1. La construcción de la cabaña

Tendrá nuestro lecho ligeros olores,

divanes profundos como sepulturas.

CH. BAUDELAIRE (La muerte de tos amantes)

La ausencia de Gambeta y Pardillo y la misteriosa discreción del general tenían que intrigar necesariamente a los guerreros de Longeverne que, individualmente y bajo el manto del secreto, acudieron a pedir explicaciones a Pacho, con un motivo u otro.

Pero toda la información que pudieron conseguir hasta los más favorecidos se resumía en esta frase:

—Vosotros fijaisus bien en Jetatorcida esta tarde.

De manera que, a las cuatro y diez, todos estaban ya en sus puestos, con una cantidad imponente de municiones por delante y el mendrugo de pan en la mano, esperando con impaciencia la llegada de los velranos y más atentos que nunca.

—Vosotros quedaisus escondidos —había explicado Pardillo—. Pa que resulte divertido hace falta que se suba al árbol.

Todos los longevernos, con los ojos como platos, siguieron desde el principio todos y cada uno de los movimientos del trepador enemigo mientras ascendía a su puesto de vigía en lo alto del haya del lindero.

Miraron y volvieron a mirar, frotándose a cada minuto los ojos, que se les llenaban de lágrimas, y no vieron absolutamente nada de particular, pero nada de nada. Jetatorcida se instaló como de costumbre, contó a sus enemigos, después cogió el tirador y empezó a apedrear concienzudamente a los adversarios que conseguía distinguir.

Pero en el momento en que un movimiento demasiado brusco del francotirador le inclinó hacia un lado para evitar un proyectil de Pardillo, impaciente al ver que no se producía la catástrofe, un crujido seco y de siniestro augurio desgarró el aire. La gruesa rama a la que se había encaramado el velrano se rompió en seco, de un sólo golpe, y lo lanzó sobre los soldados que se encontraban debajo. El centinela aéreo intentó agarrarse a las otras ramas pero, golpeado aquí, magullado allá por las ramas inferiores, que se rompían a su vez, o lo repelían o se apartaban traidoramente, dio con sus huesos en el suelo, no se sabe cómo, pero desde luego en mucho menos tiempo del que había tardado en subir.

—¡Uf, oh, ah, uuuuh, ay! ¡Mi pierna! ¡La cabeza! ¡El brazo!

Una carcajada homérica respondió desde el Matorral Grande a ese concierto de lamentaciones.

—¡Ahora me ha tocao a mí!, ¿eh? —se burló Pardillo—. Mira lo que pasa por andar haciéndose el listo y amenazando a los demás. Así aprenderás, jodío lameculos, a no apuntarme con el tirador. No te habrás roto el cristal del reló, ¿verdá? ¡No! ¡Tie buena esfera!

—¡Cobardes! ¡Asesinos! ¡Crápulas! —respondían los supervivientes del ejército de Velrans—. ¡Nos las pagaréis, canallas, claro que nos las pagaréis!

—Pues ahora mismo —contestó Pacho.

Y, dirigiéndose a los suyos:

—¡Eh! ¿Y si cargamos un poquito contra ellos, qué tal?

—¡Vale, vamos! —aceptaron.

Y el aullido de ataque de los cuarenta y cinco longevernos indicó a los enemigos, ya confundidos y desconcertados, que había que salir pitando a toda mecha si no querían exponerse a la vergüenza de una nueva y desastrosa confiscación de botones.

El campo atrincherado de los velranos quedó desguarnecido en un abrir y cerrar de ojos. Los heridos recuperaron como por encanto el uso de sus piernas, hasta Jetatorcida, que había pasado más miedo que dolor y se las apañaba como podía con arañazos en las manos, mataduras en la cintura y en las piernas y un ojo a la virulé.

—¡Bueno, por lo menos vamos a estar tranquilos! —aseguró Pacho un instante después—. Ahora vamos a buscar el emplazamiento de la cabaña.

Todo el ejército se acercó a Pardillo, que había descendido del árbol para guardar momentáneamente la bolsa confeccionada por la Mari Tintín y que contenía el tesoro dos veces salvado y catorce veces amado por el ejército de Longeverne.

Los chavales se adentraron en las profundidades del Matorral Grande para llegar sin ser vistos al refugio descubierto por Pardillo, la «Cámara del Consejo», como la había bautizado Grillín, y, desde allí, desviarse hacia arriba en pequeños grupos para buscar, entre los numerosos emplazamientos utilizables, el que pareciera más oportuno y respondiera mejor a las necesidades del momento y de la causa.

En seguida se constituyeron cinco o seis patrullas, cada una de ellas conducida por un guerrero destacado, y se dispersaron inmediatamente entre las viejas canteras abandonadas, observando, buscando, huroneando, discutiendo, sopesando, interpelándose.

