Habiéndolos clavado, desnudos, a los postes de colores.
J. A. RIMBAUD (El barco ebrio)
Aunque pequeño de estatura y de aspecto endeble, de ahí su mote, el Azteca de los Vados no era de los tipos que se dejan hacer sin resistencia. Pacho y los otros dos lo aprendieron muy pronto a costa suya.
Efectivamente, mientras el general volvía la cabeza para alentar a sus soldados en la persecución, el prisionero, como un zorro atrapado que aprovecha cualquier oportunidad para vengarse por anticipado del suplicio que le espera, agarró entre sus mandíbulas el pulgar de quien lo arrastraba y lo mordió con tal violencia que saltó la sangre. Pardillo y Granclac, por su parte, aprendieron, con una patada en las costillas cada uno, lo que costaba aflojar un poco la presa de la pierna que tenían que mantener aferrada entre el brazo y el costado.
Pacho, con un puñetazo maestro que alcanzó al Azteca en plena jeta, le obligó a soltar el pulgar perforado hasta el hueso y le juró otra vez, con notable apoyo de blasfemias e imprecaciones, que todo aquello lo iba a pagar, y muy pronto, además.
En aquel preciso momento volvía hacia ellos el ejército, sin traer ningún otro cautivo. Decididamente, el Azteca iba a purgar por todos juntos.
Tintín, que se acercaba a mirarlo, recibió un escupitajo en toda la cara, pero despreció aquel insulto y se dedicó a mofarse del general enemigo, simulando reconocerle:
—¡Ah! ¿Eres tú? Bien, bien, so marrano, pues a ti no te libra ni Dios. Cómo le gustaría a la Mari estar aquí pa tirarte un poco de los pelos. ¡Ah! ¿Escupes, eh, culebra? Pues por mucho que escupas, no conseguirás recuperar los botones ni taparte las cachas.
—Busca la cuerda, Tintín —ordenó Pacho—. Vamos a atar a este salchichón.
—Atale to las patas, primero las de atrás y aluego las de alante. Después lo atamos al roble grande y le vamos a dar su merecido. Y te juro que no volverás a morder ni escupir, so marrano, asqueroso, basura.
Los guerreros que regresaban iban incorporándose a la acción: empezaron por los pies; pero como el otro no paraba de escupir a todo el que se pusiese al alcance de sus salivazos y hasta intentaba morder, Pacho ordenó a Botijo que registrara los bolsillos de aquel maldito bicho y le taponase la sucia boca con su pañuelo.
Botijo obedeció: bajo los perdigonazos del Azteca, que él trataba de evitar como podía con la mano, extrajo del bolsillo del prisionero un cuadrado de tela de color indefinible, que debía de haber sido de cuadros rojos, aunque, quién sabe, a lo mejor fue blanco en la época, quizá no demasiado lejana, en que estaba limpio. Pero aquel sacamocos ofrecía ahora, a los ojos del observador y como consecuencia del contacto con los objetos más heteróclitos y también, sin duda, de los múltiples usos a que había sido dedicado (limpiador, lazo, mordaza, venda, hatillo, gorro, toalla, monedero, zurriago, cepillo, plumero, torniquete, etc.), una coloración más bien meona, verduzca o grisácea, no precisamente atractiva.
—¡Vaya! Está limpio el trapo —dijo Pardillo—. Y hasta lleno de cosa. ¿No te da vergüenza, so guarro, llevar semejante porquería en el bolsillo? ¡Y entodavía dirás que eres rico!
—¡Qué guarrería! Eso no lo quiere ni un pobre. ¡Pero si no hay por dónde cogerlo!
—¡No importa! —decidió Pacho—. Pónselo cruzado en los morros. Si está lleno de pringue, que lo vomite. Así no se desperdicia nada.
Manos enérgicas anudaron la mordaza por detrás, en la nuca, sobre las mandíbulas del Azteca de los Vados, que al fin quedó reducido a la inmovilidad y al silencio.
