antes, meó fraudulenta y traicioneramente la mano y el pantalón de Pardillo, cogido por sorpresa.
Una torta bien dada fue la respuesta a aquella picante ruptura de las hostilidades; después vinieron, sin solución de continuidad, el empujón, el tirón de pelos, la caída de las gorras, la puerta echada abajo y el escándalo del patio.
—¡Maldito guarro! ¡Asqueroso! ¡Sinvergüenza! —aullaba Pardillo, fuera de sí.
—¡Asesino! —respondía Vaquero.
—Si no os calláis los dos, os planto a cada uno ocho páginas de historia para copiar y aprender, y quince días sin salir.
—Ha sido él el que ha empenzao, yo no le he hecho nada, yo, yo no le he dicho nada a este…
—¡No, señor! ¡No es verdad! Ha sido él, que me ha dicho que yo era un mentiroso.
Aquello se estaba poniendo feo y delicado.
—Me ha meao encima —proseguía Pardillo—, y no iba a dejarme.
Era el momento de intervenir.
Un ¡oh! general de disgusto y de rechazo unánime demostró al alegre trepador y lugarteniente que toda la tropa estaba con él, condenando al cojitranco hipócrita, traidor y rabioso que había intentado que lo castigasen.
Pardillo, que comprendió en seguida el sentido de esa exclamación, se remitió al alto tribunal del maestro, influido ya por el testimonio espontáneo de los compañeros, y exclamó con nobleza:
—Señor maestro, yo no quiero decir nada, pero pregunte a los demás si no es verdad que ha sido él el que ha empenzao, y que yo no le había hecho nada y que yo no le había llamao motes.
Uno tras otro, Tintín, Grillín, Pacho, los dos Clac, confirmaron las declaraciones de Pardillo y no tuvieron palabras suficientemente enérgicas para condenar el acto grosero y de mal compañerismo de Vaquero.
Para defenderse, éste los recusó, alegando su ausencia del lugar del conflicto en el momento en que había estallado; incluso insistió en su lejanía y en el sospechoso aislamiento que mantenían en un rincón apartado del patio.
—Pues pregunte entonces a los pequeños —replicó con acritud Pardillo—, pregúnteles, a lo mejor ellos estaban allí.
Los pequeños, interrogados uno por uno, respondieron invariablemente:
—Ha sido como dice Pardillo, es verdad; Vaquero ha dicho mentiras.
—No es verdad, no es verdad —protestó el acusado—. Y como se ponen así, lo contaré todo.
Pacho actuó con energía anticipándose hábilmente.
Se plantó delante de él, en las mismísimas barbas del tió Simón, intrigado ya por todos estos misterios, y, clavando en Vaquero su mirada de lobo, le rugió en plena cara, desafiándolo frente a frente:
—Venga, di lo que tengas que decir, mentiroso, cerdo, asqueroso, ¡dilo si no eres un cobarde!
—Pacho —interrumpió el maestro—, si no moderas tu vocabulario, te castigaré a ti también.
—Pero, señor maestro —replicó el jefe—, usté está viendo que es un mentiroso; ¡que le diga él si le hemos hecho algo malo! Y entodavía sigue buscando mentiras que inventar este chivato; cuando no hace algo malo, lo piensa.
De hecho, Vaquero, anonadado por las miradas, los gestos, la voz y la actitud entera del general, permanecía mudo y confundido.
Un breve instante de reflexión le permitió darse cuenta de que sus declaraciones y denuncias, aunque fuesen tenidas en cuenta, no podían servir en última instancia más que para complicar su propio castigo y, a fin de cuentas, eso no le interesaba en absoluto.
En consecuencia, consideró más oportuno cambiar de actitud.
Llevándose las manos a los ojos, empezó a lloriquear, a sollozar, a hablar de forma entrecortada, a quejarse de que, porque era débil y estaba enfermo, los demás se reían de él, le buscaban pelea, le insultaban, le tiraban pellizcos por los rincones y le empujaban en cada entrada y en todas las salidas.
