¡Escancia vino en la taza, sumiller! ¡Echa sin tiento, hasta que llegue a la plaza! ¡Comed y bebed sin cuento! |
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RONSARD (Odas) |
¿Qué pasaría en la tropa del Azteca, apaleada, maltratada, expoliada y abatida? Después de todo, a Pacho le importaba un pito, y a los suyos también. Tenían la victoria, habían hecho seis prisioneros. Era algo nunca visto desde los tiempos más remotos. La tradición de los grandes hechos de combate, religiosamente conservada y transmitida, no recogía, a fe de su depositario, Grillín, ninguna captura tan fabulosa ni una tunda tan fantástica. Pacho podía enorgullecerse de ser el capitán más grande que jamás hubiera comandado la tropa de Longeverne, y su ejército, el más valiente y sufrido.
Allí estaba el botín, amontonado: pilas de botones y de cuerdas, de cordones y hebillas, y de objetos heteróclitos, puesto que habían echado mano a todo lo que contenían los bolsillos, menos los pañuelos. Podían verse pequeños huesos de cerdo, agujereados por en medio y atravesados por un doble cordón de lana que al enrollarse y desenrollarse hacían girar el huesecillo con un zumbido característico: a ese juguete lo llamaban moscardón; había también canicas, navajas, o, para ser más exactos, hojas embotadas y sin apenas mango; podían encontrarse asimismo algunas llaves de lata de sardinas, un Tío Cagalera de plomo, agachado en postura íntima, y varios canutos de tirar guisantes. Todo eso, amontonado y revuelto, pasaría a engrosar el tesoro de guerra, o bien sería sorteado.
Desde luego, el tesoro iba a duplicarse de golpe. Y precisamente dos días después había que pagar al tesorero la segunda cuota de guerra.
Pacho recordó la primera idea que había tenido. ¿Y si utilizasen ese dinero para hacer la fiesta?
Como era un hombre eminentemente práctico, indagó entre sus soldados las sumas que podría recaudar el tesorero.
—¿Quién no tie pasta pa pagar el impuesto ele guerra?
¡Nadie dijo una palabra!
—Creo que me habís entendido: que levanten la mano los que no tengan la perra del impuesto.
No se movió ni una mano. Se había hecho un silencio religioso. ¿Sería posible? ¡Todos habían encontrado la manera de hacerse con su moneda! Los buenos consejos del general habían dado su fruto. De modo que felicitó efusivamente a sus tropas:
—Ya vis que no sois tan tontos como creís, ¿eh? No hay más que proponérselo y se encuentra siempre. No se pue ser tan memo, leñe, que si no, se lleva uno to las bofetadas en la vida. Aquí drento —dijo, señalando los despojos ubérrimos—, hay por lo menos cuarenta perras de avíos; pues bien, tíos, como hemos sido tan valientes pa conquistarlos con nuestros puños, no hace ninguna falta que nos gastemos nuestros cuartos pa comprar otros. Mañana tendremos cuarenta y cinco perras. Pa celebrar la victoria y «coger la mona» de la construcción de la cabaña, el jueves que viene por la tarde nos correremos una juerga todos juntos. ¿Qué sus parece?
—¡Sí, sí, sí! ¡Vale! ¡Muy bien! ¡Eso es! —gritaron, berrearon, aullaron cuarenta voces—. ¡Eso es, viva la fiesta, viva la juerga!
—Y ahora, ¡a la cabaña! —continuó el jefe—. Tintín, déjame tu boina pa llenarla con el botín y añadirlo a lo que tenemos. ¿No queda ninguno por ahí? preguntó apuntando hacia el lindero del bosque de Velrans.
Pardillo trepó al roble para asegurarse.
—Ni pensarlo —dijo al cabo de un instante de observación—; después de semejante soba, se han quitao de en medio como conejos.
El ejército de Longeverne se reunió en la cabaña con Botijo, Gambeta y la Mari, que ya se iba. El herido, que había sangrado en abundancia, tenía la nariz amoratada e hinchada como una patata, pero tampoco se quejaba demasiado, pensando en el número de pelambreras que había cardado con sus propias manos y en la respetable cantidad de puñetazos que había repartido equitativamente a un lado y a otro.
Se las ingenió para explicar que, al correr, se había caído sobre un tocón y no había tenido tiempo de echar las manos por delante para protegerse la cara.
El jueves estaría ya bien, podría celebrar la fiesta con los demás y, como en esta ocasión había sido él el peor parado, se le compensaría en especie a la hora de distribuir las provisiones.
A la mañana siguiente, Pacho y Tintín, después de recolectar el dinero, discutieron con los camaradas la forma de emplearlo.
