…Quién podrá valorar las extraordinarias dotes de previsión que supo utilizar para amunicionarlo y dotar de víveres, municiones, reglamentos, controles… Quién sabrá poner de manifiesto el magnífico orden de batalla que dispuso… |
|
BRANTÔME (Grandes capitanes francese. —M. de Guize) |
«¡Hiiín, ah! ¡Hiiín, ah!», jadeaba la cuadrilla de diez carpinteros de Pacho, levantando el primer y pesado armazón del techo de la fortaleza, para colocarlo en su sitio. Y al ritmo marcado por esa orden colectiva, veinte brazos que tensaban a la vez sus músculos vigorosos elevaron el entramado y lo transportaron por encima de la cantera, para poder colocar las viguetas en las muescas hechas por Tintín.
—¡Despacio! ¡Despacio! —decía Pacho—. ¡Todos a la vez! ¡No vayáis a romper algo! ¡Cuidao! Avanza un poco más, Bertín. ¡Eso es, así! ¡No! Tintín, agranda un poco el primer agujero, que queda mu atrás. Coge el hacha, ¡vamos!
—Eso es, ahora entra bien.
—¡No tengas miedo, que es resistente!
Y Pacho, para demostrar que su obra era perfecta, se tumbó en medio del armazón suspendido en el vacío. Ni una sola pieza del bloque se movió.
—¿Qué tal, eh? —alardeó con orgullo al incorporarse—. Ahora, vamos a poner los cañizos.
Pardillo, por su parte, colocaba los últimos materiales en la parte de arriba de su muro, por el procedimiento rudimentario de escalonar piedras en una especie de plano inclinado. Era un muro de más de tres pies de anchura, erizado en la parte de fuera por expreso deseo de su constructor, que pretendía disimular la regularidad de su obra de albañilería, para ocultar mejor la entrada, pero tan rectilíneo por dentro como si hubiera sido edificado con la ayuda de una plomada, y además pulido, perfilado, cuidado y rematado de arriba abajo con piedras seleccionadas una por una.
Las cargas de hojas secas, acarreadas hasta la caverna utilizando los blusones como recipientes, formaban un montón considerable al lado del colchón de musgo; los cañizos se alineaban, limpios y bien trenzados; todo había funcionado a la perfección y en Longeverne no había holgazanes… cuando querían.
El ajuste de los cañizos fue cuestión de un minuto y muy pronto una densa techumbre de hojas secas cerraba por arriba la abertura de la cabaña. Sólo se dejó un hueco a la derecha de la puerta, para permitir la subida y escape del humo, puesto que en aquella casa se encendería fuego.
Antes de proceder al acondicionamiento interior, Pacho y Pardillo, en presencia de todas sus tropas reunidas, o más bien apiñadas delante de la puerta, colgaron con un trozo de cuerda una mata enorme de muérdago, de un hermoso color verde, dorado y patinado, entre cuyas hojas brillaban los granos como perlas descomunales. Los Galos lo hacían así, pretendía Grillín, y dicen que trae suerte.
Dieron vivas y hurras.
—¡Viva la cabaña!
—¡Viva nosotros!
—¡Viva Longeverne!
—¡Que den pol culo a los velranos! ¡Fuera con ellos!
—¡Son unos lameculos!
Hecho lo cual, y aplacado un tanto el entusiasmo, se procedió a limpiar el interior del edificio.
Los guijarros irregulares fueron retirados y sustituidos por otros. Cada uno tenía su misión. Pacho distribuía las funciones y las dirigía, sin dejar por ello de trabajar como cuatro juntos.
—Aquí al fondo, junto a la roca, pondremos el tesoro y las armas; a la izquierda, en un espacio hecho con tablas, frente al fogón, una especie de camastro de hojas y musgo, blando, que sirva pa los heridos y los arriñonaos, y después algunos sientos. En la otra parte, a cada lao del fogón, bancos y sientos de piedra; en medio, dejamos un pasillo.
Todos querían tener su piedra propia y su lugar reservado en un banco. Grillín, obsesionado por las cuestiones de protocolo, rotuló los asientos de piedra con carbón y los bancos con tiza, para que en el futuro no pudiera surgir discusión alguna a ese respecto. El sitio de Pacho estaba al fondo, delante del tesoro y de los garrotes.
Colocaron una percha erizada de clavos entre los dos paños del muro, detrás de la piedra del general. En ella había también un clavo para cada uno, convenientemente señalado, a fin de que pudieran colocar su sable o apoyar su lanza o su palo. Como puede verse, los longevernos eran partidarios de la disciplina rigurosa y sabían someterse a ella.
