No siempre es bueno tener un buen empleo.
LA FONTAlNE, (Las dos mulas)
A la mañana siguiente, el tesorero, instalado en su puesto en uno de los pupitres del fondo, tras haber contado, recontado y recapitulado cien veces las distintas piezas del tesoro encomendadas a su custodia, se dispuso a poner al día su libro principal.
Así, pues, empezó a transcribir de memoria, en la columna de ingresos, estas cuentas detalladas:
LUNES
Recibido de Guiñeta:
Un botón de pantalón.
Como un brazo de cuerda de peonza.
Recibido de Ojisapo:
Una liga vieja de su madre, para hacer un par de recambios.
Tres botones de camisa.
Recibido de Costuritas:
Un imperdible.
Un cordón viejo de zapato, de cuero.
Recibido de Feli:
Dos cachos de cuerda tan grandes como yo.
Un botón de chaqueta. Dos botones de camisa.
MARTES
Conquistado en la batalla del Salto al prisionero Azteca de los Vados, trincado por Pacho, Pardillo y Granclac:
Un buen par de cordones de zapato.
Una liga.
Un cacho de cuerda.
Siete botones de pantalón.
Una hebilla de atrás.
Un par de tirantes.
Un corchete de blusón.
Dos botones de blusón de cristal negro.
Tres botones de jersey.
Cinco botones de camisa.
Cuatro botones de chaleco.
Una perra.
Total del tesoro:
¡Tres perras de reserva para caso de necesidad!
¡Sesenta botones de camisa!
«Vamos a ver —pensó—. ¿Serán de verdad sesenta botones? El viejo no me ve. ¿Y si los contara otra vez?»
Y se llevó la mano al bolsillo, hinchado por el botín revuelto y mezclado con sus posesiones personales, ya que la Mari no había tenido tiempo todavía de confeccionar la bolsa que le había prometido al ejército, porque el trabajo tenía que hacerse a escondidas y su hermano había vuelto muy tarde la noche anterior.
El pañuelo de Tintín taponaba el bolsillo lleno de botones. Tiró de él sin pensarlo bien, con brusquedad, por la prisa que tenía por comprobar la exactitud de sus cuentas y… pataplaf… los botones del tesoro, junto con avellanas y canicas, rodaron por el suelo en todas las direcciones y se desparramaron por la clase.
Se oyó un rumor ahogado y hubo una oleada de cabezas que se volvían.
—¿Qué es eso? —preguntó secamente el tió Simón, que desde hacía dos días venía observando las extrañas actitudes de su alumno.
Y se precipitó a comprobar con sus propios ojos la naturaleza del delito, desconfiando como desconfiaba, a pesar de todas sus lecciones de moral y de la famosa historia de George Washington y el hacha, de la sinceridad de Tintín y sus compinches.
Pacho sólo tuvo tiempo de escamotear con mano temblorosa el libro de caja y meterlo precipitadamente bajo su pupitre, pues su compañero, demasiado turbado, apenas pudo pensar en ello.
Pero tampoco ese gesto consiguió escapar al ojo avizor del maestro.
—¿Qué es lo que escondes, Pacho? Enséñamelo en seguida o te quedas ocho días sin salir.
Enseñar el libro principal, poner al descubierto el secreto que constituía la fuerza y la gloria del ejército de Longeverne: vamos vamos, Pacho hubiera preferido cortársela en rodajas, como decía elegantemente el hermano de Pardillo. Pero ¡ocho días castigado!…
Los camaradas seguían el duelo con ansiedad.
Pacho se portó como un héroe, sencillamente.
Levantó otra vez la tapa de su pupitre, abrió su Historia de Francia y le tendió al tió Simón —sacrificando sobre el altar de la patria chica longevernesa la primera prenda, tan cara a su corazón, de sus amores juveniles—, le tendió a ese siniestro granuja de maestro la estampa que la hermana de Tintín le había dado como símbolo de su fidelidad: un tulipán o un pensamiento de gules en campo de azur[33], enmarcado, como ya queda dicho, por esta leyenda apasionada: Recuerdo.
Por lo demás, Pacho se juró a sí mismo que, si el otro no la rompía inmediatamente, él iría a rescatarla de su mesa la primera vez que le tocase barrer o que el maestro se volviese de espaldas por una u otra razón.