Se formularon propuestas.
—Chocolate.
Todo el mundo estuvo de acuerdo en que se comprara.
—Vamos a echar cuentas —dijo Grillín—. La tableta de diez pastillas cuesta ocho perras; hará falta un buen cacho pa cada uno: con tres tabletas, treinta pastillas: más de media pa cada uno; sí —añadió después de hacer el cálculo—, exactamente dos tercios de pastilla pa cada uno, mu bien. Lo comeremos así, solo o con pan. Tres tabletas, a ocho perras, hacen veinticuatro perras. De cuarenta y cinco, quedan veintiuna.
—¿Qué vamos a comprar con eso?
—¡Almendrados!
—¡Bizcochos!
—¡Caramelos!
—¡Sardinas!
—Que sólo tenemos veintiuna perras —recordó Pacho.
—Hay que comprar sardinas —insinuó Tintín—. Las sardinas están mu buenas. ¡Tú no sabes lo que es eso, Ojisapo! Pues mira, macho, son peces pequeños y sin cabeza, cocidos drento de una lata, pero que están cojonudamente buenos. Sólo que en mi casa no las compran mucho, porque son caras. Vamos a comprar una lata, ¿querís? Traen diez, doce y hasta quince por lata, y las repartimos.
—¡Sí! están buenísimas —corroboró Chiquiclac— y el aceite también; ¡a mí lo que me gusta es el aceite de las sardinas! Yo arrebaño las latas cuando las compran; no es lo mismo que el aceite de ensalada.
Se decidió por aclamación la compra de una lata de sardinas de once perras.
Quedaban todavía diez perras disponibles.
Grillín, al aclararlo, creyó obligado añadir esta observación:
—Estaría bien comprar algo que se pueda repartir más fácilmente, y que nos den muchos cachos por una perra.
Los caramelos se imponían: caramelos pequeños y redondos, y también paloduz, que se podía chupar y mascar hasta en clase, tras el parapeto de los pupitres abiertos.
—Pues repartimos —concluyó Pacho—; cinco perras de caramelos y cinco de paloduz. Ya está arreglaos pero eso no es todo, ya sabís. Habrá que mangar manzanas y peras de la despensa, coceremos patatas, y Pardillo hará cigarros de clemátida.
—Y habrá que beber algo, ¿no? —intervino Granclac.
—¿Y si consiguiéramos vino?
—¿Y aguardiente?
—¿Licor de grosella?
—¿Jarabe?
—¿De garnadina?
—¡Eso es mu difícil!
—Yo sé dónde está la garrafa del aguardiente en el cuarto de arriba —dijo Pacho—, y si hay forma de coger una botella, no sus preocupís, que lo tendremos. Pero vino…, ¡de eso na!
—Además, no tenemos vasos.
—Pues por lo menos habrá que tener agua en algún sitio.
—¡Ahí hay cacerolas!
—¡Son chicas!
—Si pudiéramos conseguir un cubete o aunque sea una regadera vieja.
—¡Una regadera! Está la vieja de la escuela, al final del pasillo ¿y si la mangamos? Tiene un roto en el culo y está llena de polvo, pero no pasa na, le tapamos el bujero con un cacho palo y limpiamos la hojalata con arena. ¿Vale?
—Sí —asintió Pacho—, es una buena idea. Esta tarde a las cuatro, que me toca barrer, la tiraré por encima de la tapia del patio cuando vaya a vaciar la basura; por la noche, a última hora, iré a recogerla y la esconderé en el hueso del tilo; mañana la arreglaremos. Veréis lo que hay que hacer pa comprar: yo compraré una tableta de chocolate, Granclac otra y Tintín la otra; Grillín irá a buscar las sardinas, Botijo los caramelos y Gambeta el paloduz.
Nadie podrá sospechar nada. Lo llevamos to a la cabaña, con las manzanas, las papas y lo que pesquemos. ¡Ah, me se olvidaba! ¡Azúcar! A ver si podís coger azúcar pa comerlo con el aguardiente. ¡Haremos patos[42]! Es fácil coger el azúcar cuando la vieja se dé la vuelta.
Ninguna de sus excelentes recomendaciones cayó en el olvido; cada uno se había encargado de un trabajo concreto y se esforzó en realizarlo concienzudamente. De modo que el jueves por la tarde, Pacho, Pardillo, Grillín, Tintín y Granclac, que habían tomado la delantera, recibieron a sus camaradas que llegaban, uno tras otro en pequeños grupos, con los bolsillos bien surtidos y llenos, pero llenos a reventar.