El asunto de Pardillo, de la semana anterior, había servido para contener y calmar un tanto las veleidades anarquistas de algunos guerreros, y la superioridad de Pacho seguía siendo absolutamente indiscutible.
Pardillo instaló el fogón colocando en el suelo una enorme piedra plana, una lancha, que decían ellos; por detrás y a los lados levantó tres paredes pequeñas; después puso otra lancha sobre las dos laterales y dejó detrás, justamente debajo del agujero practicado en el techo, una abertura que facilitaba el tiro.
En cuanto a la bolsa, fue depositada por Pacho al fondo del todo, como un copón sagrado en un tabernáculo de roca viva, y después la tapiaron solemnemente hasta el momento en que hubiera necesidad de recurrir a ella.
Antes de depositarla en su panteón, la ofreció por última vez a la adoración de los fieles, comprobó los libros de Tintín, contó escrupulosamente todas las piezas, dejó que las mirasen y palpasen todos los que quisieron y por fin introdujo sacerdotalmente el conjunto en su altar de piedra.
—Aquí faltan cuadros —observó entornando los párpados Grillín, en quien despuntaba ya una cierta sensibilidad estética y un gusto evidente por los colores.
El mismo llevaba en el bolsillo un espejuelo barato y lo sacrificó a la causa común, colocándolo sobre un saliente de la roca. Fue el primer adorno de la cabaña.
Y mientras unos preparaban el camastro y construían los asientos, los demás salieron en expedición hacia los aledaños del bosque, buscando nuevos montones de hojas caídas y reservas de leña.
Como era imposible llenar la casa con tan enorme cantidad de combustible, decidieron construir al lado un cobertizo bajo y suficientemente grande como para almacenar las reservas de leña necesarias. A diez pasos, bajo una especie de tejadillo que formaba la roca, se elevaron rápidamente tres paredes, dejando un hueco libre a contraviento, entre las cuales se podían almacenar más de dos estéreos de leña. Hicieron tres montones distintos: uno para los troncos mayores, otro para los medianos y otro para la leña menuda. Ahora estaban ya preparados para esperar y hacer frente a los días malos.
Al día siguiente se remató la obra. Pacho llevó suplementos ilustrados del Pequeño Parisiense y del Pequeño Diario, Grillín aportó almanaques antiguos y los demás contribuyeron con imágenes diversas. El Presidente Félix Faure[40] miraba con su aire fatuo y simplón la historia de Barba Azul. Una casera degollada daba frente por frente con un suicidio de caballo saltando un parapeto y un viejo Gambetta, descubierto —hay que decirlo— por Gambeta, clavaba su potente ojo de tuerto en una jovencita despechugada, con el cigarrillo en los labios y que sólo fumaba, según decía el cartel, Nil o Riz la +, a menos que se le ofreciese Job[41].
Todo aquello resultaba abigarrado y alegre; los colores chillones casaban bien con lo distorsionado de un conjunto en el que la Gioconda, pálida y ahora seguramente tan distante, hubiera estado sin duda alguna fuera de lugar.
Para terminar, y como aún quedaban tablas disponibles, construyeron el tablero de una mesa, clavándolas todas juntas. Cuatro estacas, hincadas en tierra delante del asiento de Pacho y reforzadas con gran cantidad de chinarros, hacían las veces de patas. Más clavos fijaron el tablero a esos soportes y el resultado no fue precisamente muy refinado, pero sí tan sólido e inamovible como todo cuanto se había construido hasta entonces.
¿Qué había sido de los velranos durante todo este tiempo?
Los centinelas del Matorral Grande se habían relevado día tras día y en ningún momento tuvieron necesidad de alertar, con los tres toques de silbato convenidos, ante el menor ataque enemigo.
Y sin embargo, los lameculos habían acudido; no el primer día, pero sí el segundo.
Sí, al segundo día, Chiquiclac, jefe de patrulla, había echado la vista encima a un grupo de ellos. El y los suyos habían espiado cuidadosamente los gestos y actitudes de aquellos mamarrachos, pero desaparecieron misteriosamente. Al día siguiente, otros dos o tres guerreros de Velrans, igualmente pasivos, volvieron a situarse en el lindero e hicieron frente constantemente a los centinelas de Longeverne.
¡Algo raro ocurría sin duda en los dominios del Azteca! Seguramente, la paliza propinada al jefe y el batacazo de Jetatorcida no habían sido suficientes para frenar su ardor guerrero. ¿Qué podían estar maquinando? Y los centinelas daban vueltas al asunto y dejaban volar su imaginación, ya que no tenían nada más que hacer; Pacho, por su parte, estaba tan contento de poder aprovechar la tregua dada por los enemigos, que no se preocupaba por descubrir cómo pasaban las horas habitualmente dedicadas a la guerra.