¡Qué de emociones sintió en el minuto siguiente, cuando el maestro volvió a su tarima!
Pero la caída de los botones seguía sin explicar.
Pacho tuvo que confesar, farfullando, que había cambiado la estampa por los botones… Pero ese negocio seguía resultando extraño y misterioso.
—¿Qué haces con todos esos botones en el bolsillo? —preguntó el tió Simón a Tintín—. Me da la impresión de que se los has robado a tu mamá. Ya la pondré yo sobre aviso con unas palabritas… Espera un poco y veremos. Para empezar, por interrumpir la clase, esta tarde os quedaréis los dos una hora.
«Una hora —pensaron los otros—. ¡Pues qué bien! ¡Muy bonito! El jefe y el tesorero, trincados. ¿Cómo iban a pelear?»
Por razones evidentes, a Pardillo le aterrorizaba tener que asumir las responsabilidades de general en jefe, desde el día de su desventura y su derrota. ¡Mira que si venían los velranos!…, Joder, ¡mi… el para ellos!
Cierto que el día anterior habían recibido tal paliza que era muy poco probable que volviesen aquella tarde. Pero con semejantes guillados nunca se sabe…
—¿A ver, dónde están esos botones? —siguió el tió Simón.
Por más que se agachó, se sujetó las gafas y miró por entre los bancos, no hubo botón alguno que cayera dentro de su campo visual; durante la algarabía, los compañeros, prudentes, los habían recogido cuidadosa y subrepticiamente, ocultándolos en lo más profundo de sus bolsillos. De manera que al maestro le fue imposible conocer la naturaleza y cantidad de aquellos famosos botones y tuvo que quedarse con la duda.
Pero al volver a su mesa, y para vengarse, ¡el viejo marrajo!, rasgó en dos mitades la hermosa estampa de la Mari Tintín, y Pacho enrojeció de rabia y de dolor. El maestro dejó caer negligentemente al cesto de los papeles los dos fragmentos, uno a uno, y reanudó la lección interrumpida.
Grillín, que sabía el aprecio que sentía Pacho por su estampa, tiró oportuna y disimuladamente su palillero y, al agacharse a recogerlo, rescató con habilidad los dos preciosos fragmentos, ocultándolos después en un libro.
Más tarde, queriendo agradar a su jefe, pegó a escondidas, los dos trozos con recortes de papel de sellos y, en el recreo, se los devolvió a Pacho que, sorprendido hasta el pasmo, estuvo a punto de echarse a llorar y no supo cómo agradecérselo al bueno de Grillín, un compañero de verdad.
Pero el asunto del castigo seguía siendo un incordio.
«Con tal de que no diga nada en nuestras casas», pensaba Tintín, y le confió su aprensión a Pacho.
—Bah —dijo el jefe—, ya ni siquiera se acuerda de eso. Pero, ojo, mucho cuidao con tocarte los bolsillos. Si descubre que entodavía te quedan…
Al llegar al patio de recreo, los que tenían botones devolvieron al tesorero las unidades dispersas que habían recogido; nadie le hizo el menor reproche por su imprudencia, porque todos comprendían muy bien la pesada responsabilidad que había asumido y todo lo que su cargo, que le había valido ya un castigo sin contar la paliza que todavía podía recibir al volver a casa, podría costarle aún en el futuro.
El mismo lo entendió y se quejó:
—Oye, habría que encontrar a otro que hiciera de tesorero; es mu molesto y peligroso: ¡ayer no pude meterme en la pelea y hoy me han castigao…!
—A mí también —dijo Pacho para consolarlo—; también yo estoy castigao.
—Claro, pero ayer por la tarde pudiste hincharte de dar tortas y cantazos y palos, ¿sí o no?
—Eso no tie na que ver; anda, esta tarde te sustituirán a ratos pa que puedas pelear tú también.
—Si lo supiera, escondería los botones ahora, pa no tener que llevarlos esta tarde con nosotros.
—Pero si te ve alguien, por ejemplo el tió Gugú a través de las tablas de su granero, y va a quitárnoslos o a decírselo al maestro, estamos apañaos.
—¡Pero hombre, Tintín, si no corres ningún peligro! —intervinieron a coro los demás camaradas, tratando a la vez de consolar, tranquilizar y animar al tesorero para que conservase en su poder aquel capital de guerra, motivo al mismo tiempo de preocupaciones y de confianza, de dificultades y de orgullo.