—Tú me zurraste el otro día, pues hoy te vamos a llenar el culo de vergajazos.
—¡Ojo por ojo y diente por diente! —sentenció Grillín, el moralista.
—Anda, Granclac, coge la vara y dale. Un pequeño aperitivo pa poner a tono a este caballerete que se las da de listo, antes de quitarle los calzones.
—¡Venga, los demás, abrí el círculo!
Y Granclac, armado de una vara verde, flexible y consistente, aplicó seis golpes sibilantes a las nalgas del otro, que se atragantaba de rabia y de dolor bajo la mordaza.
Acabada la operación, Pacho parlamentó un momento y en voz baja con Pardillo y Gambeta, que se apartaron discretamente de los demás, y después gritó con júbilo:
—Y ahora, ¡a los botones! Tintín, macho, prepara los bolsillos, que ha llegao la hora. Es el momento. Y cuenta bien, no vayas a perder algo.
Pacho actuó con prudencia. Había que tener cuidado para no estropear con movimientos demasiados bruscos o cortes torpes las distintas piezas que constituían el tributo del Azteca y pasarían a engrosar el tesoro de guerra del ejército de Longeverne.
Empezó por los zapatos.
—¡Oh, oh! —dijo—. ¡Un cordón nuevecito! ¡Qué bien! ¡Cerdo! —añadió en seguida—. ¡Está lleno de nudos!
Lentamente, sin quitar ojo de los lazos de cuerda que protegían su rostro de una posible patada vengadora, que hubiese sido terrible, deshizo el embolao, soltó el zapato, le quitó el cordón y se lo dio a Tintín. Después pasó al otro, que resultó mucho más rápido. A continuación subió, pernera arriba, para apoderarse de las ligas de goma que debían de sostener el calcetín.
En ese punto, Pacho se sintió estafado. El Azteca sólo llevaba una liga. El otro calcetín iba sujeto por un mal cacho de cordel, que naturalmente confiscó también, aunque refunfuñando.
—¡Qué ladrón! Ni siquiera tie un par de ligas y anda presumiendo por ay… ¿Qué hace tu padre con los cuartos, eh? ¡Se los bebe! ¡Hijo de mamao! ¡Perro borracho!
Después, Pacho puso sus cinco sentidos para no dejarse ni un botón ni un ojal. El pantalón le reservaba una agradable sorpresa. El Azteca usaba tirantes de doble presilla, en perfecto estado.
—¡Qué lujo! —comentó—. Siete botones de taparrabo. ¡Eso está mu bien, amiguito! Te daremos un varazo más, en agradecimiento. Así aprenderás a no reírte de los pobres. Ya sabes que en Longeverne tampoco somos roñosos. No escatimamos na, ni siquiera los palos. ¡Qué suerte va a tener el primero de nosotros que caiga prisionero y tenga que usar este par de tirantes tan virguero! ¡Jo, casi me dan ganas de ser yo!
Entretanto, el pantalón, desprovisto de sus botones, de su hebilla y sus corchetes, caía en acordeón sobre los calcetines.
El jersey, el chaleco, el blusón y la camisa fueron sistemáticamente despojados uno tras otro. En el bolsillo del chaleco, además, apareció una perra reluciente que fue a parar, en la contabilidad de Tintín, a la partida de «reserva para casos de necesidad».
Cuando múltiples inspecciones a cual más minuciosa convencieron a los guerreros longevernos de que no quedaba nada, absolutamente nada que rascar, y una vez recogida la navaja del Azteca, que fue a parar a manos de Gambeta, que carecía de ella, se decidió soltar por fin las manos y los pies de la víctima, con todas las precauciones necesarias. Ya iba siendo hora.
El Azteca rabiaba bajo la mordaza y, con el sentido del pudor destruido por el sufrimiento o ahogado por el furor, no se preocupó siquiera de subirse el pantalón caído, que dejaba ver, por debajo de la camisa, las nalgas amoratadas por la tunda: su primera providencia consistió en arrancarse de la boca aquel maldito y repugnante moquero.
