En aquellos tiempos, época lejana, maravillosa…
CHARLES CALLET (Cuentos antiguos)
Al oír las exclamaciones de sus jefes, cada uno cogió su manzana otra vez y, mientras Pardillo pasaba entre las tilas ofreciendo los cigarros con displicente elegancia, Granclac distribuía los azucarillos.
—¡Vaya fiesta, eh!
—¡No me hables! ¡Qué juerga!
—¡Menuda comilona!
—¡Qué juerga!
Pacho, en plan entendido, agitaba su botella de aguardiente, en la que se formaban burbujas que subían, estallando en el gollete.
—Es de lo bueno —afirmó—. Y mu religioso. Fijaisus cómo hace rosarios. Cuidao, que voy. Que no se mueva nadie.
Y repartió lentamente la botella de alcohol entre los cuarenta y cinco comensales. La operación duró sus buenos diez minutos, pero nadie empezó a beber antes de la señal. Entonces pronunciaron nuevos brindis, más verdes y más violentos que nunca; después empezaron a mojar los azucarillos y a sorber el líquido poco a poco.
¡La leche! ¡Qué fuerte era! Los más pequeños estornudaban, tosían, escupían, se ponían rojos, violetas, carmesíes, pero ninguno quería confesar que aquello le quemaba la garganta y le retorcía las tripas.
Era mangado, de manera que tenía que ser bueno, incluso delicioso, exquisito, y no se podía desperdiciar ni una gota.
Conque, a punto de reventar, tragaron hasta la última gota de licor, chuparon la manzana y se la comieron para no desaprovechar ni una molécula de líquido que hubiera podido penetrar en ella.
—Y ahora, ¡a encender! —propuso Pardillo.
Chiquiclac el fogonero, hizo circular tizones encendidos. Y todos se pusieron en la boca los trozos de clemátida y, entrecerrando los ojos, encogiendo los mofletes, apretando los labios, frunciendo el ceño, empezaron a tirar con todas sus fuerzas. Algunos llegaban a poner tanto ardor en el empeño, que la clemátida, muy seca, se inflamaba, provocando la admiración de los demás, que en seguida trataban de repetir el hallazgo.
—¿Qué tal si ahora que estamos calentitos y con la barriga llena, tan tranquilos y fumando nuestros buenos cigarros, nos pusiéramos a contar historias?
—¡Ah, mu bien! ¿Y por qué no adivinanzas? Pa divertirnos, podríamos entregar prendas.
—Si querís, tíos —cortó Grillín, con las piernas cruzadas, serio el ademán y el cigarro entre los dientes—, yo puedo contarsus algo, algo importante, auténtico, que he oído hace no mucho tiempo. Es algo casi histórico. Sí, se lo oí al viejo Claudio, que se lo contaba a mi padrino.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es? ¡Cuenta, cuenta! —le rogaron muchas voces.
—¿A que no sabís por qué luchamos contra los velranos? Pues no es cosa de ayer ni de antiayer. Viene de años y años.
—Viene desde que el mundo es mundo, leñe —le interrumpió Gambeta, porque siempre han sido unos lameculos, y na más.
—Serán to lo lameculos que quieras, pero no es desde cuando tú dices, Gambeta, sino después, mucho después, aunque, claro, hace muchísimo tiempo.
—Bueno, pues si lo sabes, dínoslo, tío. Será seguramente porque no son más que una asquerosa banda de jodíos marranos.
—¡Unos holgazanes y unos guarros! Y por si fuera poco, esos cerdos se han atrevido a llamar ladrones a los longevernos.
—¡Desde luego, qué jeta!
—Sí —continuó Grillín—. En cuanto al año exacto en que ocurrió, yo no puedo decirlo, y el viejo Claudio tampoco lo sabe; nadie se acuerda; pa saberlo, habría que ponerse a mirar papeles viejos, en unas cosas que llaman archivos, y que no sé qué mierda será eso.
»Era en los tiempos en que se hablaba de la Garatusa, que tampoco se sabe mu bien lo que era; quizá una enfermedad o algo así como un fantasma que salía vivito y coleando de la barriga de los animales muertos que se pudrían por ahí y que andaba paseándose por los campos, por los bosques y por las calles de los pueblos, de noche. Pero nadie podía verla: la sentían, la olían, los animales mugían, los perros aullaban cuando andaba rondando por los alrededores. La gente se santiguaba y decía: «Va a pasar alguna desgracia». Y a la mañana siguiente, cuando la habían sentido, los animales a los que había tocao en sus establos se caían y se morían, y la gente reventaba también, como moscas.
»La Garatusa aparecía, sobre todo, cuando hacía mucho calor.