La última hora de clase resultó triste; el final del recreo naufragó en la inmovilidad y en un cierto silencio salpicado de conversaciones misteriosas y cambios de impresiones en voz baja, que intrigaron al maestro. Era un día perdido. La perspectiva de los castigos había cortado en seco su entusiasmo juvenil y apagado su sed de movimientos.
«¿Qué podríamos hacer esta tarde?», se preguntaban los del pueblo cuando Gambeta y los dos Clac, desamparados, se retiraron a sus hogares, uno hacia la Costa y los otros hacia Vernois.
Pardillo propuso una partida de canicas, ya que nadie quería jugar al marro o a bandera, porque esos simulacros de batalla les parecían niñerías al lado de las sarracinas del Salto.
Así que se fueron a la plaza y se pusieron a jugar al cuadrado a una bola la mano, «pero de veras, no de mentirijillas», mientras los castigados distraían la hora suplementaria que les había sido impuesta copiando una lectura de la Historia de Francia de Blanchet, que empezaba así: «Mirabeau[34] al nacer, tenía un pie torcido y la lengua trabada; dos dientes molares ya formados en sus encías anunciaban su fuerza…», etc., con lo que no se lo pasaban mal del todo.
Mientras copiaban, su atención vagabunda recogía por las ventanas abiertas las exclamaciones de los que jugaban fuera:
—¡Todo!
—¡Nada!
—¡Yo lo he dicho antes!
—¡Mentiroso!
—¡Tú no has llegao!
—¡A por la de Pardillo!
—¡Plaf! ¡Muerto! ¿Cuántas bolas tienes?
—¡Tres!
—¡No es verdad, ties por lo menos dos más! ¡Venga, escúpelas, so ladrón!
—Pon una en el cuadro si quies jugar, majo.
—¡Y un cuerno! Me voy a acercar al montón y lo limpio.
«Pues está bien eso de jugar a las bolas», pensaban Tintín y Pacho, copiando por tercera vez: «Mirabeau, al nacer, tenía un pie torcido y la lengua trabada…».
—Vaya mierda de boca que debía de tener el tal Mirabeau —comentó Pacho—. ¡Cuándo se acabará esta hora!
***
—¿No habéis visto a mi hermano? —preguntó la Mari, que pasaba por allí, a los jugadores, enzarzados en una acalorada discusión a propósito de una jugada dudosa.
La pregunta los tranquilizó de golpe, porque los intereses individuales suscitados por la partida se desvanecían ante cualquier asunto relacionado con la gran misión.
—Ya he hecho la bolsa —añadió ella.
—¡Ah! ¡A ver, a ver!
Y la Mari Tintín mostró a los guerreros embelesados y pasmados de admiración una bolsa de corredera hecha de griseta nueva, de tamaño doble del de las bolsas corrientes de canicas; una bolsa sólida, bien cosida, con dos cordones nuevos que permitían cerrar la abertura para que no pudiera salirse nada.
—¡Está jodidamente bien! —sentenció Pardillo, expresando así el summum de la admiración, mientras sus ojos chispeaban de agradecimiento—. ¡Con eso, vamos a estar de primera!
—¿No van a salir pronto? —preguntó la chiquilla, que estaba ya al corriente de la situación de su hermano y de su amigo.
—Drento de diez minutos o un cuarto de hora —aseguró Grillín, tras consultar el reloj de la torre—. ¿Vas a esperarlos?
—No —respondió ella—, no quiero que me vean con vosotros y le digan a mi madre que soy un «chicazo». Me voy, pero decíle a mi hermano que vaya en cuanto salga.
—Sí, sí, se lo diremos, vete tranquila.
—Estaré en la puerta —concluyó, dirigiéndose hacia su casa.
La partida continuó, languideciente, a la espera de los castigados.
Efectivamente, diez minutos después, Pacho y Tintín, hasta las mismísimas narices de Mirabeau, joven de pie torcido y… etc., se reunían con los jugadores, que se repartieron las bolas del cuadrado para terminar. En cuanto les informaron, Tintín no vaciló un instante.
—Me largo —gritó—, porque estos putos botones me están haciendo polvo la pierna, además de que ando siempre con miedo de perderlos.
—Si puedes, intenta venir cuando estén ya en la bolsa, ¿eh? —le pidió Pardillo.
