8. Otras combinaciones

Mucho he buscado, señora, y mucho busco todavía.

Racine (Britannicus, acto II, esc. III)

—¡No, no y no. No quiero saber nada del tesoro! Estoy hasta las narices de no poder pelear, de copiar gilipolleces sobre Mirabeau, de que me castiguen y de recibir palizas. ¡A la mierda los botones! Que los coja el que quiera. No nos van a canear siempre a los mismos. Mi padre ha dicho que, si me pilla un botón en los bolsillos, me da una que no me se olvidará mientras viva.

Así habló Tintín, el tesorero, a la mañana siguiente, al poner en manos del general la hermosa bolsa repleta confeccionada por su hermana.

—Pues hace falta que alguien guarde los botones —afirmó Pacho—. Es verdad que Tintín no pue seguir teniéndolos, porque está mu vigilao. Puen registrarlo y pescarlo en cualquier momento. ¡Ties que cogerlos tú, Granclac! Tú no vives en el pueblo y tu padre no podrá pensar nunca que los tienes.

—¿Que ande con esa bolsa de Vernois aquí y de aquí a Vernois, dos veces al día, ida y vuelta, y que además no pueda pelear, yo, uno de los mejores soldados de Longeverne? ¿Tú te estás cachondiando o qué? —respondió Granclac.

—¡Tintín también es un buen soldao, y sin encambio aceptó!

—Sí, pa que me trinquen en clase o al volver a casa… ¿Pero no ves que los velranos están esperando que a Narciso se le olvide soltar al Turco una tarde? Y los días que no vengamos a clase, qué haréis, ¿eh? El gilipollas, ¿no?

—Podríamos esconder la bolsa en un pupitre de clase.

—¡Será zoquete! —se burló Grillín—. ¿Y pa qué quies los botones en clase? Cuando nos hacen falta es precisamente después de las cuatro, boberas, y no durante la clase. ¿Cómo vas a entrar entonces pa’sconderlos, eh? ¡Anda, dilo pa que nos enteremos, cacho cipote!

—¡No, no, allí no hay nadie! ¡No pue ser! —masculló Pacho.

—Oye, ¿dónde están Pardillo y Gambeta? —preguntó uno de los pequeños.

—A ti qué te simporta —contestó el jefe con acritud—. Están en su pellejo, yo en el mío, y mierda pal tuyo. ¿Entendido?

—Bueno, hombre, yo lo decía porque a lo mejor Pardillo podría guardar la bolsa. A él, en el árbol, no le estorbaría.

—¡Ni hablar! —replicó Pacho bruscamente—. Pardillo menos que nadie. Ya lo tengo: lo que hay qué hacer es buscar un escondrijo pa meter los trastos.

—Pero no en el pueblo, porque si lo encuentran…

—No —admitió el jefe—, tenemos que buscar un sitio en el Salto, en las canteras viejas de arriba, por ejemplo.

—Pero tie que ser un sitio seco, porque las agujas, si se oxidan, no valen pa na, y además el hilo se pudre con la humedad.

—¡Si pudiéramos encontrar también un escondite pa los sables y las lanzas y los palos! Siempre andamos temiendo que nos los quiten. Ayer mi padre me rompió el sable y lo tiró al fuego —gimió Botijo—; sólo pude recuperar un trocito de cuerda de la empuñadura, y encima estaba toda chamuscada.

—Sí —concluyó Tintín—, eso es; tenemos que encontrar un sitio, un escondite, un agujero pa meter to los chismes.

—¿Y si hiciéramos una cabaña? —propuso Grillín—. Una cabaña en condiciones, en una cantera abandonada, bien protegida y escondida; en alguna hay ya hasta cuevas preparadas, la acabamos, construyendo paredes, y buscamos palos y trozos de tabla pa hacer el tejao.

—Eso estaría pero que mu bien —añadió Tintín—, una cabaña de verdad, con camas de hojas secas pa descansar y un fogón pa hacer fuego y dar la fiesta cuando tengamos perras.

—Eso es —afirmó Pacho—. Vamos a hacer una cabaña en el Salto. Allí esconderemos el tesoro, las miniciones, los tiradores y buenos cantos de reserva. Haremos tabletes pa sentarnos, camas pa dormir, perchas pa colgar los sables, construiremos una chimenea y recogeremos leña seca pa hacer fuego. ¡Va a estar mu bien!

—Tenemos que encontrar el sitio en seguida —dijo Tintín, preocupado por conocer lo antes posible el destino de su bolsa.

—Esta tarde, esta tarde, sí, esta tarde lo buscamos —decidió toda la banda, entusiasmada.

—Si no vienen los velranos —corrigió Pacho—; pero Pardillo y Gambeta les están preparando algo pa que nos dejen en paz; si sale bien, estaremos tranquilos, y si no sale, bueno, pues elegiremos a dos pa que vayan a buscar el sitio que más convenga.