Respirando entrecortadamente todavía, arrebujó como pudo sus prendas en torno a la cintura y se puso a aullar insultos contra sus verdugos.
Algunos se disponían ya a tirársele al cuello para sacudirle de nuevo, cuando Pacho, mostrándose generoso y porque seguramente tenía buenas razones para ello, los detuvo con una sonrisa:
—Dejaile que chille, si eso le divierte, pobrecito. Siempre es bueno que los niños se diviertan.
El Azteca se fue, arrastrando los pies y llorando de rabia.
Naturalmente, se le ocurrió hacer lo que había hecho Pacho el sábado anterior: se dejó caer tras el primer matorral que tuvo a mano y, dispuesto a demostrar a los longevernos que tampoco él era un calzonazos, se desnudó por completo, quitándose hasta la camisa, para enseñarles el trasero.
En el campo de Longeverne lo suponían.
—Que entodavía va a reírse de nosotros, Pacho, ya verás. Tenías que haber dejao que le arreáramos otra vez.
—¡Dejailo, dejailo! —decía el general, que, como Trochu[30], había concebido un plan.
—¡Te lo estaba diciendo, rediós! —gritó Tintín.
En efecto, el Azteca, desnudo, salió de un salto de detrás de su matojo, apareció frente a la línea de combate de los longevernos, les mostró lo que había previsto Tintín, los llamó cobardes, bandoleros, cerdos asquerosos, huevos blandos… y, cuando vio que hacían ademán de salir tras él, echó a correr hacia el lindero y se escurrió como una liebre.
No llegó muy lejos el pobre desgraciado…
De pronto surgieron, a sólo cuatro pasos por delante de él, dos figuras patibularias y siniestras que le cerraron el paso con los puños por delante, lo agarraron como con garfios y, mientras lo forraban a patadas, lo condujeron a la fuerza hacia el Matorral Grande que acababa de abandonar.
Por algo había parlamentado Pacho con Pardillo y Gambeta. El miraba siempre más allá de sus narices, como solía decir de sí mismo, y había pensado, mucho antes que los demás, que aquel pijolindo iba a hacerles la jugarreta. Por eso le había dejado escapar bondadosamente, a pesar de los reproches de sus compañeros: para repescarlo mejor un instante después.
—¡Ah! Conque quieres enseñarnos el culo, ¿eh, amiguito? ¡Pues mu bien! ¡Hay que dar gusto a los niños! Vamos a mirarte el culo, pequeñín, y ya verás qué bien lo notas. Amarray otra vez al árbol a este jovencito enseñaculos. Y tú, Granclac, coge el vergajo, que le vamos a marcar un poco la parte de abajo de la espalda.
Granclac, generoso a más no poder, se dejó caer con doce golpes, más uno de propina para que aprendiese a no jo… robarles la tarde cuando se disponían a regresar.
—Y éste pa que te se ponga tierno y pa que nuestro Turco no se lastime los dientes cuando quiera morder tu cochino traste —comentó.
Entretanto, Pardillo recomponía el hatillo confiscado al prisionero.
Cuando tuvo las nalgas bien coloreadas, lo soltaron de nuevo y Pacho le devolvió el paquete ceremoniosamente, diciendo:
—¡Buen viaje, señor culorrojo! Y déle las buenas noches a sus gallinas.
Y volviendo a su tono natural:
—Así que quies enseñarnos el culo, ¿eh, amiguito? Pues enséñalo, enséñalo to lo que quieras. Te aseguro que vas a tener que enseñarlo mucho más de lo que quisieras, ¿sabes?, te lo digo yo, Pacho, amiguito.
El Azteca, liberado al fin, se las piró esta vez sin decir ni pío y corrió a reunirse con su ejército derrotado.