Tintín lo prometió y se fue al galope para reunirse con su hermana.
Llegó en el preciso instante en que su padre salía del establo, haciendo restallar el látigo, para conducir a los animales al abrevadero.
—No ties na que hacer, ¿eh? —le dijo al ver que se colocaba al lado de la Mari, visiblemente ocupada en zurcir un calcetín.
—Ya me sé las lecciones —replicó él.
—¡Vaya, vaya, vaya!
Tras estas exclamaciones equívocas, el padre los dejó para correr tras el «Tordo», que se restregaba violentamente el cuello contra la cerca de Colasón.
—¡Da pa’trás, bicho! —gritaba, dándole con el mango del látigo en los belfos húmedos.
En cuanto pasó de la primera casa, la Mari sacó por fín la famosa bolsa y Tintín vació sus bolsillos y volcó sobre el delantal de su hermana todo el tesoro que había estado a punto de reventárselos.
Entonces fueron colocando, en el fondo y metódicamente, primero los botones, después los corchetes, las presillas, el paquete de agujas cuidadosamente ensartadas en un trozo de tela, y por último los cordones, la goma, la cuerda gruesa y la fina.
Todavía quedaba sitio para el caso de que se hicieran más prisioneros. ¡Estaba realmente bien!
Después de tirar de los cordones para cerrar, Tintín levantó la bolsa llena a la altura de sus ojos, como hacen los borrachos con el vaso, sopesando el tesoro y olvidando en su alegría los castigos y las preocupaciones que le había acarreado hasta el momento su situación. Entonces se oyó el «tac, tac, tac, tac, tac» de los zuecos de Grillín repicando contra el suelo y Tintín bajó la vista, dirigiéndola inquisitivamente hacia el camino.
Grillín, muy sofocado y con los ojos brillantes de inquietud, fue directamente hacia ellos y dijo con voz sepulcral:
—¡Ten cuidao con los botones! Tu padre anda de cháchara con el tió Simón; mucho me temo que ese viejo asqueroso le diga que hoy te ha castigao por eso y que te registren. Si pasa eso, procura esconderlos ¿eh? Yo me largo; si me ve aquí, creerá que he venido a avisarte.
Alrededor se oían ya los chasquidos del látigo del tió Tintín. Grillín se esfumó entre las cercas de los huertos y desapareció como una sombra, mientras la Mari, interesada como ellos en el asunto y tomando oportunamente una decisión tan súbita como enérgica, se levantaba el delantal, lo ataba fuertemente por detrás, a la espalda, para formar una especie de pliegue amplio, e introducía en ese escondite, debajo de su labor, la bolsa y los botones del ejército de Longeverne.
—¡Entra! —le dijo a su hermano—, y haz como si estuvieras estudiando; yo me quedaré aquí zurciendo el calcetín.
Aunque parecía que sólo se preocupaba de su trabajo, la hermana de Tintín pudo observar a hurtadillas el rostro de su padre y, al descubrir la ojeada que lanzó para saber si su hijo seguía haraganeando a la puerta de la casa, se convenció de que habría gresca segura.
Los bueyes y las vacas se apretujaban y empujaban para entrar rápidamente en el establo, tratando de robar, al bordear el pesebre, algo del pienso dispuesto para el de al lado, antes de engullir su ración correspondiente. Pero el campesino hizo restallar su látigo, manifestando así su firme decisión de no tolerar esos robos cotidianos y habituales, y, después de colocar la cadena de hierro en torno al cuello de cada animal, ya con los zuecos ennegrecidos de estiércol e inmundicia, empujó la puerta de comunicación que daba a la cocina, donde encontró a su hijo atareado en preparar, con una atención desacostumbrada y demasiado llamativa, una lección de aritmética para el día siguiente.
Iba por la definición de la sustracción.
—La sustracción es una operación que tiene por fin… —murmuraba.
—¿Qué estás haciendo ahora? —dijo el padre.
—¡Aprendiéndome la aritmética pa mañana!
—¿Pero no te sabías las lecciones hace un momento?
—¡Me se había olvidao ésta!
—¿De qué es?
—De la sustracción.
—La sustracción… ¡Vaya, vaya! ¡Pues me parece a mí que tú sabes mucho de sustracciones, pedazo de haragán!
Y añadió bruscamente:
—¡Ven aquí!