—¿Qué está haciendo Pardillo? Anda, dínoslo, Pacho —preguntó Vaquero.

—No se lo digas —susurró Tintín, dándole con el codo para recordarle una antigua sospecha.

—Ya tendrás tiempo de verlo tú. ¡Yo ahora no sé nada! Fuera de la guerra y de las batallas, cada cual es libre. Pardillo hace lo que le da la gana, y yo también, y tú lo mismo, y todos. ¡Vivimos en una república o no, rediós!, como dice mi padre.

La entrada en clase se realizó sin Pardillo ni Gambeta. Cuando el maestro interrogó a sus compañeros sobre las supuestas causas de su ausencia, supo por los enterados que el primero estaba en casa atendiendo a una vaca que iba a parir, mientras el otro volvía a llevar al macho a una cabra que se empeñaba en no… quedar.

No insistió en pedir detalles y los chavales lo sabían de antemano. Por eso, cuando uno de ellos hacía novillos, nunca faltaba alguno que, para excusarlo, apuntase inocentemente algún motivo más bien escabroso, porque todos estaban convencidos de que el tió Simón no pediría explicaciones suplementarias.

Entretanto, Pardillo y Gambeta estaban muy alejados de cualquier preocupación relacionada con la fecundidad de sus vacas o sus cabras, respectivamente.

Como se recordará, Pardillo había jurado a Jetatorcida que se las pagaría; desde entonces andaba dándole vueltas a su venganza y ahora se dedicaba a poner en práctica su plan, ayudado por su fiel cómplice Gambeta.

A las siete, ambos habían visto a Pacho, con quien se habían puesto de acuerdo y a quien pusieron al corriente de todo.

Hallada la excusa, salieron del pueblo. Escondiéndose para que nadie pudiese verlos ni reconocerlos, llegaron primero al Salto y al Matorral Grande y después al lindero enemigo, desguarnecido a aquellas horas de sus defensores habituales.

Allí, a pocos pasos de la cerca, se elevaba el haya de Jetatorcida con su tronco liso, recto y hasta pulido al cabo de tantas semanas por el roce del pantalón del vigía velrano. Las ramas en forma de horquilla, primeras bifurcaciones del tronco, salían a pocas brazas por encima de la cabeza de los trepadores. En tres empujones, Pardillo alcanzó una rama, se afianzó con los antebrazos, se incorporó sobre las rodillas y luego sobre los pies.

Una vez allí, trató de orientarse. La cuestión era descubrir en qué horqueta y sobre qué rama se colocaba su rival, para no exponerse al riesgo de realizar un trabajo inútil que además podría dejarlos en ridículo ante sus enemigos y hacerles perder prestigio entre sus camaradas.

Pardillo miró hacia el Matorral Grande y más exactamente a su roble, para calcular la altura aproximada del sitio de Jetatorcida y después examinó cuidadosamente los rasguños de las ramas, tratando de descubrir los puntos exactos en los que ponía los pies el otro. A continuación, trepó por aquella especie de escalera natural, de camino aéreo. Como un Sioux o un Delaware siguiendo la pista de un Rostro Pálido, fue explorando de abajo arriba las ramificaciones del árbol e incluso superó la altura del puesto del enemigo, para distinguir así las ramas rozadas por las suelas de Jetatorcida de aquellas en que no pisaba. Después localizó exactamente el punto de la horqueta desde el que el hondero lanzaba contra el ejército de Longeverne sus mortíferos proyectiles, se instaló cómodamente, miró hacia abajo para calcular el batacazo que pensaba hacerle dar a su enemigo y, por fin, sacó la faca del bolsillo.

Era una navaja doble, como los músculos de Tartarín; o por lo menos, la llamaban así porque al lado de la hoja tenía una pequeña sierra de dientes gruesos, que cortaba más bien poco y resultaba extraordinariamente incómoda.

Con aquel instrumento rudimentario, Pardillo, que no se arredraba por nada, se dispuso a cortar, menos un hilillo, una rama viva y dura de haya, tan gorda como su muslo, si no más. Arduo trabajo, que además debía realizarse con la mayor habilidad si quería evitar cualquier señal que, en el momento decisivo, pudiera despertar las sospechas del adversario.

Para impedir los saltos de sierra o cualquier erosión demasiado visible de la rama, Pardillo, que había bajado hasta la horqueta inferior y trabajaba con el tronco del árbol entre las rodillas, señaló primero con la hoja de la navaja el sitio exacto donde había que cortar y labrar una pequeña muesca para encajar la sierra.

Hecho lo cual, empezó a darle a la muñeca de adelante atrás y de atrás adelante.

Entretanto, Gambeta había subido al árbol y supervisaba la operación. Cuando Pardillo se cansó, fue sustituido por su cómplice. Al cabo de media hora, la navaja estaba ardiendo hasta el punto de que no había forma de tocar siquiera las hojas. Descansaron un momento y después reemprendieron el trabajo.