El lugar elegido no debería estar demasiado cerca del camino ni demasiado lejos del Matorral Grande. Al mismo tiempo, había que prepararle a la tropa un camino de retirada perfectamente disimulado para que pudiera dirigirse sin peligro alguno desde el campo de batalla a la fortaleza.

Lo encontró Grillín.

En medio de un laberinto de canteras, una excavación a modo de pequeña gruta ofrecía una protección natural que podía ser fortificada, cerrada y ocultada a los extraños con muy poco esfuerzo.

Grillín avisó con la señal de costumbre a Pacho, Pardillo y los demás y pronto estuvieron todos ante la caverna que acababa de descubrir el camarada, porque resultaba que, ¡rayos!, todos la conocían ya. ¿Cómo podían haberse olvidado de ella?

Claro, el maldito Grillín, con su memoria de elefante, se había acordado en seguida. Y mira que habían pasado por allí más de veinte veces en sus incursiones por la zona, en busca de nidos de mirlo, de avellanas maduras o de endrinas y eglantinas arrugadas por las heladas.

Las canteras de delante formaban una especie de camino que desembocaba en una encrucijada o terraplén bordeado hacia arriba por una franja de bosque que llegaba hasta el Teuré y poblada hacia abajo de matorrales entre los cuales se entrelazaban las veredas de herradura, cruzando el camino, y uniéndose al monte bajo de detrás del Matorral Grande.

Todo el ejército entró en la caverna. En realidad era poco profunda, pero se prolongaba, o mejor, estaba precedida por un ancho pasillo rocoso, de manera que ampliar el refugio natural era lo más fácil del mundo, simplemente colocando entre las dos paredes, separadas por algunos metros, un techo de ramas y follaje. Por otra parte, estaba espléndidamente protegida, rodeada de una espesa cortina de árboles y matorrales por todas partes menos por la de la entrada.

Habría que estrechar un poco la abertura, levantando un muro ancho y sólido con aquellas piedras planas que abundaban tanto, y entonces se podría estar allí como en casa. Cuando estuviera acabado lo de fuera, empezarían con el interior.

El instinto constructivo de Pacho brilló entonces en todo su esplendor. Su cerebro concebía, ordenaba y distribuía las tareas con una seguridad admirable y una lógica férrea.

—Habrá que empenzar —dijo— a reunir desde hoy mismo to las tablas que encontremos, las latas, los travesaños, los clavos viejos y los trozos de yerro.

Encargó a uno de sus guerreros que buscase un martillo, a otro unas tenazas, a un tercero un mazo de albañil; él llevaría un hacha, Pardillo un hocino[36], Tintín un metro (con señales de pies y de pulgadas) y todos, por obligación, absolutamente todos debían birlar de la caja de herramientas de la familia por lo menos cinco clavos cada uno, a ser posible grandes, para hacer frente inmediatamente a las necesidades más apremiantes de la construcción, entre ellas la edificación del techo.

Eso era poco más o menos lo que se podía hacer aquella tarde. En cuestión de materiales, lo que más falta hacía eran palos y tablas grandes. Aunque era verdad que el bosque ofrecía cantidades suficientes de varas de avellano fuertes, rectas y sólidas, que podrían cumplir perfectamente esa función. Por lo demás, Pacho había aprendido a levantar empalizadas para cercar los pastos, todos sabían trenzar cañizos y en cuanto a las piedras, las había, como decía él, a puntapala.

—Sobre todo, no sus olvidís de los clavos —recomendó.

—¿Dejamos la bolsa aquí? —preguntó Tintín.

—Pues claro —dijo Grillín—, vamos a construir en seguida, allá al fondo, un pequeño cofre con piedras; lo dejamos bien seco y bien protegido y nadie será capaz de encontrarlo.

Pacho escogió una gran piedra plana y la colocó horizontalmente, cerca de la pared rocosa; con cuatro más gruesas construyó otros tantos tabiques, puso en medio el tesoro de guerra, lo cubrió todo con otra piedra plana y distribuyó alrededor y de modo irregular algunos guijarros que disimularan lo que de geométrica pudiera tener su construcción para el caso, más bien improbable, de que algún visitante inesperado pudiera sentir curiosidad al ver aquel cubo de piedra.

Con eso, la banda volvió feliz y lentamente hacia el pueblo, haciendo mil proyectos, dispuesta a perpetrar todos los robos domésticos, a realizar los trabajos más duros y los sacrificios más arduos.