Sin embargo, hacia el cuarto día, cuando trabajaban en la determinación del recorrido más corto para ir desde la cabaña hasta el Matorral Grande sin ser vistos, supieron, por un encargado de transmisiones enviado por el jefe-explorador, que los vigías enemigos acababan de formular ciertas amenazas cuya importancia no podía ser ignorada en modo alguno.
Evidentemente, el grueso de sus tropas había estado ocupado en otros asuntos. ¿Habrían construido también un refugio, fortificado sus posiciones, cavado trampas en la trinchera o cualquier otra cosa por el estilo? La suposición más lógica apuntaba hacia la construcción de una cabaña. Pero ¿quién habría podido darles la idea? Ciertamente, las ideas, cuando flotan en el ambiente, se transmiten de forma misteriosa… Lo cierto es que algo estaban tramando, porque si no, ¿cómo se explica que no se hubieran lanzado sobre los guardianes del Matorral Grande?
Ya se vería.
Pasó la semana; la fortaleza se aprovisionó de patatas robadas, viejas cacerolas limpiadas con esmero y reparadas para la ocasión, y todos se mantuvieron a la defensiva, a la espera, porque, pese a la propuesta de Granclac, nadie quiso arriesgarse a efectuar un peligroso reconocimiento del bosque enemigo.
Pero el domingo por la tarde, los dos ejércitos en pleno intercambiaron gran cantidad de insultos y de piedras. Uno y otro poseían las energías multiplicadas y la intransigente arrogancia que sólo se experimentan cuando se está convencido de tener una organización sólida y una absoluta confianza en sí mismo. El lunes sería un día caliente.
—Tenemos que aprender bien las lecciones —había recomendado Pacho—. No es cosa de que nos castiguen mañana, que habrá follón.
Y efectivamente, nunca se dieron las lecciones como aquel lunes, con gran sorpresa del maestro, a quien estos altibajos de pereza y trabajo, de atención y despiste, le trastornaban todos sus prejuicios pedagógicos. Pero vaya usted a elaborar teorías sobre la pretendida experiencia de los hechos, cuando las causas profundas y los móviles auténticos permanecen tan ocultos como el rostro de Isis tras su velo de piedra.
Pero se iba a armar la gorda.
Para empezar, Pardillo se cayó del roble al agarrarse a la primera rama, aunque afortunadamente el golpe no fue desde muy arriba y, además, cayó de pie. Era la revancha de Jetatorcida. Debía esperárselo, pero había pensado que el otro elegiría una de las ramas de su siento. Lo cual no impidió que, una vez arriba de nuevo, comprobase meticulosamente la solidez de cada una de ellas antes de instalarse; por otra parte, tenía que bajar en seguida para intervenir en el asalto y el consiguiente cuerpo a cuerpo, y si pescaba a Jetatorcida no desperdiciaría la oportunidad de hacerle pagar cara aquella pequeña faena.
Aparte de esto, fue una batalla franca.
Cuando cada una de las fuerzas contendientes hubo agotado su reserva de guijarros, los guerreros avanzaron resueltamente de un lado y de otro, con las armas en la mano, para sacudirse a conciencia.
Los velranos avanzaban en cuña y los longevernos en tres grupos: Pacho en el centro, Pardillo a la derecha y Granclac a la izquierda.
Nadie decía ni pío. Avanzaban al paso, lentamente, como gatos que se observan, con las cejas enarcadas, los ojos terroríficos, los ceños fruncidos, las bocas torcidas, los dientes apretados, los puños crispados en torno a los garrotes, los sables o las lanzas.
A medida que disminuía la distancia, los pasos se acortaban también; los tres grupos de Longeverne se concentraban sobre la masa triangular de Velrans.
Y cuando los jefes estuvieron cara a cara, a dos pasos uno de otro, se detuvieron. Ambas tropas permanecían inmóviles, pero con la inmovilidad del agua que va a romper a hervir de un momento a otro, crispadas, terribles; las furias rugían sordamente en todos, los ojos echaban chispas, los puños se estremecían y los labios temblaban.
¿Quién arremetería primero, el Azteca o Pacho? Se presentía con claridad que un gesto, un grito, bastaría para desencadenar todas aquellas furias, liberar aquellas iras y dar salida a aquellas energías, pero el gesto no surgía, el grito no brotaba y sobre los dos ejércitos se cernía un gran silencio, trágico y sombrío.
—¡Cruá, cruá, cruá! —una bandada de cuervos que volvía al bosque pasó sobre el campo de batalla lanzando graznidos de sorpresa.
Aquello bastó para desencadenarlo todo.
Un aullido incalificable salió de la garganta de Pacho, un grito terrible saltó de los labios del Azteca y las dos partes se lanzaron a una embestida despiadada y fantástica.