Ellos, los jefes, habían preparado también algunas sorpresas para sus invitados. Un hermoso fuego, cuyas llamas se elevaban a más de un metro, inundaba la cabaña de una claridad tibia y hacía brillar más aún los colores chillones de los grabados.
Sobre la rústica mesa, en la que varios periódicos extendidos hacían las veces de mantel, se alineaban en perfecto orden las provisiones compradas; y detrás, ¡oh, alegría!, ¡oh, triunfo!, tres botellas llenas, tres botellas misteriosas, afanadas a golpe de ingenio por los Clac y por Pacho, ostentaban sus formas elegantes.
Una de ellas contenía aguardiente, y las otras dos, vino.
Sobre una especie de pedestal de piedra, la regadera arreglada, nueva, con todos los abollones brillantes, lucía su pitorro pulido que derramaba un agua pura y cristalina extraída de la fuente cercana; montones de patatas petardeaban bajo el rescoldo.
¡Qué gran día!
Habían quedado en que lo compartirían todo: cada tino se quedaría sólo con su trozo de pan. Así, junto a las tabletas de chocolate y la lata de sardinas, surgió pronto un montón de azucarillos que Grillín contó con sumo cuidado.
Era imposible mantener todas las manzanas encima de la mesa, porque había más de tres tandas superpuestas. Verdaderamente, habían hecho bien las cosas, pero, una vez más, el general batía todos los récords.
—Habrá un cigarro pa cada uno —afirmó Pardillo, señalando con un gesto ampuloso una pila regular y apretaría de trozos de clemátida, cuidadosamente seleccionados, sin nudos, lisos, con unos agujeritos redondos que indicaban que aquello tiraría bien.
Algunos permanecían en la cabaña, otros se limitaban a pasar por allí; entraban, salían, se reían, se daban palmadas en la barriga, se arreaban en plan de broma grandes puñetazos en la espalda, se felicitaban.
—Esto marcha, ¿eh, macho?
—¿A que somos unos tíos?
—¡Cómo lo vamos a pasar!
Se había decidido que empezarían cuando estuviesen listas las patatas: Pardillo y Chiquiclac vigilaban la cocción, removían las cenizas, apartaban las brasas, sacando de vez en cuando con un palito los sabrosos tubérculos y tanteándolos con los dedos; se quemaban, claro, y sacudían las manos, soplándose las uñas, y después volvían a alimentar el fuego.
Entretanto, Pacho, Tintín, Granclac y Grillín, después de calcular el número de manzanas y azucarillos que correspondían a cada uno, se dedicaban a repartir equitativamente las tabletas de chocolate, los caramelos y el paloduz.
Al abrir la lata de sardinas se sintieron embargados por una honda emoción: ¿serían pequeñas o grandes? ¿Podrían repartir el contenido entre todos por igual?
Levantando las de encima con la punta de la navaja, Grillín contó:
—Ocho, nueve, diez, once. ¡Once! —repitió—. Vamos a ver, tres por once, treinta y tres, ¡cuatro por once, cuarenta y cuatro! ¡Mierda puta, somos cuarenta y cinco! Uno se queda sin ella.
Chiquiclac, en cuclillas delante del fuego, oyó esa exclamación siniestra y, con un gesto y una palabra, deshizo la dificultad y resolvió el problema:
—Yo me quedo sin ella si querís —gritó—; y me dais la lata con el aceite pa arrebañarla, ¡con lo que me gusta eso! ¿Vale?
¿Cómo que si valía? ¡Era incluso colosal!
—Me parece que las patatas están cocidas —informó Pardillo, retirando hacia el fondo, con una horquilla de avellano medio quemada, las brasas rojizas, antes de extraer su botín.
—¡Pues a la mesa! —rugió Pacho.
Y acercándose a la entrada:
—¡Eh, pandilla! ¿No oís, o qué? ¡He dicho que a la mesa! ¡Vamos! ¡Ya no hay amor o qué! ¡Ya no hay formas! ¿Es que hay que ir a buscar la bandera?
Y todos se apelotonaron en la cabaña.
—Que cada uno se siente en su sitio —ordenó el jefe—. Vamos a repartir. Primero las patatas, hay que empenzar por algo caliente, es mejor, más elegante, así se hace en las cenas buenas.
Y los cuarenta chavales, alineados en sus asientos, con las piernas apretadas, las rodillas en ángulo recto como las estatuas egipcias y el mendrugo de pan en la mano, esperaron el reparto.
Se realizó en un religioso silencio: los que acababan de recibir su ración miraban de reojo las bolas parduzcas cuya carne, de un color blanco mate, humeaba despidiendo un aroma sano y vigoroso que aguzaba los apetitos.