Iban a hacer lo que ellos mismos habían decidido: su personalidad se afirmaba con aquella decisión adoptada por ellos y para ellos. Tendrían una casa, un palacio, una fortaleza, un templo, un panteón en el que podrían estar verdaderamente en su propia casa, donde los padres, el maestro de escuela y el cura no meterían las narices, donde podrían hacer con toda tranquilidad cuanto se les prohibía en la iglesia, en clase y en familia: portarse mal, andar descalzos, en mangas de camisa o «en pelotas», encender fuego, cocer patatas, fumar tallos de clemátida y, sobre todo, esconder los botones y las armas.

—Tenemos que hacer una chimenea —decía Tintín.

—Y camas de musgo y hojas —añadía Pardillo.

—Y bancos y sillones —sugería Granclac.

—Pero antes que nada, cogí to las tablas y clavos que podáis —recomendó el jefe—; procuray llevar las provisiones detrás de la cerca o al haya del camino del Salto: mañana lo cogeremos todo, al ir al tajo.

Aquella noche se durmieron muy tarde. El palacio, la fortaleza, el templo, la cabaña atormentaba sus cerebros en ebullición. Sus imaginaciones vagaban, les zumbaban los oídos, mantenían los ojos fijos en la oscuridad, los brazos se impacientaban, las piernas pataleaban, y se movían los dedos de los pies. Qué largo se les hizo el tiempo hasta ver despuntar la aurora del día siguiente y poner manos a la gran obra.

Aquella mañana no hubo necesidad de llamarlos dos veces para que se levantaran, y mucho antes de la hora del desayuno andaban rondando por el establo, el granero, la cocina, el almacén, seleccionando los trozos de tabla o chatarra que debían engrosar el tesoro común.

Las cajas de clavos paternas sufrieron un asalto terrible. Como cada cual quería distinguirse y demostrar de lo que era capaz, por la tarde Pacho tuvo a su disposición no ya doscientos clavos, sino quinientos veintitrés, bien contados. Durante todo el día se registraron constantemente, desde el pueblo hasta el tilo grande y las cercas del Salto, misteriosas idas y venidas de chavales con blusones abultados, caminar dificultoso, pantalones rígidos, que escondían entre la piel y la tela mil objetos extraños que hubiera sido muy embarazoso tener que mostrar a quienes pasaban a su lado.

Por la tarde, Pacho llegó lentamente, muy lentamente, por el camino de detrás, a la encrucijada del tilo viejo. También él llevaba la pierna izquierda rígida y parecía cojear.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Tintín.

—¿Te has cáido? —insistió Grillín.

El general sonrió con la sonrisa de un Calzas de cuero o de cualquier otro, una sonrisa que venía a decirles a los suyos: «¡No tenís ni idea!»

Y siguió renqueando hasta que quedaron ocultos por completo tras las hayas del camino del Salto. Entonces se detuvo, se desabrochó el pantalón y sacó el hacha que había prometido llevar y cuyo mango, metido por una de las perneras del pantalón, confería a sus andares aquel aire claudicante y poco agraciado. Hecho lo cual, volvió a abrocharse y, para demostrar a sus amigos que estaban tan ágil como cualquiera de ellos, inició, blandiendo el hacha en medio de ellos, una especie de danza del scalp que no hubiera desmerecido en cualquier capítulo de El último mohicano o El cazador de ciervos[37].

Todo el mundo tenía sus herramientas: a la tarea. A pesar de todo, situaron a dos centinelas en el roble de Pardillo para prevenir al ejército en el caso de que la banda del Azteca viniese a traer la guerra al campo de Longeverne, y después distribuyeron las cuadrillas.

—Yo seré el carpintero —declaró Pacho.

—Y yo el albañil —afirmó Pardillo.

—Pues yo pondré las piedras con Granclac. Los demás, que las escojan y nos las pasen.

La cuadrilla de Pacho tenía como primera misión buscar las vigas y los palos necesarios para la techumbre del edificio. El jefe, con el hacha, los cortaría al tamaño deseado y los unirían después, cuando estuviera construido el muro de Pardillo.

Los demás se encargarían de hacer los cañizos que habría que colocar sobre el primer armazón, formando un entramado parecido al que sostiene las tejas. Ese entramado, a modo de producto de Montchanin, sostendría simplemente un amplio lecho de hojas secas que quedarían fijas por otro enrejado de palos, puesto que había que prever los golpes de viento.

Los clavos del tesoro, recontados cuidadosamente, fueron a reunirse con los botones de la bolsa. Y empezó la faena.

Jamás celta alguno afrontando tempestades a flechazo limpio, gloriosos camaradas del siglo de las catedrales labrando sus sueños en piedra, voluntarios de la gran Revolución enrolándose a la voz de Danton[38] o participantes en la cuarentayochada plantando el árbol de la Libertad, hicieron frente a su tarea con más exultación y frenético entusiasmo que los cuarenta y cinco soldados de Pacho al construir, en una cantera perdida en los aledaños del bosque del Salto, la casa colectiva de sus sueños y su esperanza.