»O sea, que la gente estaba bien, reía, comía, bebía y de pronto, sin saber cómo ni por qué, una o dos horas después se ponían completamente negros, vomitaban sangre podrida y estiraban la pata. No había na que hacer ni que decir. Nadie podía detener a la Garatusa, los enfermos iban listos. Ya podían echar agua bendita, rezar to las oraciones del mundo, hacer ir al cura pa que soltase sus oremus, invocar a to los santos del cielo, a la Virgen, a Jesucristo y a Dios padre…, era como si nevase, o como si quisieran guardar agua en un canasto, se morían lo mismo y el pueblo estaba arruinao y la gente jodida.
»Así que, en cuanto un animal acababa de morir, lo quitaban de en medio a toda velocidad».
»Bueno, pues fue la Garatusa la que provocó la guerra entre los velranos y los longevernos.
El narrador hizo aquí una pausa, saboreando su introducción, disfrutando de la atención que había despertado, después dio algunas chupadas a su cigarro y continuó, con los ojos de sus camaradas fijos en él:
—No se pue saber con exactitud cómo ocurrió, no tenemos información suficiente. Pero se cree que unos tratantes de ganao, o quizá unos ladrones, habían venido a las ferias de Morteau y de Maîche y se volvían hacia las tierras de más abajo. Viajaban de noche, a lo mejor se escondían, sobre todo si habían robao animales. Lo cierto es que al pasar por allá arriba, por los pastos de Cazacán, una de las vacas que llevaban se puso a mugir y a mugir y ya no quiso andar más; se echó de culo contra una cerca y se quedó allí, mugiendo sin parar. Por mucho que le tiraron del cabestro y le dieron garrotazos, no hubo na que hacer, no se movió; al cabo de un momento, se tiró al suelo, se echó to lo larga que era; estaba muerta, más tiesa que un garrote.
»Los tipos aquellos no podían llevársela, porque ¿pa qué les iba a servir? No dijeron ni pío y, como era de noche y estaban lejos de los pueblos, se largaron a la chita callando y nadie los vio nunca más, ni supo quiénes eran ni de dónde venían.
»Esto pasaba en verano.
»En aquel momento los velranos utilizaban los pastos comunales de Cazacán y hacían las talas en el bosque que después se ha llamado siempre bosque de Velrans, y que es el bosque al que vienen a atacarnos, ¡leñe!
—¡Vaya, vaya! ¡Pues ese bosque es nuestro y muy nuestro, rediós!
—Sí, es nuestro y lo vais a ver en seguida, pero escuchay. Como aquel verano hacía mucho calor, la vaca muerta empenzó a oler mal en seguida; al cabo de tres o cuatro días no había quien lo resistiera; estaba llena de moscas, de moscas verdes mu asquerosas que la gente decía que eran moscas de garatusa. Entonces, los que pasaban por allí y sintieron el olor, se acercaron y vieron la carroña que se pudría allí mismo.
»¡Aquello corría prisa! Así que no se lo pensaron dos veces, fueron pitando a buscar a los viejos de Velrans y les dijeron:
—Miray, hay un bicho muerto que se está pudriendo en vuestros pastos de Cazacán y apesta hasta en medio de Chanet, hay que ir corriendo a enterrarlo, antes de que los animales cojan la Garatusa.
»—La Garatusa —les contestaron— la vamos a coger nosotros al quitar al bicho: enterrailo vosotros, que lo habís encontrao; y pa empenzar, ¿quién demuestra que está en lo nuestro? Los pastos son tan vuestros como nuestros; la prueba es que vuestro ganado está tol día allí metido.
»—Pues cuando entran por casualidad, bien que nos chilláis y los apedriáis —les respondieron los longevernos (y era la pura verdad)—. No podís andar perdiendo el tiempo porque, si no, tanto en Velrans como en Longeverne, los animales se morirán de la Garatusa, y la gente lo mismo.
»—¡Vosotros sí que sois garatusas! —les contestaron los velranos.
»—¡Ah! ¿Conque no querís enterrarlo, eh? ¡Mu bien! Pues va veremos lo que pasa. ¡No sois más que unos inútiles y unos lameculos!
»—¡Y vosotros sois unos mamarrachos! ¿No habís encontrao vosotros la carroña? Pues vuestra es, os la regalamos.
—¡Qué asquerosos! —interrumpieron algunos oyentes, furiosos al reconocer la tradicional mala fe de los velranos.
—¿Y qué pasó entonces?
—¿Que qué pasó? —continuó Grillín—. Pues que los longevernos volvieron al pueblo; fueron a buscar a to los viejos y al cura y a los más ricos, que formaban como si dijésemos el Ayuntamiento de entonces, y les contaron lo que habían visto y olido y lo que habían dicho los velranos…
»Cuando las mujeres se enteraron de lo que había, empenzaron a llorar y a vociar; dijeron que todo estaba perdido y que se iban a morir todos. Entonces los viejos decidieron largarse a Besançon, creo, o a no sé que otro sitio, a buscar a los peces gordos, a los jueces y al gobernador. Como corría mucha prisa, to la panda se presentó en seguida y reunieron en Cazacán a los longevernos y a los velranos pa que se explicasen.