Rompían la piel, mordían, se quemaban, daban un respingo y la patata caía a veces sobre las rodillas, donde una mano ágil la recuperaba a tiempo; ¡qué buenas estaban! Y se reían, se miraban y una risa contagiosa los sacudía a todos, y las lenguas empezaban a soltarse.
De vez en cuando iban a beber de la regadera.
El usuario ponía la boca en forma de trompa, adaptándola al pitorro de hojalata, chupaba fuerte y, con la boca llena y los carrillos hinchados, intentaba engullirlo todo de una vez, se atragantaba o escupía el agua como un surtidor, estallando en carcajadas entre las bromas de los compañeros.
—¡Beberá! ¡No beberá! ¡Pue que sí! ¡Pue que no!
Ahora venían las sardinas.
Grillín partió religiosamente cada una en cuatro; lo hizo con el mayor cuidado y precisión posibles, para que los trozos no se desmigajasen, y ahora se dedicaba a dar a cada cual la parte que le correspondía. Con suma delicadeza y valiéndose de su navaja, extraía de la lata sostenida por Tintín y colocaba sobre el pan de cada uno la ración legal. Parecía un cura distribuyendo la comunión a los fieles.
Nadie tocó su trozo hasta que todos estuvieron servidos: como se había acordado, Chiquiclac recibió la lata con el aceite y algunos trozos de pan que nadaban dentro.
¡No era demasiado, pero estaba bueno! Había que disfrutarlo. Y todos olisqueaban, aspiraban, palpaban, lamían el trozo que tenían sobre el pan, se felicitaban por su hallazgo, disfrutando del placer que iban a experimentar al masticarlo y entristeciéndose al pensar en lo poco que les duraría. ¡Un bocado y se acabó! Ninguno se decidía a atacar de una vez. Era tan pequeño… Había que disfrutar, disfrutar, y disfrutaban con los ojos, con las manos, con la punta de la lengua, con la nariz, sobre todo con la nariz, hasta que Chiquiclac, que andaba limpiando, rebañando y empapando lo que le quedaba de salsa con miga de pan reciente, les preguntó con ironía si pretendían convertir la sardina en una reliquia, porque entonces no tenían más que llevarles los trozos al cura para que los juntara con el hueso de conejo que les daba a besar a las beatas, diciéndoles: «¡Pa tu culo!»[43]
Y comieron lentamente, sin pan, a pequeñísimos trocitos iguales, extrayéndoles todo el jugo, absorbiendo por todas las papilas, reteniendo a última hora el trozo disuelto, empapado, sumergido en un flujo de saliva, para devolverlo hacia la lengua, masticarlo otra vez y dejarlo por fin bajar con harto sentimiento.
Todo acabó tan religiosamente como había empezado. Después, Ojisapo confesó que, en efecto, estaba cojonudamente bueno, pero que era demasiado poco.
Los caramelos eran para postre y el paloduz para roerlo al volver. Quedaban las manzanas y el chocolate.
—Pero bueno, ¿aquí no se bebe, o qué? —reclamó Botijo.
—Ahí tienes la regadera —le contestó Granclac, chistoso.
—En seguida —ordenó Pacho—; el vino y el aguardiente son para el final, con el cigarro.
—¡Ahora, el chocolate!
Cada uno recibió su porción, unos en dos trozos y otros en uno. Era el plato fuerte, conque había que comerlo con pan; sin embargo, algunos, los más refinados sin duda, preferían comerse primero el pan seco y después el chocolate.
Los dientes crujían y trituraban, los ojos chispeaban. El fuego, reavivado por una brazada de leña fina, encendía las mejillas y enrojecía los labios. Hablaban de batallas pasadas, de futuros combates, de conquistas inminentes, y los brazos empezaban a agitarse, los pies tamborileaban y los cuerpos se retorcían.
Era el momento de las manzanas y el vino.
—Beberemos por turno, en la cazuela pequeña —propuso Pardillo.
Pero Grillín replicó con desdén.
—¡Ni pensarlo! ¡Cada uno tendrá su vaso!
Semejante afirmación trastornó a los comensales.
—¡Vasos! ¿Tú ties vasos? ¿Cada uno su vaso? Tú estás chalao, Grillín! ¿Cómo vamos a hacerlo?
—¡Ah, ah! —se burló el compañero—. ¡Hay que ser más espabilaos! ¿Y estas manzanas, pa qué las querís?
Nadie sabía adónde quería ir a parar Grillín.
—¡Hatajo de cipotes! —continuó, sin el menor respeto hacia el grupo—. Cogí las navajas y hací lo que yo.