Durante dos horas se relevaron en el manejo de la sierra. Al final tenían los dedos agarrotados, las muñecas inflamadas, el cuello torcido, los ojos irritados y llenos de lágrimas, pero una llama inextinguible los reanimaba y la sierra volvía a raspar y seguía royendo, como un ratón despiadado.

Cuando apenas quedaba centímetro y medio por cortar, comprobaron la solidez de la rama, apoyándose encima, primero con precaución y después más fuerte.

—Un poco más entodavía —decidió Pardillo.

Gambeta reflexionaba. «No conviene que la rama quede agarrada al tronco, pensaba, porque si no, se agarrará a ella y todo quedará en el susto. Tiene que romperse de golpe». Y le propuso a Pardillo que volvieran a serrar por arriba, como un dedo más o menos, para conseguir un corte limpio. Así lo hicieron.

Pardillo, apoyándose otra vez con fuerza en la rama, oyó un crujido. Buena señal. «Un poquito más», dictaminó.

—Bueno, ya está. Podrá subirse sin que se rompa, pero en cuanto empiece a hacer fuerza pa tirar con el tirador… ¡Ja, ja! ¡Cómo nos vamos a reír!

Soplaron el serrín que cubría las ramas para hacerlo desaparecer, arreglaron con las manos los bordes de la hendidura, tratando de unir los desgarrones de la corteza de modo que su trabajo pasara desapercibido y después bajaron del haya de Jetatorcida con la conciencia de haber aprovechado bien la mañana.

—Señor maestro —le dijo Gambeta al llegar a clase a la una menos diez, vengo a decirle que me ha dicho mi padre que le diga que no he podido venir a la escuela esta mañana porque he tenido que llevar la cabra…

—Esta bien, está bien, ya lo sé —le interrumpió el tío Simón, a quien no le gustaba nada el interés de sus alumnos por ese tipo de historias que los hacía ponerse en corro para oírlas; entre otras cosas porque estaba seguro de que algún golfante de aquellos pediría, con cara de inocencia, explicaciones suplementarias.

—Está bien, está bien —respondió igualmente y por anticipado a Pardillo, que se acercaba con la boina en la mano—. Venga, marchaos de ahí u os hago entrar en clase otra vez.

Y para sus adentros, pensaba, refunfuñando: «No me explico que haya padres tan despreocupados por la moralidad de sus hijos, que les pongan semejantes espectáculos ante los ojos. Es una pasión. Cada vez que viene el semental al pueblo, todos asisten a la operación; se ponen en corro alrededor del grupo, lo ven todo, lo oyen todo; y los dejan. Y luego vienen a quejarse de que sus hijos intercambian papelitos amorosos con las chicas».

Era un buen hombre que se quejaba por cuestiones de moral y se afligía por cualquier cosa.

¡Como si el acto del amor no estuviese visible por todas partes en la naturaleza! Habría que colocar un cartel para prohibir que las moscas se montasen, que los gallos saltasen sobre las gallinas, encerrar a las novillas en celo, liarse a perdigonazos con los gorriones enamorados, destruir los nidos de golondrinas, poner taparrabos o calzones a los perros y faldas a las perras, y no mandar jamás a un niño a cuidar de los corderos, porque los carneros se olvidan de comer cuando una oveja emite el olor que propicia el acto y se ve rodeada de toda una corte de galanes.

Por lo demás, los chavales conceden a ese espectáculo cotidiano mucha menos importancia de lo que se cree. Lo que más les divierte de él es el movimiento, que se parece al de una pelea o que ellos identifican a veces con la descomposición intestinal que sigue a una comida, como lo demuestra este relato de Chiquiclac.

—Hacía fuerzas como cuando tie ganas de cagar —decía, refiriéndose a su Turco, que había cubierto a la perra del alcalde después de vapulear a todos sus rivales—. ¡Qué juerga! Se había agachao tanto, pa poder llegar, que estaba casi con las rodillas de atrás pegando en el suelo y tenía el lomo como la jorobada de Orleans[35]. Después, cuando se cansó de empujar, sujetándola entre las patas de alante, bueno pues se enderezó y, machos, no había forma de que se saliera. Estaban enganchaos, y la Loquilla, que es pequeña, tenía el culo en el aire y las patas de atrás no le llegaban al suelo. Entonces salió de mi casa el alcalde vociando: «¡Echailes agua, echailes agua!». Pero la perra chillaba y el Turco, que es más grande, la tiraba del trasero, aunque tenía to los… chismes retorcidos. Al Turco debió de dolerle de cojones, pues cuando por fin consiguieron despegarlos, lo tenía todo rojo y estuvo por lo menos media hora lamiéndose el aparato. Aluego Narciso le dijo: «¡Ah, señor alcalde! ¡Me paice a mi que la Loquilla no va mal servida!» Y él se fue, cagándose en to los trastos.