»Los velranos dijeron:
»—Señores, los pastos no son nuestros, lo juramos delante de Dios y de la Virgen, que es la patrona de todos; son de los longevernos, ellos son los que tien que enterrar al bicho.
»Los longevernos dijeron:
»—Con to respeto, señores, eso no es verdad. ¡Son unos mentirosos! Y la prueba es que ellos usan esos pastos tol año y hacen las talas del bosque.
»Entonces los otros juraron y perjuraron, escupiendo en el suelo, que aquella tierra no era de ellos.
»Los de arriba estaban ya aburridos. Además, como olía fatal y había que acabar cuanto antes, decidieron allí mismo y dijeron:
»—Pues si es así, como los velranos juran que la propiedad no les pertenece, que sean los longevernos los que entierren al animal…
»Entonces los velranos se echaron a reír, porque ¡hay que ver cómo apestaba la vaca! y los señoritos no se acercaban ni a tiros…
»—Pero —añadieron—, como la van a enterrar ellos, los pastos y el bosque quedarán definitivamente en propiedad de los longevernos, ya que los velranos no los quieren.
»Entonces, los velranos se rieron, pero sólo de boquilla, porque eso les jorobaba mucho, pero como habían jurao escupiendo en el suelo, no podían volverse atrás delante del cura y de aquellos señores.
»La gente de Longeverne sorteó a la paja más corta a ver a quiénes les tocaba enterrar a la vaca y a esos les correspondió también doble cantidad de madera en las cuatro talas que se hicieron. Sólo que, en cuanto enterraron al bicho y ya no tuvieron más miedo a la Garatusa, los velranos pretendieron que el bosque era suyo y que no querían que los de Longeverne hicieran las talas.
»Decían que nuestros viejos eran unos ladrones y unos chupagaratusas, y lo decían aquellos inútiles que no habían tenido valor pa enterrar su propia mierda.
»Pusieron un pleito contra Longeverne; un pleito que duró mucho, muchísimo tiempo y gastaron la tira de pasta; pero lo perdieron en Baume, lo perdieron en Besançon, lo perdieron en Dijon, lo perdieron en París: por lo visto, tardaron más de cien años en resolverlo.
»Y se ponían frenéticos al ver cómo los longevernos iban a cortar madera en sus mismísimas narices; a cada golpe que daban los llamaban ladrones de madera; sólo que nuestros viejos, que tenían buenos puños, no se lo dejaban decir dos veces: se les echaban encima y les daban unas palizas, ¡qué palizas!, unas palizas de órdago.
»En to las ferias de Vercel, de Baume, de Sancey, de Belleherbe, de Maîche, en cuanto bebían un trago, se enzarzaban otra vez y ¡zas!, ¡hala!, se daban, se daban hasta que la sangre corría como meao de vaca; y no eran flojos, no. Sabían pegar. Por eso, desde hace doscientos años, o quizá trescientos, ningún longeverno se ha casao con una de Velrans y ningún velrano ha venido a la fiesta de Longeverne.
»Pero el domingo de la fiesta parroquial, se encontraban siempre. Iban todos en panda, to los hombres de Longeverne y to los de Velrans.
»Pa empenzar, daban una vuelta por el pueblo, tomando el aire; después se metían en las tabernas y empenzaban a beber pa ponerse «a tono». Entonces, cuando vían que ya estaban un poco borrachos, tol mundo se quitaba de en medio y se escondía. Y así siempre.
»Los longevernos iban a la cantina donde estaban los velranos, se quitaban las chaquetas y las camisas, y, ¡hala!, ya estaba armada.
»Mesas, bancos, sillas, vasos, botellas, todo saltaba, bailaba, volaba y silbaba. Se arreaban de lo lindo, ¡zas!, por aquí, ¡zas!, por allá, a patadas y a puñetazos, con los tabletes y las botellas; en un minuto se destrozaba todo, los candiles rodaban por el suelo y se apagaban; pero seguían zurrándose en la oscuridad, pasando por encima de los cascos y de los cristales rotos, la sangre corría como el vino y cuando ya no se veía na, pero na de na, y había dos o tres que aullaban y pedían piedad, to los que entodavía podían arrastrarse se quitaban de en medio.
»Siempre había uno o dos fiambres, algún tuerto y otros con los brazos rotos, las patas partidas, la nariz espachurrá y las orejas arrancadas; pero nunca jamás se sabía quién o quiénes habían matao a alguien y to los años, durante un siglo o más, hubo siempre por lo menos un muerto en cada fiesta patronal.