—¡Pero bueno! ¡Será posible! —rugía Pacho—. Es como decir que somos unos salvajes y unos asesinos; anda dilo, di dónde y cuándo te hemos dicho algún insurto, cuándo no te hemos dejao jugar con nosotros…
—Está bien —concluyó el tió Simón, al tanto ya y un poco apurado por la hora que era—; ya sabré yo lo que tengo que hacer. Entretanto, Vaquero cumplirá su castigo; y el de Pardillo dependerá de cómo se porte durante la clase de hoy. Venga, que están dando las ocho. Poneos en fila rápido y en silencio.
Y a continuación dio muchas palmadas, para reforzar esa orden verbal.
—¿Te sabes las lecciones? —preguntó Tintín a Pardillo.
—Sí, sí, pero no mucho. Dile a Grillín que me sople si puede ¿eh?
—¡Señor maestro —dijo con arrogancia Vaquero—, los Clac y Grillín me están llamando motes!
—¿Qué? ¿Qué pasa ahora?
—Me están llamando «vaca de mierda», «pijolindo», «lame…».
—¡No es verdad, no es verdad, es un mentiroso, si casi ni le hemos mirao a este mentiroso!
No cabía duda de que las miradas debían ser elocuentes.
—Vamos —dijo el maestro en tono seco—, ya está bien; el primero que diga algo o que vuelva a hablar de este asunto me copiará dos veces de cabo a rabo la lista de las provincias con sus comarcas y partidos judiciales.
Vaquero, incluido en esa amenaza de castigo que nada tenía que ver con el suyo, decidió callarse momentáneamente, pero se juró a sí mismo no desperdiciar la primera ocasión de vengarse que pudiera presentársele.
Tintín había transmitido a Grillín la solicitud de Pardillo para que le soplase, consigna prácticamente inútil porque, como hemos tenido ocasión de comprobar, Grillín era el soplón acreditado de toda la case. Pardillo podía contar con él más que nunca.
Contra lo habitual, el lugarteniente y trepador sorteó aceptablemente las dificultades de la aritmética.
Había pescado del libro algún ligero barniz de la lección y se las apañaba para responder a trancas y barrancas, vigorosamente apoyado por Grillín, cuya mímica expresiva le servía para corregir las lagunas de su memoria.
Pero Vaquero estaba al acecho.
—Señor maestro, Grillín le está soplando.
—¡Yo! —saltó Grillín indignado—. ¡Pero si yo no he dicho ni una palabra!
—Es verdad, yo no he oído nada —afirmó el tió Simón—, y no soy sordo.
—Es que le sopla con los dedos —quiso explicar Vaquero.
—¡Con los dedos! —repuso el maestro, asombrado—. Vaquero —cortó con toda su autoridad—, me parece que estás empezando a tocarme las narices. Acusas a tontas y a locas a tus compañeros cuando nadie te ha preguntado nada. ¡A mí no me gustan los acusones! Cuando yo pregunte quién ha cometido una falta, es el culpable el único que tiene que contestar y acusarse a sí mismo, ¿entendido?
—¿O no? —remedó Pacho en voz baja.
—Si te oigo una palabra más, y es la última vez que te lo digo, ¡te castigo ocho días seguidos!
—Rabia, rabiña, chivato, acusica —canturreaba Chiquiclac, poniéndole los cuernos con la mano—. ¡Traidor! ¡Judas! ¡Vendido! ¡Lameculos!
Vaquero, a quien decididamente se le estaban poniendo muy mal las cosas, optó por tragarse su rabia en silencio y se puso a refunfuñar, con la cabeza entre las manos.
Le dejaron así y la lección siguió adelante, mientras él rumiaba qué podría hacer para vengarse de sus compañeros, que, a partir de entonces, iban a ponerle en cuarentena probablemente y a expulsarlo de sus juegos.
Anduvo dándole muchas vueltas e imaginó venganzas enloquecidas, botes de agua lanzados en plena cara, chorros de tinta sobre la ropa, alfileres clavados en los bancos para provocar pequeños empalamientos, libros desgarrados, cuadernos retorcidos; pero poco a poco, y con la ayuda de la reflexión, fue desechando cada uno de esos proyectos, porque convenía actuar con prudencia, ya que Pacho, Pardillo y los demás no eran tipos que se dejasen hacer fácilmente sin responder con dureza y pegar en serio.
Conque decidió esperar acontecimientos.