Tintín obedeció, adoptando la actitud más sorprendida e inocente que pudo.
—¡A ver lo que tienes en los bolsillos! —ordenó el padre.
—Pero si yo no he hecho nada, no he cogido nada —protestó Tintín.
—¡Te digo que me enseñes lo que llevas drento de los bolsillos, rediós! ¡Y en seguida!
—¡Que no hay nada, leñe!
Y con todo su orgullo, como una víctima odiosamente calumniada, hundió su mano en el bolsillo derecho y sacó un trozo de trapo sucio que le servía de pañuelo, una navaja mellada y con el muelle roto, un pedazo de cuerda, una canica y un cacho de carbón que utilizaba para pintar el cuadrado cuando jugaban a las bolas en suelo duro.
—¿Eso es todo? —preguntó el padre.
Tintín dio la vuelta al forro, renegrido por la suciedad, para demostrar que no quedaba nada.
—¡A ver, el otro!
Se repitió la misma operación: Tintín extrajo sucesivamente un pedazo de paloduz medio roído, un mendrugo de pan, el corazón de una manzana, un hueso de ciruela, cáscaras de avellana y un guijarro redondo (un guijarro perfecto para el tirador).
—¿Y los botones? —dijo el padre.
En ese momento entraba la madre de Tintín. Al oír hablar de botones, se conmovieron sus instintos económicos de ama de casa.
—¿Botones? —contestó Tintín—. ¡No tengo botones!
—¿Que no tienes?
—¡No! ¡Yo no tengo botones! ¿Qué botones?
—¿Y los que tenías esta tarde?
—¿Esta tarde? —respondió Tintín, con aire ausente, como si tratase de ordenar sus recuerdos.
—¡No te hagas el imbécil, rediós —exclamó el padre—, que te arreo un tortazo, maldito mocoso! ¡Esta tarde tenías botones, porque se te cayó un montón de ellos en clase; el maestro acaba de decirme que tenías los bolsillos llenos! ¿Qué has hecho con ellos? ¿De dónde los habías cogido?
—¡Yo no tenía botones! No era yo, era…, era Pacho, que quería cambiármelos por una estampa.
—¡Pues claro! —intervino la madre—. Por eso no me quedaba nunca ninguno en la cesta de la costura ni en los cajones de la máquina de coser; era este mardito asqueroso el que me los quitaba: en esta casa no hay manera de encontrar nada, se pasa una el día comprando y venga comprar y como si tal cosa: ¡lo roban todo en menos que se persigna un cura loco! Y cuando no cogen lo que hay aquí, arrancan lo que llevan encima, destrozan los zuecos, pierden las gorras, dejan por ahí los pañuelos, no tien nunca un cordón de zapato entero. ¡Ay, Dios mío! ¡Jesús, María y José! ¿Qué vamos a hacer con unos sinvergüenzas como éstos? Pero ¿qué demonios podrán hacer con los botones?
—¡Ah, maldito granuja! Te voy a enseñar yo a ti un poco de orden y de economía, y como contigo las palabras no sirven pa na, te voy a enseñar a patadas en el culo, ya verás ya —gruñó el padre de Tintín.
Y en seguida, uniendo el gesto a las palabras, cogió a su retoño por el brazo y le obligó a darse la vuelta, imprimiéndole donde la espalda pierde su honesto nombre, con los zuecos ennegrecidos por el estiércol, unos cuantos sellos que servirían, pensó, para quitarle durante algún tiempo la manía de birlar botones del costurero de su madre.
Tintín, siguiendo las indicaciones formuladas por Pacho unos días antes, empezó a gritar y berrear con toda su alma, incluso antes de que su padre lo hubiera tocado, y todavía chilló más fuerte y más espantosamente cuando las suelas de madera de su padre entraron en contacto con su trasero. Gritó tanto, que la Mari entró en la casa con lágrimas en los ojos, conmovida y asustada, y hasta la madre, sorprendida, pidió a su marido que no le pegase tan fuerte, creyendo que su hijo estaba siendo martirizado o poco menos.
—Pero si ni siquiera le he tocao al marrano éste —replicó el padre—. Ya le enseñaré yo otro día a chillar por cualquier cosa. ¡Y que no te coja yo hurgando en los cajones de tu madre —añadió— o te encuentre algún botón en los bolsillos!