Diciendo esto, el inventor, cuchillo en mano, hizo inmediatamente en las carnes prietas de una hermosa manzana roja un hoyo que vació con cuidado, convirtiendo la fruta en una copa de forma indudablemente original.
—¡Pues es verdad: pero qué judío Grillín! ¡Es cojonudo! —exclamó Pacho.
E inmediatamente ordenó que se distribuyeran las manzanas. Todos se pusieron a tallar su cubilete mientras Grillín, locuaz y triunfante, explicaba:
—Cuando iba al campo y tenía sed, vaciaba una manzana grande, ordeñaba una vaca y ¡ya vis! me zampaba un vaso de leche calentita.
Una vez confeccionados todos los recipientes, Granclac y Pacho descorcharon las botellas de vino. Se repartieron entre los comensales: la botella de Granclac, mayor que la otra, debía satisfacer a veintitrés guerreros y la del jefe a veintidós. Afortunadamente, los vasos eran pequeños y el reparto fue equitativo, o por lo menos así pareció, puesto que no hubo protesta alguna.
Cuando todos estuvieron servidos, Pacho, elevando su manzana llena, hizo el brindis habitual, simple y breve:
—Y ahora, a nuestra salud, tíos, ¡y que den pol culo a los velranos!
—¡A la tuya!
—¡A la nuestra!
—¡Viva nosotros!
—¡Vivan los longevernos!
Hicieron chocar las manzanas, levantaron las copas, aullaron insultos contra los enemigos, exaltaron el valor, la fuerza y el heroísmo de Longeverne, y bebieron, lamieron y chuparon las manzanas hasta el fondo de sus entrañas.
—¿Y si cantamos algo ahora? —propuso Chiquiclac.
—¡Venga, Pardillo, tu canción! Pardillo entonó:
Que no hay nada más bello
que un artillero encima de un camello…
—¡Es muy corta! ¡Qué lástima, porque es bonita!
—Ahora vamos a cantar juntos: Al lado de mi rubia, que la sabemos todos. ¡Venga, a la una, a las dos…!
Y todas las voces juveniles atacaron a voz en cuello la vieja canción:
El laurel de mi huerto
ya ha echado florecillas;
todos los pajarillos
su nido en él fabrican.
¡Al lado de mi rubia
qué bien se está, se está!
¡Al lado de mi rubia
qué bien se está durmiendo!
Todos los pajarillos
su nido en él fabrican:
la codorniz, la tórtola
y la perdiz bonita.
Al lado de mi rubia…
La codorniz, la tórtola
y la perdiz bonita,
y la blanca paloma,
que canta noche y día.
Al lado de mi rubia…
Y la blanca paloma,
que canta noche y día,
que canta por las mozas
solteras todavía.
Al lado de mi rubia…
Cuando acabaron, quisieron cantar otra y esta vez fue Tintín quien entonó:
Al volver de la guerra el tamborcillo (bis)
al volver de la guerra.
Pan, pan, rataplán…
Pero la abandonaron a medio camino porque, ahora que habían bebido, necesitaban otra cosa, algo más a propósito.
—¡Venga, Pardillo! Cántanos La Madelón.
—¡Uf! Sólo me sé dos trozos de dos estrofas, no merece la pena; ¡nadie se la sabe! Cuando los quintos ven que nos acercamos pa escuchar, se callan y nos dicen que nos larguemos.
—Pues será porque es muy graciosa.
—No, yo creo que es porque dice guarrerías. Habla de un chisme, que no sé qué es, onde salen la Madelón, el Estituto y el Pantión, de un regimiento de infantería con la bayoneta en el cañón y un montón de cosas más que no entiendo de qué van.
—Cuando seamos quintos nos la sabremos nosotros también —sentenció Chiquiclac para animar a sus compañeros.
Entonces intentaron recordar la canción que cantaba Debiez cuando estaba borracho:
Sopa de cebolla, caldo democrático…
Por último, tararearon mal que bien el estribillo de Quinquín el cazador:
Porque al cielo, la-rá,
porque al cielo, la-rá,
porque al cielo, muchachos,
iremos los borrachos.
Después, ya agotados y sin coordinación alguna, se produjo un breve silencio inesperado.
Por romperlo, Botijo propuso:
—¿Y si hiciéramos juegos de magia?
—¡Hacer que aparezca el diablo por la manga de una chaqueta!
—¿Por qué no jugamos a las prendas?
—¡Anda ya! Eso es un juego de chicas; a este paso, terminaremos saltando a la comba.
—¿Y el aguardiente, rediós? —rugió Pacho.
—¡Y mis cigarros! —aulló Pardillo.