Las ideas brotaban como manantiales en las laderas de una montaña umbría y los materiales se acumulaban por montones; Pardillo apilaba pedruscos; Pacho, profiriendo formidables ¡han!, ¡han!, golpeaba y cortaba ya a grandes hachazos, habiendo encontrado más práctico, en lugar de andar rebuscando en la maleza para encontrar las viguetas, ordenar que cogiesen de los montones cercanos a la tala unos cuarenta palos robustos, que una brigada de veinte voluntarios había ido a robar sin la menor vacilación.

Entretanto, una cuadrilla cortaba ramas, otra tejía cañizos y él, hacha o martillo en mano, cortaba, hendía, clavaba, consolidaba la parte inferior de su techumbre.

Para que el armazón quedase sólidamente instalado, había hecho cavar unos hoyos en el suelo, a fin de embutir los postes en tierra: los rodearía, pensó, de guijarros metidos en forma de cuña y que servirían tanto para mantenerlos fijos como para protegerlos de la humedad del terreno. Después de tomar medidas, había comenzado el armazón y ahora lo ensamblaba a base de clavos antes de ajustarlo en las muescas que había realizado Tintín.

¡Bueno! Era bastante consistente y lo había puesto a prueba colocando el conjunto sobre cuatro piedras grandes. Anduvo, saltó y bailó encima sin que se moviese, temblase ni crujiese nada. ¡Era verdaderamente una obra maestra!

Y hasta que se hizo de noche, completamente oscura, e incluso después de que se hubiera marchado el grueso de la banda, permaneció allí con Pardillo, Grillín y Tintín, ordenándolo y preparándolo todo.

Al día siguiente, colocarían el techo y le pondrían un remate ¡pues no faltaba más!, como hacen los carpinteros cuando acaban la estructura y se «agarran la mona». Lástima que no tuviesen un par de botellas para celebrar el acontecimiento como merecía.

—Hala, vámonos —dijo Tintín.

Y volvieron a los bajos del Salto y a la cantera de Pipote, pasando por la «Cámara del Consejo».

Entodavía no me has dicho cómo encontraste este sitio, ¿eh, Pardillo? —recordó el general.

—¡Ah, ah! —respondió el otro—. Bueno, pues escucha: El verano pasao fuimos de gira con la Tina de Claudio y el pastor del «Padrino», ya sabes, ese de Laiviron que no dejaba de guiñar. También iban los dos Ronceros de la Costa, que ahora andan de pastores. Entonces se nos ocurrió: ¿Y si jugáramos a decir misa? El pastor del Padrino quiso hacer de cura; se quitó la camisa y se la puso por cima de la ropa pa que le hiciera como si dijéramos de sobrepelliz; construimos un altar con piedras y hasta bancos y todo: los dos Ronceros eran los monaguillos, pero no quisieron ponerse la camisa por cima. Dijeron que era porque las tenían rotas, pero te apuesto que era porque se habían cagao en ellas; total, que el pastor nos casó a la Tina ya mí.

—¿Y tenías anillo pa ponérselo en el dedo?

—Le puse un trozo de cuerda.

—¿Y la corona de la novia?

—La hicimos con madreselva.

—¡Ah!

—Sí, y el otro tenía un misal y se puso a decir los Dominos vobisco, un ratón he visto, oremos, ya no le cogemos, secudera, oratefrates[39], y un montón de palabrejas, ya sabes, como el negro, ¡igualito! Y después, el Ite, missa est, ¡iros en paz, hijos míos! Entonces nos fuimos los dos, la Tina y yo, y les dijimos que no vinieran, que era la noche de bodas, que no tenía na que ver con ellos, que no tardaríamos mucho tiempo y que volveríamos a la mañana siguiente pa la misa que se dice siempre por los familiares difuntos. Nos largamos por los matorrales y fuimos a dar precisamente a esa cantera que acabamos de pasar. Entonces nos acostamos encima de las piedras.

—¿Y después?

—¡Pues después la besé, leñe!

—¿Na más? ¿No le metiste el dedo en…?

—¿Pero tú que te has creído, chaval? ¿Pa pringármelo todo…? Es una guarrería. En eso no había cuidao. Y además, ¿qué hubiera pensao la Tavi?

¡Dende luego las mujeres son unas guarras!

—Y cuando todavía son pequeñas no es nada, pero en cuanto se «hacen» grandes tienen las bragas llenas de cosas…

—¡Puaggg! —dijo Tintín—. Calla que me entran ganas de vomitar.

—¡Venga, vámonos —cortó Pacho—, que están dando las seis y media en el reloj de la torre, y nos van a pillar!

Y tras estas reflexiones misóginas, regresaron a sus penates.