Era imposible distinguir nada. Los dos ejércitos se habían empotrado uno en otro, la cuña de los velranos en el grupo de Pacho y las alas de Pardillo y Granclac en los flancos de la tropa enemiga. Los garrotes no servían para nada. Se agarraban, se acogotaban, se arañaban, se desgarraban, se aporreaban, se mordían, se tiraban de los pelos; mangas de blusones y camisas volaban entre los dedos crispados, y las cajas torácicas, molidas a puñetazos, resonaban como tambores, las narices sangraban, las lágrimas arrasaban los ojos.
Todo era sordo y jadeante, sólo se oían gruñidos, rugidos, gritos roncos, inarticulados: ¡Ah!, ¡oh!, ¡agg!, ¡tras!, ¡crac!, ¡zas!, ¡uf!, ¡carroña!, mezclados con gemidos sofocados: ¡Ay!, ¡huy!, ¡ah!, y unos y otros se mezclaban espantosamente.
Era una masa informe, inmensa y vociferante de grupas y cabezas, erizada de brazos y piernas que se enredaban y desenredaban. Y a su vez, todo el bloque se enrollaba y desenrollaba, se plegaba y desplegaba, volviendo a empezar de nuevo.
La victoria correspondería a los más fuertes y brutales. Tenía que sonreír una vez más a Pacho y a su ejército.
Los más perjudicados se quitaron de en medio de modo individual. Botijo, con la nariz chafada por un zapatazo anónimo, llegó al Matorral Grande limpiándose como podía; pero por el lado de los velranos se produjo la desbandada: El Titi, Pichafría, El Topo, Barriga y siete u ocho más pusieron pies en polvorosa con un brazo en cabestrillo o la cara hecha migas, otros cuantos los siguieron, y algunos más todavía, de manera que los que quedaban útiles, viéndose abandonados poco a poco y casi seguros de su derrota, buscaron también la salvación en la fuga. Pero no con la rapidez necesaria para evitar que Jetatorcida, Guiñaluna y cuatro más fuesen rodeados, cogidos, aporreados y arrastrados hasta el Matorral Grande, con gran acompañamiento de patadas en el culo.
Fue verdaderamente un día grande.
La Mari, ya avisada, estaba en la cabaña. Gambeta llevó hasta allí a Botijo para que lo curaran. El mismo cogió una cacerola y salió pitando hasta la fuente más próxima a sacar agua fresca para lavar las napias maltrechas de su bravo compañero, mientras los vencedores despojaban a sus prisioneros de objetos diversos, que abultaban en sus bolsillos, y les cortaban implacablemente todos los botones.
Fueron cayendo uno a uno. La estrella que recibió los honores de la fiesta fue Jetatorcida; Pardillo le reservó un tratamiento especial, cuidando muy bien de confiscarle el tirador y obligándole a permanecer con el culo al aire delante de todo el mundo hasta el final de la ejecución.
Los otros cuatro, que hasta entonces no habían sido atrapados nunca, fueron despojados a su vez con toda sencillez, con frialdad, sin ensañamientos inútiles.
Habían dejado a Guiñaluna para el final, para postre, como decían ellos. ¿Acaso no se había atrevido a poner su zarpa sacrílega sobre el general, después de haberle hecho caer traicioneramente? Sí, era ese llorón, ese juan lanas, ese matarratas, el que había osado golpear con una vara las nalgas de un guerrero desarmado a quien era absolutamente incapaz de capturar.
Se imponía una justa reciprocidad. Le iban a zurrar con todas las de la ley. Pero de pronto empezó a emanar de su persona un olor característico, un olor insoportable, infecto, que obligó a taparse las narices a los mismísimos artífices de las grandes obras de Longeverne, a pesar de toda su probada resistencia.
¡Aquel marrano se peía como un garañón! ¡Todavía se permitía tirarse pedos!
Guiñaluna farfullaba sílabas ininteligibles, gimiendo y lloriqueando, con la garganta estrangulada por los sollozos. Pero cuando le quitaron todos los botones, cayó el pantalón y descubrieron la fuente de aquel hedor insoportable, comprendieron que el olor podía continuar con la misma intensidad. El muy desgraciado se lo había hecho encima y sus nalgas escurridas y huesudas esparcían a los cuatro vientos un perfume tan penetrante y espantoso que el general Pacho, generoso a pesar de todo, renunció a los varazos vengadores y despidió a su prisionero igual que a los demás, sin más tormento, contento en el fondo y alegrándose de ese castigo natural infligido, por su propia cobardía, al guerrero más cochino que tenían los velranos entre sus filas de lameculos y cagones.