»Cuando no había muertos, nuestros viejos decían:
»—¡Este año no hemos tenido fiestas como Dios manda!
»Eran auténticas batallas campales, en las que intervenían todos, jóvenes y viejos; aquellos sí que eran tiempos; más alante fueron sólo los quintos, que se arreaban el día del sorteo y de la revisión; y ahora…, ahora sólo quedamos nosotros pa defender el honor de Longeverne. ¡Da pena pensarlo!
En la humareda azul de los cigarros, los ojos ardían como brasas. El narrador, muy excitado, continuó:
—Y esa no es to la historia. No, lo mejor y lo más divertido del asunto era la romería de la Virgen de Ranguelle; Ranguelle, ya sabís, es la ermita que hay al lado de Baume, detrás del bosque de Vaudrivilliers.
»¿Sus acordáis? Allí fuimos el año pasao con el cura y la vieja Paulina. Era la época de los abejorros; los agitábamos por tol bosque, pa atontarlos, y después los dejábamos sobre la sotana del negro o en la toca de la vieja. Estaban llenos de bichejos que estiraban las alas pa ensayar y que de cuando en cuando salían zumbando. Era mu divertido.
»Bueno, pues un día de aquellos viejos tiempos, cuando la hierba estaba ya casi lista pa la siega y la recogida, los longevernos, conducidos por su cura, fueron todos, hombres, mujeres y niños, en romería a Nuestra Señora de Ranguelle pa pedir Virgen que mandase días de sol pa poder segar bien el heno.
»Por suerte, el mismo día, el cura del Velrans había decidido llevar a sus tigreses, creo que se dice así…
—No, se dice peligrasos[44] —le corrigió Pardillo.
—Bueno, pues eso, sus peligrasos —continuó Grillín—, a la misma Virgen, porque no hay muchas vírgenes por aquí, con to su acompañamiento de santo sacramento y demás monsergas: querían pedir lluvia pa sus berzas, que no acababan de salir…
»¡Total!, que allá salieron mu de mañana, con el cura en cabeza, con su roquete y su cáliz, los monaguillos con el guisopo y la custodia, el sacristán con sus libros de kyries; detrás iban los chicos, después los hombres y al final las niñas y las mujeres.
»Cuando los longevernos llegaron más allá del bosque, ¿qué fue lo que vieron?
»¡Leñe!, toda aquella panda de mamarrachos velranos que berreaban letanías pidiendo agua.
»Ya sus podís imaginar la gracia que les hizo a los longevernos, que iban precisamente a pedir sol.
»Así que se pusieron a chillar con todas sus fuerzas las oraciones que hay que rezar pa que haiga buen tiempo, mientras los otros mugían como becerros pa pedir lluvia.
»Los longevernos intentaron llegar los primeros, aligerando el paso; cuando los velranos se dieron cuenta, echaron a correr.
»No les faltaba mucho pa llegar a la ermita, quizá unas doscientas zancadas, conque se pusieron a correr ellos también; después se miraron de reojo: se llamaron gandules, ladrones, marranos, puercos… y las dos bandas se acercaban cada vez más.
»Cuando los hombres estuvieron sólo a diez pasos unos de otros, empenzaron a lanzarse amenazas, a enseñarse los puños, a medirse con las miradas como gatos en celo; después se metieron también las mujeres; se llamaron chuponas, zorras, vacas, putas, y hasta los curas, machos, se miraban de mala manera.
»Entonces tol mundo empenzó a coger piedras, a cortar palos y a tirárselos desde lejos. Pero, a fuerza de excitarse con insultos, se enfurecieron y acabaron tirándose unos contra otros, arreándose con toda su alma y pegando con to lo que tenían a mano: ¡zas!, a zapatazo limpio; ¡plof!, con los libros de misa. Las mujeres se desgañitaban, los críos aullaban, los hombres juraban como carreteros: ¡Ah!, ¿conque querís lluvia, eh, panda marranos? ¡Os vamos a dar lluvia! Y zas por aquí, ay por allá… Los hombres perdieron los trajes, las mujeres tenían las faldas arremangás y las rebecas rotas y lo mejor de todo fue que los curas, que ya os he contao que tampoco se tragaban, después de maldecirse mutuamente, amenazándose con to los truenos del diablo, empenzaron a zurrarse también. Se quitaron los roquetes, se arremangaron las sotanas y ¡hala! como dos tíos machos, se insultaron en plan cuartelero, se liaron a patadas y a cantazos, se tiraron de los pelos y cuando ya no tenían donde darse, se tiraron los cálices y los cristos a los hocicos.
«Pues aquello debió de estar la mar de bien», pensaba Pacho, emocionado.
—¿Y a quién le dio la razón la Virgen? ¿A los velranos o a los longevernos? ¿Hizo sol o llovió?
—Pues, para terminar —remató Grillín con indolencia—, granizó para todos.